Estimados amigos:
Hace pocos días recibí la grabación de una entrevista a Solzhenitzyn realizada hace algunos años en París. El periodista le leyó allí unos párrafos del libro 1914 donde se relata que un muchacho interrumpe el paseo meditabundo de Tolstoi y le pregunta: “Tolstoi, discúlpeme que interrumpa sus pensamientos, pero he viajado de muy lejos para preguntarle esto¨ ¿Cuál es el fin de la existencia humana en la tierra? Tolstoi responde: servir el bien y contribuir a la instauración del reino de Dios en la tierra. Está bien, dice el joven, ¿pero cómo? ¿por el amor, acaso? Sin duda, responde Tolstoi, exclusivamente por el amor.
El periodista pide la opinión de Solzhenitzyn sobre este dialogo. Solzhenitzyn medita unos segundos y dice: “Mi objeción es la siguiente: en el siglo XX hemos caído muy bajo, nos hemos hundido en un abismo, pero pese a estar en el abismo, se sigue poniendo al amor como exigencia. Considero que eso es prácticamente imposible; si le decimos hoy a la humanidad entera que se amen entre ellos no se llegará a nada; hay que ofrecerle algunos estados intermedios para llegar a eso; uno de ellos es el de no reaccionar contra la justicia, no ofender a la justicia; no hacer lo que no queremos que nos hagan.”
Oyendo esta grabación me saltó a la cabeza algo muy elemental: sin justicia, sin disposición de los hombres a la justicia, y también sin un orden social que administre la justicia y la declare y la imponga cuando es necesario, no hay sociedad posible. Sin justicia es la ley del más fuerte, es el caos.
Solhentzin nos está diciendo que sin esa actitud básica de no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, sin ese ideal primario de justicia, no hay sociedad posible. Y nos está diciendo, de paso, que en nuestra época existe una enorme carencia de este ideal primario.
Ese ideal primario de justicia, de hacer lo justo, de propugnar lo justo, campea cada vez más por su ausencia enla Argentina. La justicia está gravemente enferma. Lo vemos a diario. Lo vemos cuando la sociedad admite que los alumnos de un colegio impongan por la fuerza quiénes y qué se les va a enseñar; lo vemos cuando los piquetes se instalan en las calles con cuidadosa protección policial paralizando la ciudad; lo vemos cuando un ministro o secretario impone con matones su voluntad en la empresa Papel Prensa y se ríe públicamente del juez que, por cierto, no reacciona; lo vemos aquí, en La Plata, cuando el anciano general Sain Jean es obligado a comparecer esposado ante el tribunal pese a la enfermedad que lo aqueja y pese a los dictámenes médicos la comprueban.
Lo vemos cada vez más y cada vez más a menudo.
En el aula magna de la facultad de derecho de Buenos Aires, se celebró hace poco un acto de desagravio a un juez de la Corte Suprema, el doctor Raúl Zaffaroni, a quien nuestra asociación pidió la renuncia ante las noticias comprobadas y confesadas de que en una cantidad de departamentos de su propiedad se ejercía la prostitución organizada. La noticia de un diario sobre este acto de desagravio decía: “Que el acto se hiciera en la Facultad de Derecho, con presencia y discurso de su decana Mónica Pinto y el rector de la UBA, Ruben Hallu, tuvo un gran peso simbólico y de respaldo hacia Zaffaroni. En el salón de actos no cabía ni un alfiler. Cerca de mil personas había, según calculaban quienes regulaban el desembarco del público en las butacas de terciopelo rojo. Las primeras filas estaban llenas de pañuelos blancos, entre ellos los de Hebe de Bonafini –por la Asociación Madres de Plaza de Mayo– y Nora Cortiñas y Marta Vázquez –de Madres Línea Fundadora–, estaban las Abuelas de Plaza de Mayo, el Nobel de la Paz AdolfoPérez Esquivel, políticos como Aníbal Ibarra, Vilma Ibarra, María Elena Naddeo, María José Lubertino y Héctor Recalde, el ministro de Trabajo Carlos Tomada, juristas como David Baigún, Arístides Corti y Eduardo Barcesat, jueces federales, secretarios, académicos y estudiantes.
