Por Mario Caponnetto
Esposa, hijos y
nieta fueron unánimes en su juicio: no vayas a la Plaza de Mayo a
intentar defender la Catedral (del anunciado ataque de los abortistas). Sólo
serás un estorbo. No es cosa de viejos. Eso es para los jóvenes o
para los que, al menos, todavía conservan vivos algunos reflejos. Seguí el
consejo familiar. Me arrepentí. Al ver las imágenes por televisión -oír,
después, el relato de mi nieta- sentí que había faltado a una cita de honor.
Ayer, Festividad de
Todos los Santos, en Plaza de Mayo, un puñado de católicos se apostó, rosario
en mano, sobre las escalinatas de la Catedral Metropolitana, dispuesto a
impedir el paso de las hordas abortistas. Fueron muy pocos; apenas poco más de
doscientos frente a varios cientos de los otros. La oportuna presencia de la
Policía impidió que las cosas pasaran a mayores. Hubo, de parte de los “otros”,
insultos, blasfemias, palazos, huevazos, botellazos. De parte de los
“nuestros”, además de un incesante rosario, una condigna respuesta verbal y
hasta algún santo pugilato que, sí Señor, está permitido siempre que sea
posible y no se falte a la caridad debida. Que ésta no ha de faltar nunca
aunque haya que andar a los sopapos.
Mi nieta, a sus
catorce años, hizo ese día su bautismo de fuego (mejor dicho, de huevo).
Relatándome sus experiencias me decía con inocultable alegría adolescente: Fue
algo así como la Batalla del Abismo de Helm, de El Señor de los
Anillos. Nosotros, como el pequeño ejército de Rohan, nos enfrentamos a las
poderosas fuerzas de Isengard. Peor, porque éramos aún menos que los de Rohan.
Los orcos, semiorcos y huargos, llenos de furia, eran una multitud, venían
desde Congreso, ocupaban la Plaza, se enfrentaban a la Policía, tiraban de
todo... Pero, al final, se fueron sin logar entrar en la Catedral, ni acercarse a
ella. ¡Los vencimos!
Imaginación
adolescente, sin duda. Pero no tanto. A su escala, lejos ciertamente de los
fantásticos escenarios tolkianos, ayer, Isengard sufrió, en la Ciudad de la
Santísima Trinidad, una nueva derrota. Y ello fue posible porque un puñado de
católicos (entre los que no me conté, y me pesa) tuvo la decisión de estar
allí, en el puesto debido, en el momento debido. Como ocurrió, ya, en otras
ciudades del interior de esta desdichada Argentina invadida por las hordas del
demonio, el homicida. En cada lugar fue distinta la modalidad de acción, según
la circunstancias, las posibilidades y, hay que admitirlo, según los diferentes
criterios prudenciales de los protagonistas.
Pero todos somos
uno en la profesión de la Fe. Y mientras mantengamos la unidad y hagamos
realidad viva la comunión de los santos, las poderosas huestes de Isengard
volverán a morder el polvo de la derrota a manos de la pequeña tropa de Rohan.
¡Viva Cristo Rey!
Buenos Aires, 2 de
noviembre de 2012
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