Por SILVIO H. COPPOLA
En una muy poco feliz frase, un político liberal apátrida, se refirió a las masas nacionales que despertaron un 17 de octubre de 1945, como “aluvión zoológico”. Claro, él y otros como él –eran muchos, muchísimos-, no podían entender al pueblo en la calle, exigiendo que no pidiendo, los derechos que le correspondían como parte de la nación.
Era inconcebible aún para esa época, que se despreciara tanto al hombre común, como para llegar a pronunciar tan ofensiva frase. Que con variantes y variantes se sigue repitiendo. Pero la idea es siempre la misma. Ya Sarmiento había dicho que no eran para el gaucho las declaraciones, derechos y garantías de la Constitución Nacional. Para este, el cepo y la frontera. Por lo menos era franco y lo que afirmaba no dejaba lugar a dudas acerca de su posición. Hoy en día aparentemente es otra cosa y los políticos declaman y declaman sobre la democracia y la democracia, los derechos humanos y los derechos humanos, mientras sigue habiendo en el país desigualdades aberrantes y hambre y miseria, a que nos han llevado ellos mismos.
Se ha perdido la cultura de la educación, los buenos modales y la conciencia de que todos formamos un gran país y desde arriba se habla demagógicamente, mientras los grasitas siguen tan abandonados como siempre, sin ni siquiera que se trate de inculcar en la población más abandonada y pobre del país, hábitos que hagan a un efectivo progreso de ellas mismas, como el afán de conocimientos y el respeto por el trabajo, que en si mismo dignifica, como ya lo dijera el general Perón, tan dejado de lado hoy en día e indirectamente atacado por el propio gobierno y por su elenco de incondicionales.
Así la virtud más evidente para escalar posiciones en la política, es acercarse a aquellos que detentan el poder y aceptar todas sus ideas –si es que las tienen- y todas sus propuestas, para así ir subiendo en la escala de puestos y remuneraciones, lo que es una buena manera de ganarse la vida, sin arriesgar más que la cara, aunque se haga de piedra.
Los que entraron al gobierno por la ventana, irrumpiendo con divisiones y alentando separaciones y distinciones en los argentinos, consideran de hecho una finalidad en si misma la llegada al poder, donde al considerarse herederos del elitismo de los 70, se dan interiormente a si mismos, sin perjuicio de lucrar con la función pública y detentar los bienes del Estado como propios, la denominación de poseedores de la verdad y defensores de los derechos del pueblo.
Sin embargo, es frecuente oír decir, como obstáculo supremo a la tranquilidad y al resurgir del país desde el punto de vista social y económico, la frase “los negritos no quieren trabajar”. Claro, los negritos son siempre los otros, no importa el color de la piel. No importa tampoco la situación en que viven, los penurias que pasaron y que pasan, dónde y cuándo nacieron, qué problemas tuvieron, qué educación recibieron.
Todo eso no cuenta, sólo cuenta “los negritos no quieren trabajar”. Y cabría preguntarse en qué situación se encontrarían los que afirman eso, los elitistas en el gobierno y la clase bien, en caso de haber nacido en las mismas circunstancias en que nacieron los tan despreciados negritos. ¿Es justo entonces estigmatizar urbi et orbi a todos los desventurados que no tienen trabajo, por culpa de algunos que no quieren trabajar? ¿Es justo sólo criticarlos y no tenderles una mano? ¿Es justo que los que más tienen, por su nacimiento, por su capacidad o por su suerte, sólo atinen a criticar? ¿Porqué no somos más generosos, aunque sea con palabras, con nuestros hermanos sumidos en la pobreza? ¿O acaso aceptamos categorías de argentinos? El pueblo debe de tener la oportunidad de educarse y de trabajar. Tareas de esfuerzo y de tiempo, que deberá ser alentada por todos y en especial por un gobierno nacional, no fomentando como hace el actual, precisamente todo lo contrario, en un país donde se muestran sólo derechos o por lo menos se declaman y no se habla a la par de deberes y responsabilidades.
Y rescatemos con la dignidad del trabajo, una democracia efectiva y real y no la formal y no comprometida que vemos todos los días. Y que no tengamos más que pedir trabajo sino exigirlo, ya que no sólo el Estado está obligado a proveer al beneficio común, sino los que habitan nuestro suelo y gozan de todas las franquicias que el mismo depara, no devolviendo nada al país que los vio nacer en unos casos o al país que noblemente los recibe, en otros.
Eso levantará la cabeza de todos los argentinos, porque como dijera el Martín Fierro “sangra el corazón del que tiene que pedir” y para volver a constituir una gran nación, no puede haber argentinos sufriendo penurias en medio de la indiferencia del estado y de sus compatriotas con más fortuna.
LA PLATA, marzo 9 de 2011.
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