Por Hugo Esteva
La Calandria, se sabe bien y ya lo hemos comentado, tiene una fama de buena cantora que no es verdadera. Se la hizo entre nosotros Luis Pedro Blomberg, lleno de méritos por otra parte, cuando dijo que como ella cantaba la pulpera de Santa Lucía. Pero Blomberg sabía mucho de letras musicales, bastante de historia y casi nada de calandrias. Porque la calandria no tiene canto propio, sino que copia el de otros pájaros. Dicho de otro modo: en materia de canto, la calandria repite como un loro. Se parece a la pulpera, eso sí, en el sentido en que se puede volar de un momento a otro.
El asunto no sería nada si la Calandria se hubiera podido quedar en un discreto segundo plano, actuando piezas de otros autores. Pero la nada sorpresiva muerte del Pingüino la lanzó al, para ella, terrible espacio de las decisiones. Y el exhibicionismo y la depresión alternantes no son compatibles con la necesaria reflexión a la hora de decidir.
Tanto es así que, dicen, ni siquiera fue dueña de tomar la iniciativa a la hora de elegir qué tipo de velorio quería para su marido. Es cierto que no habrá sido fácil acertar un rumbo propio frente a la muerte de alguien capaz de equivocarse obstinadamente, hasta el punto de concluir que sabía más que quienes le indicaban bajar la velocidad por unos pocos meses y tomar bien los remedios, hasta que se le endotelizara el “stent” que, con discutible criterio pero con todo el exceso de responsabilidad que se suele invertir ante los notorios, le habían instalado en, dicen, la coronaria circunfleja. No ha de haber sido sencillo tomar la batuta ante la muerte súbita de quien menospreció a los que lo rodeaban hasta el punto de martirizarse al divino botón, apenas para no perder un par de meses de protagonismo en la campaña política: precio tonto, sin disculpa. Lo cierto es que parece que, frente al marido yacente a la hora de despertarse, la reacción de la Calandria fue llamar a su asesor de imagen, así de grotesco. No podía pedirse a la Calandria una frialdad de pingüina y, como siempre e inevitablemente igual a su naturaleza, eligió otra vez volar, siguiendo el camino indicado por otro. Sí, en eso tan íntimo, tan inexcusablemente íntimo, la Calandria aceptó el consejo de velar al Pingüino con toda la pompa, pero a cajón cerrado; de manera de ser ella, la llorosa Calandria viuda, el centro de todos los objetivos, el punto codiciado de todas las cámaras, el sujeto de excitación de todos los paseantes fúnebres, tanto de los que acudieron espontáneamente como de los muchos que llegaron en colectivos fletados, con una gaseosa como premio pero sin siquiera un sándwich (planificado beneficiario arreado dixit) para aliviar la larga jornada hacia la Plaza de Mayo.
Después se vio bien, vestida de negro –apariencia de unos kilos menos, los muslos no tan redondos,- y se enfundó en su traje de viuda. Dicho sea esto sin menoscabar ningún sentimiento porque a eso no tiene uno derecho, no hay duda de que se ha sentido cómoda con el impensado “look”. Sin embargo, el asunto no es la apariencia sino el canto. Y ahí no tenía alternativa porque el bicho que vivió siempre del canto ajeno no iba a inventarse uno a las puertas de la vejez. Y así es como, muerto el Pingüino que, por lo visto, le daba letra y música, tuvo rápidamente que recostarse en otra inspiración.
Lo primero que hizo fue empezar a alejar a los loros, comenzando por el loro bigotudo que siempre va al frente con los gritos pero no resuelve nada. De los loros, a los que el Pingüino tenía a los saltos, enseguida aprendió a desconfiar. Y se entregó a las urracas.
Sabido es que el criollo llama pirincho a la urraca, como si con eso quisiera abarcar a ambos sexos. Pues bien, pirinchos y urracas fueron la preferencia inicial en el duelo de la Calandria. Los hay hembras, machos y hasta pichones, medio crecidos pero pichones al fin, y ambiciosos para el recambio. Sabido también es el carácter de las urracas: ladronas, conspiradoras, quejosas. Sobre todo esto último, insaciablemente quejosas. De hecho, ellas tienen claro que su política es reclamar hasta el fin, por lo menos mientras no se queden con todo el poder.
Hubo que observar a la Calandria en medio de las urracas que, por supuesto, son todas aliadas pero no se pueden ver entre sí. Bochornoso resentimiento en medio de un duelo que la debería haber amansado. Pero lo peor son los pirinchos machos y, sobre todo, el más rapaz, pendenciero, de “inteligencia”, pico torvo y canto bajo. Bajo, quejoso, pero por momentos hasta canto bien hilvanado ya que información no le falta. Y ahí está la clave, porque este y los otros “inteligentes” están para otra cosa: a ellos les viene bien que todo se vaya al diablo porque esa es la casa de ellos. A ellos les viene bien el caos ante el cual se quedan quietos porque horada a la patria, porque enfrenta a unos con otros, como intentaron hacer cuando eran jóvenes. Es así, las urracas, los pirinchos, llegan por su segunda oportunidad a un país debilitado en todo menos en la plata, que ellos manejan con profunda vocación.
El hornero anda alarmado porque ve cómo, cada día, más y más de sus hermanos se pelean sin ton ni son. Y otra vez lo buscó al tero, que está serio como nunca y de pésimo humor. Naturalmente, la pregunta es la que nos hacemos todos: ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde? El tero, con el ceño bien fruncido, como en señal de alarma, se estiró el chaleco más formal que nunca y dijo:
“Hay que desconfiar, hermano, de esta mujer que al marido
Recién muerto se lo oculta al país que busca verlo,
Porque si hay cosa importante, es esa de ver los muertos.
Ella se puso adelante; sin evitar payasadas,
Musitaba unos cariños que quién sabe si le daba.
Pero lo más importante, es que otro pensó por ella
Y ella, confusa, acataba los mandamientos ajenos,
Rodeada por las urracas pedigüeñas, resentidas,
Intrigantes, insaciables…
Mire, hornero, y no se olvide de lo que la historia manda:
A mujer que no decide, la arrollan las circunstancias.”
El hornero se marchó como atajándose.
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