El pensamiento de Mons. Richard Williamson
COMENTARIOS ELEISON
218 (17--IX--2011)
"¿Porqué nosotros seres
humanos estamos aquí en la tierra?" me preguntó hace poco un viejo amigo.
Por supuesto contesté "Para alabar, amar y servir a Dios, y mediante ello
salvar..." El me interrumpió
-"No, esa no es la respuesta que deseo," dijo. "Lo que quiero
decir es que antes de venir a la existencia, yo no era, y yo no corría ningún
peligro. Ahora que existo estoy seriamente expuesto al peligro de perder mi
alma. ¿Por qué me fue dada, sin mi consentimiento, esta existencia peligrosa la
cual, una vez dada, ya no puedo rechazar?"
Expresada de esta manera, la
pregunta es seria porque echa una duda sobre la bondad de Dios. Ciertamente es
Dios quien da la vida a cada uno, y de ese modo nos coloca frente a la elección
de la cual no nos podemos librar, entre el escarpado y estrecho camino al Cielo
y la ancha y fácil ruta al Infierno (Mt.VII, 13-14). Ciertamente los enemigos
de la salvación de nuestras almas, el mundo y la carne y el Diablo, son
peligrosos porque el triste hecho es que la mayoría de las almas caen al
Infierno al final de sus vidas en la tierra (Mt. XX, 16). ¿Entonces como puede
ser justo para mi encontrarme en tal peligro sin ninguna elección de parte
mía?
La respuesta es ciertamente que
si el peligro no fuere de ninguna manera por mi propia culpa, entonces
verdaderamente la vida podría ser un regalo envenenado. Pero si, a menudo, el
peligro es en buena medida por mi propia culpa, y si el mismísimo libre
albedrío que cuando mal usado me puede hacer caer en el Infierno, también
cuando bien usado me puede llevar a una eternidad de felicidad inimaginable,
entonces no sólo la vida no es un regalo envenenado, sino que es la magnífica
oferta de una gloriosa recompensa fuera de toda proporción en comparación con
el esfuerzo relativamente liviano que me habrá costado en la tierra el haber
evitado el peligro haciendo buen uso de mi libre albedrío (Is.LXIV,4).
Pero el interrogador podría
objetar que no es culpable por la existencia de ninguno de estos tres enemigos
de su salvación:--"El mundo que nos incita a la mundanalidad y a la
concupiscencia de los ojos nos rodea totalmente de la cuna a la tumba, y sólo
se puede escapar de él a la muerte. La debilidad de la carne va con el pecado
original y se remonta a Adán y Eva ¡Ahí no estaba yo entonces! ¡El Diablo
también existía mucho antes de que yo naciera, y está desenfrenado en estos
tiempos modernos!"
A lo cual uno puede responder que
los tres enemigos están demasiado ligados a nuestra propia culpa. En cuanto al
mundo, tenemos que estar en él, pero no tenemos que ser de el mundo
(Jn.XVII,14-16). Depende de nosotros: o amar las cosas de este mundo o preferir
antes que a ellas las cosas del Cielo ¡Cuántas oraciones en el Misal piden por
la gracia de preferir las cosas del Cielo! En cuanto a la carne, cuanto más
huyamos de su concupiscencia dentro de nosotros más desaparece su aguijón, pero
¿quién de nosotros puede decir que por ninguno de sus propios pecados
personales no ha reforzado la concupiscencia y el peligro en lugar de
disminuirlos? Y en cuanto al Diablo, su poder para tentar está estrictamente
controlado por Dios Todopoderoso y las propias Escrituras de Dios nos
garantizan que Dios nos da la gracia necesaria para vencer las tentaciones que
permite (I Cor.X,13). En breve, lo que San Agustín dice del Diablo se aplica
también al mundo y a la carne -son como un perro encadenado que puede ladrar
pero no morder a menos que uno elija acercarse demasiado.
Así es que hay verdaderamente un
grado ineludible de peligro espiritual en la vida humana, pero depende de
nosotros, con la gracia de Dios, controlar ese peligro, y la recompensa está
mas allá de este mundo y de todo lo que pueda imaginar (I Cor.II,9).
Kyrie Eleison.
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