Por el P. Juan Antonio Ruiz, LC
(fragmento de la nota original)
Un amigo sacerdote fue destinado durante un verano a trabajar en Kazajistán,
país que, en ese momento, empezaba a saborear su independencia. Al
llegar ahí, se dio cuenta de la escasez de sacerdotes y de la grandeza
de la misión en ese país. De hecho, pudo visitar lugares que no habían
sido evangelizados nunca, el sueño de todo misionero.
Un día acompañó a otro sacerdote, un polaco, a celebrar la misa en un
pueblo. Se trataba de una localidad perdida y pensaban que no serían
recibidos sino por algún despistado. De hecho, a unos pocos metros antes
de llegar al pueblo, un policía detuvo el coche y les obligó a bajarse y
a montar un burro: «Tienen que entrar así». Sin entender lo que de
verdad estaba sucediendo, se subieron a los lomos de los jumentos. Al
llegar al área de la localidad, su estupefacción fue mayor cuando
comprobaron que toda la gente salía a recibirlos con palmas y flores,
recibiendo al primer sacerdote de su historia.
El gentío los condujo hacia el centro del pueblo, a la plaza principal. Ahí, sentada en una silla, una anciana los miraba sonriente.
Le ayudaron a levantarse y cuando tuvo a los sacerdotes delante de
ellos, se arrodilló y dijo: «¡Bienvenido, Jesucristo!». El sacerdote
polaco pensó que a la pobre mujer le fallaba ya el quinto piso y,
benévolo, le respondió que no era Jesucristo, sino un ser humano como
ella. La viejecita volvió a responder: «No, padre. Usted es Jesucristo para nosotros, pues nos trae, por primera vez, la Eucaristía».
Indagaron quién era esa buena señora. Lo que averiguaron les dejó atónitos: esa viejecilla había enseñado el catecismo a todo ese pueblo
durante el tiempo del comunismo ateo de la Unión Soviética. Sin la
posibilidad de tener sacerdotes, fue gracias a ella que todos ahí
profesaban la fe católica.
Hubiese dado cualquier cosa por conocer a esa viejecilla. Y no sé
ustedes, pero ¡cómo echo de menos mujeres así en nuestra civilización
occidental! No que nos las haya, pero ¡son ya tan pocas! Mujeres
valientes, que van contracorriente, que saben poner prioridades en sus
vidas, que su amor es auténtico. Estoy convencido que el mayor mal que se ha hecho a la humanidad ha sido una mal entendida liberalización de la mujer,
en donde nos han robado a las madres de familia, a las educadoras de
los valores más elementales, a las novias fieles y alegres a la vez, a
las chicas entusiastas pero que saben vivir con modestia, a las esposas
que reparten amor a manos llenas. Y los hombres, al no tener esa
columna, es como más fácilmente caen a su vez en sus propios males; esos
que, tantas veces, las mismas mujeres les achacan.
Fuente: http://infocatolica.com/?t=opinion&cod=11190
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