Por Enrique
Guillermo Avogadro
"La democracia no es
sólo convocar elecciones: es Estado de derecho, sistema de reglas, poderes
separados, prensa autónoma, magistratura independiente." Gianni Vernetti
Quienes nos consideramos
adversarios de este Gobierno estamos obligados, por la historia y por la hora,
a ofrecer a nuestros conciudadanos algunas propuestas básicas que les permitan
soñar y respondan, más allá de cualquier bandería política y centrados sólo en
el amor a la Patria y en el sentido común, como herramientas para sacar a la
Argentina de este marasmo de sinrazón en el que se encuentra sumida.
Para comprender la urgencia
del tema, por el obvio paralelismo con lo que nos sucede, creo que una excelente
y, a la vez, imprescindible idea es asistir a una conferencia que diera la
Diputada María Corina Machado, una audaz y comprometida venezolana, que
describe lo sucedido en su país, tanto en su gobierno cuanto en la oposición.
Basta con pinchar en este link –o copiarlo en el navegador de Internet- para
llegar a ella: http://tiniurl.com/9aogf4b.
No se trata ya de criticar a
la familia imperial, que sólo reprodujo a escala nacional el modelo que ya
había aplicado en Santa Cruz y que muchos prefirieron ignorar. Al contrario,
creo que lo que pasó, pasó, y no tiene arreglo y, por eso, formulo una
propuesta para actuar sobre el presente, para tratar de tener un futuro, como
país, como república y como sociedad, en paz y libertad.
En ese sentido, creo que los
diez principios convocantes, aún
para quienes piensen distinto en los detalles, deben ser:
1. Respetar irrestrictamente la Constitución, las
leyes y los contratos.
2. Renovar el federalismo, con su natural correlato en
un nuevo ordenamiento fiscal que devuelva a las provincias sus recursos.
3. Afianzar la división de poderes del Estado, con una
limpieza profunda del Poder Judicial, para devolver a los ciudadanos la garantía
frente a los abusos del Ejecutivo.
4. Recrear los organismos de control del Estado, dando
a la oposición el rol que las leyes le atribuyen en la integración de los
mismos, y terminar con la influencia de la política en el Consejo de la
Magistratura.
5. Aplicar un régimen de “tolerancia cero” a los
delincuentes y a las fuerzas de seguridad.
6. Establecer una política fiscal responsable para
terminar, en el más breve plazo posible, con el flagelo de la inflación.
7. Recuperar la seguridad jurídica, para que vengan al
país las indispensables inversiones, con control estatal de su aplicación y
destino.
8. Luchar frontalmente contra la droga y su tráfico, y
contra el lavado de dinero.
9. Establecer la obligatoriedad del “juicio de residencia”
para todos los funcionarios de alto nivel del Estado al dejar su cargo, para
que expliquen y justifiquen su eventual incremento patrimonial.
10. Restaurar la
enseñanza pública de excelente nivel, y el principio de autoridad en las aulas
y claustros.
Si logramos unirnos detrás de
esas banderas, que deberían ser comunes a todos los ciudadanos de bien,
podremos convertir a la Argentina en el país que debiera haber sido, dejando de
ser éste, un verdadero paria, en el que lo hemos transformado. Esa es la
sintética propuesta que contiene “La Argentina que quiero” (http://tinyurl.com/9r9kn4d),
ese punto de reunión que hemos creado para aunar esas voluntades dispersas,
pero que exigen soluciones inmediatas.
Por lo demás, se están
organizando dos marchas cívicas, los días 13 de septiembre y 1º de octubre, a
las que resulta indispensable que la ciudadanía concurra, para expresar que no
quiere otro país y defender la libertad y la Constitución. Y otra buena idea,
que pertenece a Jorge Raventos, es
que los gobernadores no oficialistas –Macri,
De la Sota y Bonfati- convoquen
a sendos plebiscitos en sus provincias, para preguntar a sus habitantes si
tienen interés en que se modifique la Carta Magna y se permita la re-reelección
de la viuda de Kirchner.
La eterna viuda de Kirchner dijo, esta semana, que creía descender de algún
gran arquitecto egipcio. Más allá del delirio faraónico que ello implica, que
sucede a su “sentirse Napoleón”, alguien debería explicar
a nuestra primera mandataria que su presunto antecesor construyó monumentos que
han durado siete mil años, y ni siquiera Hitler,
con su Reich de 1000, logró algo parecido.