Este grupo de personas, señores, lo sabemos todos perfectamente, junto con otras conocidas que ocupan los principales puestos políticos nacionales, es el que maneja actualmente la Argentina. Esta gente que desagravia con tanto entusiasmo a un juez de la Corte sorprendido in franganti en el comercio prostibular domina hoy los resortes políticos y culturales del país.
A la pregunta sobre qué le pasa a la Justicia en la Argentina, cabe la respuesta evidente: le pasa, en general, lo mismo que según Solzhenitzyn, y también según Santos Discépolo, le pasó al siglo XX. Que es lo que le sigue pasando al siglo XXI.
Un filósofo amigo dice en un libro reciente que vivimos en un mundo en el que se está cumpliendo lo dicho en la carta a los Tesalonicenses sobre la venida del Anticristo, cuando dice que Dios les envía un poder engañoso para que crean en la mentira y sean condenados cuantos no creyendo en la verdad, se complacen en la iniquidad.
Dice este amigo filósofo que lo que se está dando en este mundo de hoy es precisamente eso: creer en la mentira. Es decir, no el ser engañados y creer que lo mentiroso es lo verdadero, sino directamente adherir a la Mentira, sabiendo que es Mentira.
La mayor parte de los jueces que integran nuestra administración de justicia actual, al menos la justicia federal penal, se han plegado a la Mentira, especialmente aunque no solamente en este tema de los juicios por los denominados crímenes de lesa humanidad. Sus solemnes gestos de pretendida imparcialidad no disimulan su conciencia de que presiden parodias y no juicios verdaderos, en los que no dictarán sentencias basadas en la ley y en las pruebas aportadas.
Adhieren a la Mentira sabiendo que es Mentira.
Saben perfectamente que esos juicios no deberían estar tramitando y saben que los acusados por hipotéticos crímenes de hace treinta años están irremediablemente condenados desde antes de comenzar el juicio. Porque saben que los acusados son objeto de una rabiosa persecución política y que esa persecución no admite sentencias absolutorias.
Saben que en cada uno de estos juicios se traicionan los principios del derecho penal. No se atreven siquiera a pensar en la posibilidad de declarar que esos presuntos crímenes están prescriptos, que las leyes y tratados penales no pueden aplicarse retroactivamente, que la amnistía es un derecho definitivamente adquirido, que los indultos no pueden ser anulados. Saben estos jueces que presenciarán una secuencia de testimonios perfectamente orquestados desde la Secretaría de Derechos Humanos y saben que hay una firme e indoblegable decisión política de condenar a los imputados por el crimen fundamental de haber aplastado la subversión en los años setenta.
Y saben algo más: saben que si no cumplen esa decisión política, perderán sus cargos. O sus ascensos. O su tranquilidad.
Las condenas son irremediables.
Aceptan por ello estos señores magistrados, salvo honrosas excepciones, participar servilmente en la feroz persecución desatada por los ex terroristas y oportunistas políticos contra los oficiales y suboficiales y policías que los derrotaron con las armas en aquella terrible guerra sucia que azotó a la Argentina de los setenta. Y, además, hacen lo necesario para martirizarlos, obligando a los oficiales y suboficiales, a los hombres probos y corajudos como JaimeSmart y a los ancianos y enfermos a comparecer esposados ante la jauría ululante y henchida de odio.
Y así los juicios continúan, interminables. Pese a las amnistías, pese a los fallos judiciales firmes que en su momento las avalaron, pese a los indultos, pese a la irretroactividad de la ley, pese a los testigos falsos, y sobre todo pese a la evidencia de la persecución política. Pese a todo, los juicios continúan, se inician y se reinician día a día por la evidente razón de que han sido cuidadosamente pergeñados, no sólo como una venganza de los terroristas contra sus enemigos de ayer, sino –y sobre todo- como un ariete destructivo de las fuerzas armadas y de las fuerzas policiales argentinas.
