Antes de todo, es necesario subrayar que existe una situación en la
cual el católico debe ser siempre intolerante, y esta regla no admite
excepciones. Es cuando se desea que, para complacer a otros, o para
evitar algún mal mayor, practique algún pecado. Pues todo pecado es una
ofensa a Dios. Y es absurdo pensar que en alguna situación Dios pueda
ser virtuosamente ofendido.
Y esto es tan obvio, que parecería superfluo decirlo. Entre tanto, en
la práctica, cuántas veces sería necesario recordar este principio.
Así, por ejemplo, nadie tiene el derecho de, por tolerancia con los
amigos, y con la intención de despertar su simpatía, vestirse de modo
inmoral, adoptar las maneras licenciosas o livianas de las personas de
vida desarreglada, ostentar ideas temerarias, sospechosas o incluso
erróneas, o alardear de tener vicios que en la realidad -por la gracia
de Dios- no se tienen.
Que un católico, consciente de los deberes de fidelidad que tiene en
relación con la escolástica, profese otra filosofía sólo para granjearse
simpatías en cierto medio, es una forma de tolerancia inadmisible. Pues
peca contra la verdad quien profesa un sistema que sabe que tiene
errores, a pesar de que estos no sean contra la fe.
Pero los deberes de la intolerancia, en casos como estos, van más lejos.
No basta que nos abstengamos de practicar el mal. Es incluso un deber que nunca lo aprobemos, por acción o por omisión.
Un católico que, ante del pecado o del error, toma una actitud de
simpatía, peca contra la virtud de la intolerancia. Es lo que se da
cuando se presencia, con una sonrisa, sin restricciones, una
conversación o una escena inmoral; o cuando, en una discusión, se
reconoce a otros el derecho a abrazar la opinión que quieran sobre
religión. Esto no es respetar a los adversarios, sino ser conniventes
con sus errores o pecados. Esto es aprobar el mal. Y esto, un católico
no puede hacerlo jamás.
A veces, sin embargo, se llega a eso pensando que no hay pecado
contra la intolerancia. Es lo que ocurre cuando ciertos silencios frente
al error o al mal dan la idea de una aprobación tácita.
En todos estos casos, la tolerancia es un pecado, y sólo en la intolerancia consiste la virtud.
Leyendo estas afirmaciones es admisible que ciertos lectores se
irriten. El instinto de sociabilidad es natural al hombre. Y este
instinto nos lleva a convivir con los otros de modo armonioso y
agradable.
Ahora bien, en circunstancias cada vez más numerosas, el católico
está obligado, dentro de la lógica de nuestra argumentación, a repetir
delante del siglo el heroico «Non Possumus» de Pío IX: No podemos
imitar, no podemos concordar, no podemos callar. Enseguida se crea en
torno de nosotros aquel ambiente de guerra fría o caliente con que los
partidarios de los errores y modas de nuestra época persiguen con
implacable intolerancia, y en nombre de la tolerancia, a todos los que
osan no concordar con ellos. Una cortina de fuego, de hielo, o
simplemente de celofán nos cerca y aísla. Una velada excomunión social
nos mantiene al margen de los ambientes modernos. Y a esto el hombre
tiene casi tanto miedo como a la muerte. O más que a la propia muerte.
No exageramos. Para tener derecho de ciudadanía en tales ambientes,
hay hombres que trabajan hasta matarse con infartos y anginas cardíacas;
hay señoras que ayunan como ascetas de la Tebaida, y llegan a exponer
gravemente su salud. Para perder una «ciudadanía» de tal «valor», sólo
por amor a los principios, ¡sería necesario realmente amar mucho a los
principios!
Otra dificultad es la pereza. Estudiar un asunto, compenetrarse de
él, tener enteramente a mano en cualquier oportunidad los argumentos
para justificar una posición: cuánto esfuerzo… cuánta pereza. Pereza de
hablar, de discutir, es claro. Sin embargo, aún más, pereza de estudiar.
Y sobre todo, la suprema pereza de pensar con seriedad sobre algo, de
compenetrarse de algo, de identificarse con una idea, un principio! La
pereza sutil, imperceptible, omnímoda, de ser serio, de pensar
seriamente, de vivir con seriedad, cuanto aparta de esta intolerancia
inflexible, heroica, imperturbable, que en ciertas ocasiones y en
ciertos asuntos es hoy como siempre el deber del verdadero católico.
La pereza es hermana de la displicencia. Muchos preguntaran por qué
tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto sacrificio, si una golondrina no hace
verano, y con nuestra actitud los otros no mejoran. ¡Extraña objeción!
Como si debiésemos practicar los Mandamientos sólo para que los otros
los practiquen también, y estuviésemos dispensados de hacerlo en la
medida que los otros no nos imiten.
Testimoniamos delante de los hombres nuestro amor al bien, y nuestro
odio al mal, para dar gloria a Dios. Y aunque el mundo entero nos
reprobase, deberíamos continuar haciéndolo. El hecho de que los otros no
nos acompañen, no disminuye los derechos que Dios tiene a nuestra
entera obediencia.
Pero estas razones no son las únicas. Existe también el oportunismo.
Estar de acuerdo con las tendencias dominantes, es algo que abre todas
las puertas y facilita todas las carreras. Prestigio, confort, dinero,
todo. Todo se torna más fácil y más al alcance si se concuerda con la
influencia dominante.
De este modo, puede verse cuánto cuesta el deber de la intolerancia.
Lo que nos da el punto de partida para el artículo siguiente, donde
pretendemos tratar de los límites de la intransigencia y de los mil
medios que hay para eludirla.
Fuente: Acción Familia
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