Por Edgardo Atilio Moreno
“Cada pueblo, como cada hombre,
tiene en la historia su destino,
su carga, su misión”
(Federico Ibarguren)
En el nº 1 de la revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, Ernesto Palacio escribió un articulo titulado “La historia oficial y la historia”. En su introducción este notable historiador se preguntaba por qué los alumnos de las escuelas manifestaban tan poco interés por la historia patria. La respuesta esbozada fue que ello no se debía a una falta de patriotismo de los mismos sino a que los escolares intuían que en esta materia existía una “enorme mistificación” por lo que la misma no servía para solucionar los grandes problemas nacionales.
En efecto, la historia oficial que durante más de un siglo se enseñó a generaciones de argentinos se construyó para cumplir la función de un mito, o mejor aún, para crear una falsa tradición que sea capaz de sostener un proyecto político, económico y cultural de matriz antinacional. Por ende no le permitió a nuestro pueblo tener conciencia de su identidad y proyectar su continuidad histórica como nación. Es decir, no le permitió a la Argentina salir del estado de postración y de fracaso en el que cayó desde que dejó de ser soberana. El mencionado autor lo decía claramente en otro de sus trabajos: “no hay Patria sin historia, que es la conciencia del propio ser… no sabemos que hacer por que no sabemos lo que somos”.
Y todo ello fue consecuencia de un hecho trágico en nuestro devenir, la derrota nacional de Caseros. A partir de entonces quienes derrocaron a Rosas comenzaron con la falsificación de nuestra historia.
Los primeros que se abocaron a esa innoble tarea fueron Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, y lo hicieron con una flagrante deshonestidad heurística, seleccionando maliciosamente las fuentes documentales, ocultando o prescindiendo de todo aquello que no les convenía; y sobre todo aplicando una hermenéutica falaz y antinacional que interpretaba los hechos conforme a una ideología y a unos intereses espurios.
Ese relato que hicieron, lleno de “mentiras a designio” como quería Sarmiento; e inspirado en los “nobles odios” que recomendaba Mitre, se impuso a los argentinos de manera absoluta, y constituyó la versión consagrada y canónica de nuestro pasado, con más cualidades que en el derecho tiene la “cosa juzgada”.
Toda crítica o disenso con esta historia oficial fue tomada como si se tratase de una herejía o una injuria a los “próceres”; tal es así que el mismísimo Juan B. Alberdi —volviendo de su liberalismo apátrida— supo decir con razón que “en nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento o cía., han establecido un despotismo turco en la historia”.
Con esta historia falsificada se pretendió ocultar el accionar del imperialismo en nuestra patria y justificar todas las traiciones perpetradas por los enemigos del Caudillo, sobre quienes pesaba la ignominia de haber actuado en permanente connivencia con las potencias extranjeras.
Por otro lado, con este relato se procuró legitimar el nuevo modelo de país a instalar, a saber, un modelo centralista, oligárquico, laicista y agroexportador dependiente.
Ese modelo de país se inspiró básicamente en las ideas de Alberdi y Sarmiento, resumidas en la dicotomía “Civilización o barbarie”; y según la cual lo “bárbaro” era todo lo autóctono, lo criollo, lo americano con todo el bagaje cultural hispano-católico. En cambio lo “civilizado” era lo extranjero, lo europeo y especialmente lo anglosajón.
Esa dialéctica que en definitiva repudiaba todo lo que fuera nuestro, originó un sentimiento de autodenigración en los argentinos, y una falta de confianza en nuestras fuerzas que aún perdura.
Fue ese pensamiento base el que permitió la subordinación de nuestra Patria a la potencia hegemónica que desde siempre quiso dominarnos.
Y es que, como diría Julio Irazusta en “Balance de siglo y medio”: “los dirigentes formados por Sarmiento y Alberdi, responsables de la tradición que prevalece en el país, no podían recibir de aquellos maestros, ni de sus obras ni de sus vidas, las enseñanzas necesarias para tener fe en el país y voluntad de engrandecerlo”.
Por eso la historia fundada sobre esa dialéctica y sobre la ideología liberal, no sirvió ni para consolidar nuestro Ser Nacional, ni para tener una política auténticamente soberana. Sólo sirvió para aquello para lo cual en realidad fue concebida; para ocultar al pueblo que teníamos una clase dirigente cipaya, que cometió incontables crímenes, que descristianizó nuestra cultura, que acabó con el federalismo, y que arruinó la economía del país, para beneficio propio y del extranjero.
En definitiva la historia así escrita solo resultó funcional para los intereses de la oligarquía, de la masonería, y del imperialismo.
Como reacción a esta amañada y nefasta historia oficial surgió, alrededor de los años 30, el revisionismo histórico.
Un primer antecedente —a fines del siglo XVIII— de lo que sería esta escuela lo dio Adolfo Saldías, un hombre salido de la misma riñonada del liberalismo pero de notable honestidad intelectual.
Luego vendrían los brillantes historiadores que dieron origen y nutrieron al Revisionismo, Carlos Ibarguren, Alberto Ezcurra Medrano, Julio Irazusta, Roberto de Laferrere, Vicente Sierra, Ernesto Palacio, Manuel Gálvez, Federico Ibarguren, y Ramón Doll, entre otros.
