Es Viernes Santo y de una forma especial debemos entrar en este día de rodillas. Con el corazón y el cuerpo arrodillados ante Aquel que ha dado la vida por nosotros. Arrodillados por respeto, arrodillados por agradecimiento. Lo primero, porque no debemos
olvidar que no se trata de la muerte de un hombre cualquiera, sino de la muerte del Dios-hombre, del Hijo de Dios; esto es lo que hace de la Pasión de Cristo algo totalmente singular y extraordinario; otros, quizá, han podido sufrir como Él y hasta, si existiera algún termómetro que midiera los grados de dolor, se podría encontrar alguien que ha sufrido más que Él; pero ninguno era Dios, ninguno derramó su sangre divina por amor a aquellos que, si Él lo hubiera querido, habrían dejado de existir inmediatamente. Por lo tanto, no debemos olvidar el respeto, la adoración que merece Dios, pues corremos el riesgo de que la familiaridad con que le tratamos nos lleve a olvidar quién es Él y quiénes somos nosotros.
Arrodillados también por agradecimiento, porque sus heridas nos han curado, su muerte nos ha devuelto la vida, su angustia nos ha dado esperanza, su abandono nos acompaña en nuestros abandonos. Este agradecimiento debe ser verdadero y, como veíamos ayer, sólo lo será si está lleno de obras de agradecimiento, de obras de amor hechas al prójimo por amor a Dios.
Con esta actitud del cuerpo y del alma, estaremos en las mejores condiciones para entrar en el misterio del Viernes Santo. Y, para hacerlo, debemos ante todo hacer silencio. Un silencio interior que nos permita escucharle a Él, identificarnos con Él, ponernos en su piel, en su alma, en su corazón. Cuando, con la ayuda de Dios, lo logramos un poco, lo que escuchamos, más allá de los gritos de dolor que salieron de su boca cuando le flagelaban o de su expresión de abandono con la que preguntaba al Padre dónde estaba mientras Él moría en la Cruz, es el sonido del miedo. Pero no el miedo al sufrimiento físico, ni tampoco al abandono del Padre; eso ya lo pasó y lo venció. El miedo que hoy transpira por todos los poros del cuerpo del Cristo crucificado es distinto: es el miedo al fracaso. Porque, no lo olvidemos, Él no subió a la Cruz por pasar el rato, sino para llevar a cabo algo que buscaba con todo su empeño: nuestra salvación. Él quería derramar su sangre para perdonarnos nuestros pecados y para que, viéndole crucificado, fuéramos atraídos por Él. Lo primero no depende de nosotros y, por lo tanto, está asegurado. Lo segundo sí depende de nosotros; de nosotros depende permanecer indiferentes ante el espectáculo del Dios crucificado o dejarnos atraer y convertir por él. Pero ¿cómo es posible que alguien no se sienta tocado en su alma al verle colgado del madero? No sólo es posible sino que es cada vez más frecuente, y lo es porque el hombre de hoy ha perdido el sentido del pecado y, con ello, ha perdido la capacidad para
valorar el por qué del sacrificio de Cristo. Para muchos, cada vez para más, Dios ya no es algo necesario sino que es algo supérfluo, algo prescindible totalmente, de lo que se puede pasar y seguir viviendo con total normalidad; estos se encogen de hombros ante el Crucificado y prefieren ir a la playa, a la montaña o al bar antes que participar en una procesión o en un oficio
religioso. Naturalmente que Dios no es prescindible sino imprescindible, también para quellos que lo consideran supérfluo; pero para Cristo, su indiferencia es un fracaso y éste es, hoy, su miedo; éstas son, ahora, las nuevas heridas que desgarran su cuerpo y su alma y que le llevan a preguntarse: "¿Para qué todo lo que he sufrido si, ni tan siquiera con eso, he logrado que se sientan atraídos por mí, que me quieran seguir a mí, que soy su Salvador y que he hecho esto para salvarles?".
Por eso, en este Viernes Santo, arrodillados con el cuerpo y el alma ante el Dios crucificado, debemos decirle, además de gracias, que en nosotros su sacrificio no ha fracasado. Debemos decirle que somos conscientes de nuestros pecados y que acudimos a Él para uqe nos perdone. Debemos decirle que sabemos bien que sin su muerte en la Cruz no tendríamos vida, ni esperanza, ni futuro, ni nada por lo que mereciera la pena seguir luchando. Debemos decirle que nuestro corazón es suyo y que es su muerte redentora la que nos lo ha ganado. Debemos decirle que queremos ayudarle en la obra de la salvación del mundo, no sólo ofreciendo nuestro sufrimiento junto al suyo, sino proclamando a los cuatro vientos que Dios es amor y que tiene derecho a
ser amado, gritando a propios y a extraños que si la humanidad prescinde de Dios entonces, como dijo Dostoievski, "todo estará permitido" y será el final para este mundo que salió tan bien hecho de las manos del Creador.
Feliz Viernes Santo.
P.Santiago
Envío de "Amigos Misioneros" de EWTN
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