El bien común requiere sus sacrificios
No hay duda de que las élites derivadas directamente del orden
natural —surgidas orgánicamente de la propia vida de una nación o un
grupo social— tienen una tarea a cumplir a favor del bien común. Su
propia existencia les impone estar dispuestas a sacrificarse en toda la
medida en que esta tarea se lo demande, y a esmerarse en ella tanto
cuanto lo requiera su perfecto cumplimiento. Pues sería absurdo imaginar
que Dios creó el orden natural tan sólo para beneficiar a personas que
buscan el placer y se apropian, para su exclusivo beneficio, de bienes
cuya privación crea infelicidad y pobreza para muchos.
De otro lado, si el progreso y la “evolución” son procesos
ascensionales, ellos sólo pueden ocurrir mediante los sacrificios de
bienes del alma o del cuerpo que tal ascensión demande. Mover a los
hombres en un rumbo ascensional requiere un esfuerzo penoso, al que gran
parte —en verdad, la mayor parte— de la humanidad es más o menos
refractaria.
Este amplio esfuerzo ascensional debe ser cumplido a nivel nacional,
regional, e incluso entre familias e individuos, por personas o pequeños
grupos especialmente dotados por la naturaleza y por la gracia, los
cuales buscan perfeccionarse tan intensamente a sí mismos y a su
ambiente, que se convierten en las fuerzas conductoras del mejoramiento
individual y del progreso colectivo. En una palabra, ellos son el
fermento, los otros son la masa.
Imaginar que el fermento es enemigo de la masa porque se distingue de
ella, porque sube más rápidamente, porque levanta todo aquello sobre lo
cual actúa, en suma, porque él es la fuerza conductora y el estímulo;
imaginar que la masa sufre viéndose a sí misma elevada y aumentada de
esa manera, es combatir el progreso, vaciar la evolución, paralizar la
vida e imponer a todo el cuerpo social los tormentos del tedio, la
ociosidad y la inutilidad.
Estas reflexiones son apoyadas por las enseñanzas del Divino Maestro,
quien, al explicar a sus discípulos su misión predominantemente
eclesiástica, dijo: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal
se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla y que
la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar
una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela
para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que
alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para
que vean vuestra buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en
el cielo” (Mat. 5:13-16).
A su modo, las clases dirigentes son también una “sal de la tierra”:
siendo la cabeza de la sociedad, les cabe la grave responsabilidad de
ser los modelos, ejemplos y guías de esta. El orden social se sustenta
necesariamente en el orden moral: sin orden moral, desaparece el orden
social. Y donde las élites dejan de dar el ejemplo moral, la sociedad
decae inexorablemente.
Pero además, como afirma el prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su magistral ensayo Revolución y Contra-Revolución (Parte
II, Cap. XI, 1), “Una autoridad social que se degrada también es
comparable a la sal que no sala. Sólo sirve para ser arrojada a la
calle, para que sobre ella pisen los transeúntes (Cfr. Mt.. 5, 13). Así
lo harán, en la mayoría de los casos, las multitudes llenas de
desprecio”.
Por eso puede decirse que, hoy más que nunca, el mundo necesita de verdaderas élites, profundamente compenetradas de su misión.
Fuente: Nobility / Acción Familia
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