Los planificadores de esta guerra judicial han pensado bien las cosas y han concluido que para terminar con la Argentina como Nación cristiana necesariamente hay que destrozar material y moralmente a sus Fuerzas Armadas porque en el seno de ellas –pese a las infinitas y terribles torpezas cometidas por sus propios jefes- en la organización de estas fuerzas, con todas sus grandes virtudes y terribles defectos, se encuentra una reserva esencial de la nacionalidad, del orden y de la jerarquía de los valores fundamentales de nuestra sociedad. Su solo carácter de fuerzas armadas, con sus marchas, sus tradiciones, su visión cristiana de la vida, su enaltecimiento del coraje, del patriotismo y del honor, las convierten necesariamente en el reservorio de la nacionalidad y de la defensa de los valores tradicionales. .
De ahí el ataque furibundo que destroza su orgullo colocando a su frente una retorcida mujer montonera, que humilla a sus mandos y los somete permanentemente al deshonor. Por eso también la persecución insidiosa y permanente contra todos los ex oficiales que obedeciendo las órdenes la enfrentaron en los 70. Por eso también esta terrible humillación mediática del pseudo matrimonio de dos militares maricones.
Si tuviera que elegir dos actos simbólicos de la destrucción moral de las Fuerzas Armadas y de la Justicia, estos podrían ser: el primero, el de las fuerzas armadas, la imagen de aquel infeliz general trepado a un banquito –frente a la canalla que así se lo exigía- para bajar el retrato de quien había sido su comandante. El segundo símbolo, el de la Justicia destruida, el acto universitario de desagravio al señor Zaffaroni que mencioné más arriba.
Hace pocos días, el Dr. Alfredo Solari leyó su alegato defensivo de un grupo de militares ante el Tribunal Oral n° 5 de Buenos Aires. Les puedo asegurar a ustedes que ponía la piel de gallina presenciar la secuencia de verdades de a puño con las que Solari abofeteaba, frente a frente, a los jueces de dicho tribunal, mostrándoles con hechos y documentos hasta que punto han perdido el derecho de llamarse jueces de la Nación.
Esto es lo que está pasando en la Argentina.
Esto sucede cuando con toda impudicia y sin escándalo alguno el señor Luis Duhalde es colocado nada menos que al frente de la Secretaría de Derechos Humanos. Parece uno de esos chistes que mis nietos me formulan algunas veces: ¿Cuál es el colmo de los Derechos Humanos? Y la respuesta risueña: “tenerlo a Luis Duhalde como su director”.
Si un país ha podido llegar a este colmo impresionante sin que estallen indignados los medios de prensa y radiales y sin que a mucha gente le importe absolutamente nada, si ha podido aceptar tranquilamente que una ex terrorista sea la comandante de las fuerzas armadas y ahora de las fuerzas de seguridad, ¿qué más se puede esperar? ¿Qué más bajo que eso se puede caer?
Pero basta de lamentos. Gerardo Palacios Hardy ha de estar sulfurándose en su asiento, ya que acaba de escribir en un artículo que la buena resistencia existe en la Argentina, aunque no parezca. Todavía es débil, indecisa, dice, está falta de líderes. Pero está también cada vez más enojada. ¡Cuidado con el derrotismo!, advierte, que estar derrotado no es lo mismo que estar vencido.
Nuestra Asociación de Justicia y Concordia fue creada, precisamente, para enfrentar este ambiente negativo, para luchar contra toda esta impudicia, para clamar contra estos montoneros encumbrados en los altos puestos del poder de turno que no van a durar para siempre.
Fundamos esta Asociación, que crece día a día, en medio del triunfo del enemigo, en medio de nuestros militares encarcelados, en medio de las muertes en prisión de muchos de ellos, en medio de un proceso casi ya triunfante de destrucción de nuestras fuerzas armadas, en medio del exitismo incontrolable de un kirchnerismo ensoberbecido y de una justicia aplastada y olvidada del significado de su juramento de impartir justicia.
Nacimos como Asociación precisamente cuando agonizan las fuerzas armadas, cuando agonizan las fuerzas de seguridad y cuando agoniza la justicia. Y sobre todo cuando gran parte de nuestra sociedad parece adormecida en medio de todo este oprobio.