Estos autores sufrieron desde el comienzo lo que se dio a llamar la conspiración del silencio; y a pesar de la innegable calidad científica de su producción historiográfica fueron marginados de los ámbitos culturales, excluidos de las cátedras, ignorados por las editoriales, y perseguidos por el Estado liberal.
Sin embargo no fue el rédito personal o la vanagloria lo que buscaban los revisionistas, el solo hecho de adherir a esta escuela era la renuncia expresa a ello.
Los principales objetivos que tenían quienes adhirieron a aquel revisionismo fundacional fueron dar a conocer nuestra verdadera identidad, develar la verdad histórica, e interpretar los hechos conforme al interés nacional; concientes de que con esos objetivos la historia cumpliría con su función de ser maestra de vida.
Lamentablemente dentro del revisionismo no hubo desde el principio una unidad doctrinal, y algunos de sus exponentes dieron origen a una expresión populista y clasista que encontró un gran impulso ligada al fenómeno político del peronismo. Tampoco faltaron los autores confesamente marxistas que se autotitularon revisionistas sin serlo en realidad.
Antonio Caponnetto, en un reportaje publicado en la revista “Verbo” Nº 297, se refiere a estas cuestiones con claridad y contundencia: “El revisionismo original procuró en todo momento, mediante la rectificación de los errores a designio, el redescubrimiento y la consiguiente revalorización de nuestra estirpe hispanocatólica… los móviles políticos eran inocultables pero enteramente legítimos. Por la rehabilitación de la verdad histórica llegar a la reivindicación de la política cristiana al servicio de la identidad nacional… Pero llegó el populismo y las aguas se enturbiaron. Enancado en él el socialismo nacional y el tercermundismo, el análisis marxista de los hechos y el ideologismo más craso campeando a sus anchas. Llegaron los Ortega Peña y Duhalde, los Cooke y Hernandez Arregui, los Artesano y los Puigróss. Llegó Abelardo Ramos y José María Rosa. Y no quisieron dejar de llegar Jauretche o Fermín Chavez”.
Efectivamente, el revisionismo al develar la verdad sobre el significado de Juan Manuel de Rosas en nuestra historia, encontró en él al máximo exponente de una política cristiana al servicio de los intereses nacionales.
Rosas es el César de las pampas, es el príncipe cristiano, el dictador honrado, que impone el orden, que reivindica nuestra identidad, y defiende los intereses de la nación. Por ello Rosas fue el hombre más odiado por el liberalismo y la masonería; por eso su obra y su significado se tergiversó; y por ello también el revisionismo se centró en el estudio de su figura.
De ahí el radical rechazo y el desdén de los historiadores “profesionales” por el verdadero revisionismo histórico. Enfeudados con el poder establecido y las ideologías dominantes, les espanta la posibilidad de que el “tirano” gane batallas después de muerto. Como dice Caponnetto en el tomo I de su obra “Los críticos del revisionismo histórico”, “moléstales… que se pueda colegir del revisionismo la licitud de un gobierno fuerte y aristocrático…”
Pero no sólo desde la historia oficial se desfiguró la imagen del Restaurador. El revisionismo populista cometió el grave error de adulterar al verdadero revisionismo, haciendo de Rosas un demócrata, un adelantado del socialismo, un emergente de las masas populares que interpreta y ejecuta los deseos de ésta.
Aquellos vientos trajeron las actuales tempestades. Del revisionismo ideologizado que desvirtuó a Rosas para hacerlo compatible con las políticas populistas y clasistas; llegamos al engendro historiográfico que promueve el gobierno actual.
En efecto, hoy el kirchnerismo ha exacerbado las heterodoxias dando origen a un pseudo y falso revisionismo que abreva directamente en el marxismo, el indigenismo, y paradójicamente en la misma historia oficial mitrista.
Ocuparnos de él excede el propósito de este artículo, sólo dejamos aquí consignado que eso no tiene nada que ver con el revisionismo en ninguno de sus matices.
Y volviendo al principio digamos que si la Argentina quiere reencontrarse consigo misma, sacudirse el yugo que la agobia, y recuperar su destino de grandeza, debe empezar por conocer su verdadera historia.
Una verdad dijo Miguel Cané en “Juvenilia”, cuando en las primeras páginas del libro describió a un personaje triste, apodado “Binomio”, ducho en las matemáticas pero ignorante en cuanto al conocimiento histórico, cuyo destino terminó siendo el trazado manual de las líneas de los cuadernos que los alumnos usarían. “El que no sabe historia, no hace camino”, diría el novelista liberal; como alertándonos sobre lo que hacían sus conmilitones. Y es cierto, un país que no conoce su historia, que vive creyendo en mentiras, tiene un triste final, como Binomio.
Para salvarnos de ese oprobio vino el verdadero revisionismo, y aunque la obra que nos dejaron sus principales expositores sea suficiente para derribar todas las falacias de la historia oficial, el combate aún continua.
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