jueves, 22 de julio de 2010

VIVIR SIN SOCIEDAD

 

Decía Marcel De Corte que “todavía nos da la impresión de estar viviendo en una sociedad. Nada de eso. Nos hemos establecido en una sociedad al revés, en una disociedad”. Una disociedad que se dedica precisa y específicamente a destruir no ya el bien común, sino la misma constitución orgánica de la sociedad, instrumento necesario para el logro del bien común.
La sociedad al revés o di-sociedad que padecemos y que ocupa materialmente el “lugar” de la sociedad, tiene como objetivo prioritario destruir las comunidades naturales y “seminaturales” (familia, gremios, corporaciones regionales y locales, pero también “lugares simbólicos” como el bien común acumulado y la historia compartida).
La vía que se utiliza para la destrucción de los cuerpos que conforman una sociedad no es la de la eliminación directa, sino la de la desnaturalización: de la familia, del trabajo, de las corporaciones, de la idea de bien común, del pasado, convertido en memoria histórica ideológica, y sobre todo de la des-educación dirigida desde el gobierno.
La destrucción de las comunidades naturales y, por esa vía, de las personas que componen la sociedad, asegura que los fragmentos disociados que de la vieja sociedad puedan subsistir no tengan capacidad de reaccionar saludablemente emprendiendo la única oposición concebible en ese contexto: la lucha por revitalizar la sociedad y por destruir, aniquilar, la disociedad.
El liberalismo político y doctrinal ha sido históricamente el caballo de Troya utilizado por la disociedad para infectar las mentalidades católicas, inoculando en ellas el virus paralizante que induce a los católicos a pensar que pueden ser a un tiempo piadosos hijos de la Iglesia y respetuosos con quienes aspiran a arruinar la forma natural de vida en común.
Pero eso fue hace ya demasiado tiempo.
Durante estos últimos siglos se ha librado un hercúleo combate en el que se ha ido invirtiendo la tendencia civilizadora cristiana y en los que hemos ido viendo cómo la doctrina política católica era progresivamente forzada a un repliegue, para luego llegar virtualmente a ser erradicada hasta de las conciencias de los católicos.
No podemos, por lo tanto, hacer hoy los mismos análisis políticos que hace doscientos años, y ni siquiera los de hace ochenta. Los principios doctrinales e ideológicos en pugna son los mismos que entonces, pero el reparto de fuerzas es estremecedoramente diverso.
Hoy, una organización pública (no política verdaderamente) ha ocupado ya totalmente el lugar de la sociedad política. Hoy no existe comunidad política, y los elementos materiales de policía que conserva esta disociedad no deben llamarnos a engaño. Hay una disociedad que ha vampirizado hasta suplantarla a la sociedad histórica.
Lo que no han podido cambiar es la naturaleza humana. Sin embargo, en los gobernantes y en la inmensa mayoría de los así gobernados, esa invariable naturaleza queda silenciada por el adoctrinamiento, y el embotamiento de los sentidos operado por la mentalidad televisiva, la ideologización de la educación y la nueva censura al revés.
No cabe, por tanto, replegarse pensando que la naturaleza sigue siendo la misma tal cual la hizo Dios y que por tanto este régimen de cosas no puede durar. No sabemos cuánto más le permitirá Dios durar, pero nada impide que mientras se agota –años, decenios, o quién sabe cuánto tiempo– logre asfixiar la vida moral de casi todos. De hecho, como en todos los demás terrenos de la vida moral, el mal no puede existir más que como caricatura grotesca del bien. Por eso hablamos de di-sociedad y no de la anarquía total, que es inasequible al hombre. El hombre pervertido necesita crear un simulacro de orden, un “desorden organizado”, para llevar a cabo sus delirios. La disociedad llama orden público a garantizar la tranquilidad en la imposición del más terrible desorden, llama bien común a la negación de la virtud objetiva y al aseguramiento de que cualquier aberración pueda llevarse a la práctica sin obstáculo; llama delincuentes –los incluye en el código penal- a los que advierten públicamente y pretenden impedir la iniquidad de los comportamientos inmorales que destruyen la vida en común. La disociedad plagia a la sociedad. La plagia en el sentido de copiar su apariencia, con el fin de plagiarla también en la primera acepción de la voz plagiar, la de su etimología: reducir a esclavitud a un hombre libre.
El Brigante

Fuente: www.elbrigante.com

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