No nacimos, por ende, para rendirnos porque el presidente de la Corte, señor Lorenzetti, se haya plegado de lleno a la venganza y a la persecución, o porque Luis Duhalde siga a cargo de los derechos humanos o porque Verbitzki siga repartiendo su veneno día a día y cada vez con más medios económicos para hacerlo.
Quienes creamos esta Asociación estamos convencidos de que no podemos mirar para otro lado mientras estos marxistas disfrazados de peronistas, y los oportunistas que se les adhieren destruyen sistemáticamente nuestra patria, mientras siguen empeñados en destruir, una por una, la totalidad de nuestras instituciones y de nuestro orden jurídico, mientras pervierten a nuestras juventudes con manuales de estudios inmorales y mentirosos, con el dominio de los medios televisivos y radiales, con la persecución despiadada a los medios que no trabajan para ellos.
Nuestra Asociación persigue y seguirá persiguiendo sin desmayo el retorno del orden, de la Justicia y de la Concordia en la Argentina. Justicia que requiere que nuestros jueces despierten de una buena vez y dejen de temblar, y Concordia que exige que los buscadores del odio, de la venganza y de la persecución abandonen los puestos directivos que hoy ocupan y vuelvan a sus casas –o a la cárcel muchos de ellos- a rumiar sus resentimientos en soledad.
Por eso decidimos denominar a nuestra asociación con esos dos vocablos –Justicia y Concordia- que denuncian los dos males contrarios que envenenan a nuestra sociedad: la corrupción de la justicia al someterla a los dictados de intereses ideológicos y la destrucción de la concordia incentivando la mentira, venganza y el odio.
Queremos restaurar la justicia en la Argentina. No sólo buscamos que vuelvan a ser jueces los hombres que integran la administración de la justicia, sino que queremos restaurar también, fundamentalmente, la idea misma de la justicia en nuestra sociedad. La necesidad imperiosa de que vuelva a brillar en la Argentina, en el conjunto de los argentinos, la virtud de la justicia como un valor esencial a su existencia.
Y queremos restaurar la concordia entre los argentinos. No por cierto con falsos abrazos con quienes persisten en su idea de destrucción de la Argentina, sino con todos aquellos que, aun cuando enfrentados ayer, por encima de sus múltiples diferencias políticas actuales hoy quieren una Argentina en la que impere el orden, la libertad y en donde las instituciones funcionen como tales.
Permítanme ahora detenerme un momento para formular dos o tres preguntas de auto-examen:
¿No será que los de Justicia y Concordia estamos completamente equivocados?
¿No será que los jueces federales que juzgan a los hombres de las fuerzas armadas y de seguridad creen sinceramente que imparten justicia y que así actuarían aunque el gobernante de turno fuera la Junta Militar y no el gobierno de los Kirchner?
¿No será que el ex presidente Kirchner y la presidenta actual no están manejando la justicia como un arma de odio y de venganza, sino guiados exclusivamente por el amor a la patria y a la justicia y lo mismo harían si la imputada de cometer crímenes de lesa humanidad fueran Bonafini, o Luis Duhalde o Verbistzky o Kunkel?
No hace falta responder estas preguntas, me parece.
Hace algunas semanas, caminando hacia la salida de la cárcel de Marcos Paz después de haber visitado y charlado con varios de los presos militares y policiales allí detenidos, me asaltó la pregunta de por qué diablos estas visitas carcelarias a gente que sufre semejante injusticia resultan tan impresionantemente aleccionadoras para el visitante. Por qué uno sale de allí, digamos, tan notablemente reconfortado.
La respuesta, me dije mientras trasponía las últimas puertas del penal saludado siempre amablemente por los guardias penitenciarios, es evidente: uno sale reconfortado y con nuevos bríos porque siente que ha estado con hombres que quieren realmente a su país, que sufren enormemente la prisión que padecen, pero que también sufren por lo que le pasa a la Argentina. Uno siente, en definitiva, que ha estado con hombres patriotas, ese espécimen que está lamentablemente en extinción; hombres que aman a su patria.
