Dadas las circunstancias, el objeto de la acción política de los católicos será en primer lugar el estudio y transmisión de la doctrina política de la Iglesia, así como su aplicación a nuestras propias vidas en la medida que resulte posible. Desafiando las previsibles muecas de decepción de los liberales y democristianos de diversas familias, insisto en que nada hay más urgente ni más “eficaz” que el (re)descubrimiento de esa doctrina y de su inesperada amplitud, de su valor regenerador de los organismos elementales y basilares de toda sociedad futura. Habrá muchas más cosas que hacer, pero todas pasarán por este punto y no podrá obviarse.
Nuestra ambición no puede ser otra que la llamada situación de tesis, es decir, el reinado práctico de Cristo sobre la sociedad política. Es irrenunciable. Pero de entrada, esa aspiración nos exige mortificar todo pelagianismo activista. Eso no quiere decir que no haya de actuarse y hasta edificar y crear socialmente, más bien al contrario. Hay una acción hecha con la paz del abandono a la Providencia y con la fiera fidelidad a los deberes de estado, que produce obras admirables. El cristiano, en toda situación, trabaja por “obediencia”, por “vocación”, porque está obligado íntimamente, y no con la falsa ingenuidad del que pone su esperanza en el resultado de sus quehaceres. Es la disciplina del que cumple con sus deberes, al modo como dice Doña Jerónima a su esposo Mañara en el drama de Milosz: “no descuido ninguna de mis obligaciones”. Resulta grotesco que algunos todavía nos sigan agitando ante la cara el espantajo de que debemos sumarnos a pintorescas iniciativas “católicas” para conseguir no se sabe qué objetivos, el primero de los cuales –el único cierto– resulta siempre la confusión de los católicos así instrumentalizados.
Es una labor importantísima la de comprender –o la de caer en la cuenta si se había comprendido– que hay una felicidad relativa, un bienestar, y unos bienes morales, como dice Pío XII, que dependen de la orientación y constitución de la sociedad. Estos bienes, que conforman el bien común, son los específicos de la política y no se pueden suplir por una ridícula función de Pepito Grillo adoptada por los católicos. Hemos de trabajar, en paz de Dios, en milicia de Dios, por la restauración de su reino político, y hemos de orar cotidianamente por nuestros conciudadanos, por esa restauración, pero también por la desamparada situación espiritual en la que, mientras tanto, queda la gran mayoría. Pero eso implica una gran dosis de realismo y significa reconocer que nosotros no podemos suplir, no suplimos, esa deficiencia.
Es importante tener presente que mientras no se restaure el orden cristiano, las almas de la inmensa mayoría no podrán beneficiarse de su vivificante efecto y quedarán –salvo milagro– arrumbadas en los ribazos de la historia.
Ese dolor y esa conciencia de nuestra poquedad, pesan en el alma espoleándonos doblemente en nuestra dedicación a la militancia católica. Hay, sin embargo, una posibilidad que sí está a nuestro alcance y consiste en el aprendizaje y la adquisición de la virtud de la justicia general. Está en la naturaleza de las cosas que cada uno de los miembros de la sociedad participe en la consecución del bien común. Tan profunda es esa exigencia que cuando –como ahora– nos encontramos en una situación en la que objetivamente se hace imposible el bien común temporal, no por eso nuestra naturaleza deja de exigirnos que adquiramos esas virtudes políticas, aparentemente inviables. La ardua adquisición de esa virtud política no sólo significa la mayor plenitud humana, la mayor consistencia intelectual y moral, sino que es el medio que permite vigorizar las escasas células sociales que todavía pueden subsistir en un cadáver político, en una disociedad: principalmente la familia y las modestas obras que precariamente pongamos en pie.
Fuente: www.elbrigante.com
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