Por Carlos Manuel Acuña
Pese a la enorme cantidad de
problemas que se acumulan en el escenario de la Argentina, la celebración de
los doscientos años de la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo que
realizó el Libertador en los albores de nuestra lucha por la Independencia, se
convirtió en una cuestión de Estado, cargada de idelogismo y suspicacias
políticas.
En efecto, cuando todos se
aprestaban a cumplir con la normalidad habitual de las ceremonias previstas,
llegó desde la Casa Rosada la orden intempestiva de limitar el acto a una
simple y restringida reunión que en esta Capital Federal debería realizarse en
la sede central del emblemático Regimiento.
Nada de un trompa convocando al
emotivo minuto de silencio, a la suba de la bandera o a los tambores de la
banda montada con sus caballos de un mismo pelo; menos aún los vistosos
uniformes de gala con sus botas granaderas de lustroso color negro y tampoco el
emblemático sable corvo que llevó la libertad americana a medio continente.
Menos aún el desfile con los aplausos de la multitud o el resonar de las
convocantes marchas de la caballería.
Únicamente una modesta
concentración a puertas cerradas con un breve discurso de circunstancias y
después los títulos periodísticos limitados a fechas o al recuerdo del combate
de San Lorenzo para mencionar la muerte heroica del Sargento Cabral.
La orden implicaba la ausencia de
civiles y por cierto, cerrar las puertas y aislar el acto, sin vivas a la
Patria y mucho menos, aplausos. Estos podrían reservarse, tal vez, para la
ofrenda floral al pie del monumento de la Plaza que lleva el nombre del general
José de San Martín.
Sin embargo, de manera espontánea
surgió la reacción. Las oficinas presidenciales ignoraron hasta ese momento la
extensión del movimiento sanmartiniano que abarca a todo el país, la calidad de
quienes lo dirigen, la cantidad de organizaciones afines y el íntimo simbolismo
que como tantos otros, posee el Regimiento en la formación de los argentinos y
en sus sentimientos que a veces parecen dormidos.
Fue conocer el recorte a la
celebración que conmemora dos siglos de existencia para que de inmediato surjan
los interrogantes acerca de las razones de la medida. Sin dar tiempo a la
reflexión y mientras aumentaba la catarata de noticias y comentarios, el poder
político resolvió entonces trasladar la ceremonia a los despachos
presidenciales en medio de debates, enojosos comentarios en voz baja y
consultas que iban y venían, subían y bajaban para tomar una decisión final y
ocultar los cambios al plan original de pasar prácticamente por alto el
recordatorio a la creación de la unidad militar más importante - junto con los
Patricios - de la Historia Argentina.
Obviamente, los actos previstos
hablarían a través de sus voceros del nacimiento de otras unidades famosas, del
papel de la Infantería, de la Artillería y de los incipientes barquitos que
intervinieron cuando derrotamos a los Ingleses en las primeras Invasiones.
Para los ideólogos de Olivos y La
Casa Rosada, refrescar esas emociones era peligroso y significaba un retroceso
en el proceso de modificar nuestra historia.
Así, entre dimes y diretes, se
generó un problema que como suele suceder, salió al revés de lo deseado. Ahora
habrá dos actos principales: el militar en la sede del Regimiento y el popular
en la Plaza San Martín.
Eso sí, la orden de Cristina fue
terminante. Nadie que vista o haya vestido uniforme podrá concurrir a la Plaza
San Martín aunque vista de civil.
La prohibición es absoluta y
posiblemente se extienda a las ceremonias similares que tradicionalmente se han
realizado y están previstas en el interior de nuestra República moribunda.
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