Queda poco de eso afuera, o está muy callado. Pero allí adentro sí que queda. Yo no digo que cada preso político sea un patriota, pero sí que los hay en gran cantidad.
Marcos Paz, Campo de Mayo, Ezeiza, Bower y otras muchas cárceles del interior del país, son hoy un reservorio de argentinos patriotas encerrados por impulso de la subversión triunfante y la complicidad de muchos de nuestros tribunales, especialmente el más alto tribunal del país. La cárcel, la persecución, la arbitrariedad judicial, la venganza subversiva, el odio, la indiferencia política y social por su suerte y las privaciones a las que la sociedad los somete como premio por haber obedecido a sus superiores en el combate contra la subversión, no han conseguido extinguir ese patriotismo sino que más bien parecen haberlo acentuado.
Es claro que habrá allí, como en cualquier lado, buenos y malos, honestos y deshonestos, mejores y peores, pero es indudable que uno percibe en el conjunto, como si se palpara, el fuerte amor hacia esta patria nuestra, más allá de sus congéneres desagradecidos y acomodaticios.
Desean la libertad y el regreso al hogar con ansia desesperada, pero la adversidad –tal vez porque son soldados- en lugar de envilecerlos los ha hecho crecer en hombría y en patriotismo. Se mueren muchos de estos hombres de sesenta, setenta y ochenta años o más, por falta de la debida atención médica, pero mantienen alto el espíritu de sacrificio y los oficiales siguen dando ejemplo de templanza.
Y termino ahora preguntando: ¿Nos queda algo para ser optimistas?
Sí, señores. Pese a todo lo negativo que nos rodea, nos queda algo. Nos queda mucho, en realidad.
Nos queda el interior de la Argentina, los hombres de las provincias, los hombres del campo que en su momento mostraron lo que son capaces cuando advierten que se quiere destruir el país. Esa gente sigue estando, muchas veces a pesar de algunos dirigentes que, como decía Almafuerte parecen tener “la cobarde intrepidez del pavo, que amaina su plumaje al primer ruido”. La gente está. Sólo espera apoyar a alguien que con patriotismo real represente la verdadera reacción. Alguien que, frente a este cachivache destructivo que llaman “modelo”, no les ofrezca un poco más o menos de eso mismo, como ocurre con la oposición política, sino que proponga un verdadero gobierno para una Argentina fuerte y sana.
Nos quedan nuestros hombres presos en Buenos Aires y en el interior, formidables faros de coraje y de honor que cada miércoles que los visitamos allí en Buenos Aires, o cuando lo hemos hecho en Santa Fe, Salta, Corrientes, Chaco, Córdoba, nos dan ejemplo de un patriotismo inclaudicable.
Nos quedan esas mujeres, esposas, hermanas e hijas de militares y policías, luchadoras sin desmayo que han sido y son nuestro ejemplo diario de entrega y de lucha.
Nos quedan los jueces probos, que los hay todavía.
Nos queda quedan Universidades como esta que hoy nos recibe y nos permite cantar verdades cuando tantos callan.
Nos quedan, pese a todo, tantos militares en actividad y tantos policías honestos, que esperan les devuelvan sus banderas sanmartinianas para volver a formar patriotas.
Nos queda esta Asociación por la Justicia y la Concordia, que en poco tiempo reunió a 400 integrantes y crece día a día.
Nos quedan ustedes aquí presentes. Y también nos queda una gran masa de argentinos que aunque hoy parecedesprevenida en cuanto a esta destrucción sistemática de las bases en las que se asienta su propia historia y su propio destino, sin duda en algún momento reaccionará y apoyará la buena causa para que el orden, la Justicia y la Concordiaretornen a nuestro país.
Y por sobre todas las cosas, nos queda nuestra Madre, la Virgen María, quien ruega a su Hijo por este buen combate. Y nos queda nuestro Jefe imbatible, único Rey y Señor de la Historia, Jesucristo, quien nos asegura la gran victoria final, pase lo que pase en el camino.
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