La encuesta de Management
& Feet de la semana pasada, que desnudó la velocidad con que está cayendo
la imagen del Gobierno y de la señora Presidente –casi la de un piano en el
vacío- no sólo llegó como un huracán destituyente a Olivos, afectando la
golpeada psiquis de la primera mandataria, sino que ha llevado a las primeras
espadas del cristinismo a acelerar el proyecto de reducir la edad mínima para
emitir el voto a los dieciséis años y a otorgar esa facultad a los extranjeros
que residen permanentemente en el país.
En el imaginario oficial, toda
esa gente –nada menos que tres millones de electores potenciales- se inclinaría
por los candidatos del Gobierno, permitiendo a éste alcanzar el indispensable
umbral del 40% y, con ello, mejorar las hoy remotas chances –salvo que otra vez
prime la estupidez o la codicia de los opositores- de obtener los dos tercios
de los votos totales que la Constitución exige para su modificación. Demás está
decir que, desde las usinas de la Casa Rosada, también se está motorizando la
difusión de la teoría que pretende que, donde dice “totales”, debe entederse
“presentes”; supongo que eso permitiría a muchos legisladores con súbitas
afecciones prostáticas intentar quedar bien, como sucedió durante la sanción de
la confiscación de Ciccone, con Dios y con el diablo, ya que les daría la
posibilidad de dar quórum, como necesita el Gobierno, e irse al baño a la hora
de votar.
Sin embargo, quienes están
militando a favor de esos peregrinos proyectos –pretender que es sano votar a
los 16, cuando la mitad de los estudiantes secundarios no consiguen entender lo
que leen es, cuando menos, una infamia- parece que no han prestado demasiada
atención a un dato concreto de la tan preocupante encuesta: la mayoría de los
jóvenes se inclina por Mauricio Macri, no por doña Cristina. Y esto es
comprensible, ya que en su casa y en el colegio perciben que el dinero ya no
alcanza, que la inseguridad los afecta en directo y los asquea la descarada
corrupción de los funcionarios, casi tanto como la falta de entonación de Guita-rrita cuando canta, aunque lo haga
acompañado por un granadero de uniforme.
A pesar de la conspicua
ausencia de la inseguridad en todos los discursos oficiales, salvo cuando se la
menciona como “sensación”, se trata del mayor problema de la época, tal como muestra
el relevamiento mencionado: nada menos que el 84,1% lo considera así. El
segundo es, obviamente, la inflación, y la corrupción está comenzando a subir
rápidamente en el ranking. Por explicables razones, la señora Presidente no
habla de ninguno de los tres, mientras fustiga a sus gobernados con sus
prolongadas diatribas en cadena.
Debemos plantarnos frente a
este relato, y decir la verdad. Más allá de la natural adhesión que generan las
políticas clientelísticas sobre los más necesitados, y con una profunda
confianza en su instinto profundo, Pero, para que eso funcione, debemos
explicar a esos presuntos votantes del oficialismo prebendario cuánto debe su
miseria actual al populismo del Gobierno. Contar, en cada barrio y en cada
villa, que las privaciones que padecen, que el temor a perder lo poco que
tienen y hasta el empleo se debe, exclusivamente, a las políticas pseudo
progresistas que el cristinismo aplica.
Tenemos que salir a difundir
la verdad. A relacionar las inversiones con el progreso, con la educación, con
el trabajo, con el salario, con la vivienda, y contarle a quienes lo ignoran
que, sin ellas, nada de eso será posible, que cada vez serán más pobres. Nadie,
en su sano juicio, pretende que el Estado desaparezca, pero sí que cumpla sus roles
específicos, aplicando políticas que tiendan al desarrollo común y armónico;
pero tampoco que se haya transformado, otra vez, en el monstruo capaz de
consumir todo esfuerzo y toda iniciativa individuales, sometidas al solo
arbitrio de los funcionarios de turno.
Para concluir, citaré a
Cicerón quien, cien años antes de Cristo, dijo: “El buen ciudadano es aquél que no
puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes”. Parece mentira que, veinte siglos
después, aún no lo hayamos aprendido.
Bs.As., 2 Sep 12
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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