Conferencia en las Jornadas de Historia convocadas por el
Instituto de Estudios Históricos CEU y el Foro Historia en Libertad
En conmemoración del 75
aniversario del holocausto español de 1936 me pidieron una conferencia sobre
los mártires del siglo XIX. Tal vez algún lector tenga la paciencia de leerla:
Raíces históricas de la
persecución religiosa: Los desconocidos mártires del siglo XIX
Fue España tierra de santos desde
el alborear mismo del cristianismo. Y tierra de santos mártires. Apenas
sembrada en nuestra patria la fe católica comenzamos a llenar el cielo de
españoles que llegaban al abrazo de Cristo con la palma del martirio en la
mano. Y así fue hasta ayer mismo, cuando asombramos al mundo, y casi diría que
hasta a Dios, si en Él cupiera el asombro, con la mayor gesta martirial que
vieron los siglos. Pero de eso os hablarán después mis otros compañeros en
estad Jornadas. Yo me limitaré a los desconocidos mártires de nuestro siglo
XIX.
Tras las persecuciones romanas y
musulmanas, en las que la semilla del cristianismo fue regada generosamente con
la sangre de nuestros mayores, en la España católica que cerraron Isabel y Fernando
el martirio fue algo excepcional. Hubo casos, ciertamente, de españoles que
llegaron al cielo con la palma del martirio entre sus manos, en las lejanas
tierras que descubrimos para Cristo, en la sublevación de los moriscos, en la
misma Zaragoza muy poco antes de que los Reyes Católicos concluyeran la
Reconquista, seguramente en las mazmorras del Norte de África… pero nuestros
santos, que siguieron asombrando al cielo, llegaban a él por otros caminos.
Hasta que llegó el siglo XIX.
Mártires hubo, sin duda, muy
pocos años antes, cuando muchos españoles se alistaron en la tropa que iba a
combatir a la Revolución Francesa en la Guerra contra la Convención. Animados
por los frailes y los obispos que predicaban la santidad de esa guerra. Y a la
que muchos fueron convencidos de que peleaban por Dios. Triunfaron los asesinos
de la Vendée, los que suprimieron el culto católico en Francia y llevaron a la
guillotina, o mataron más salvajemente, a tres obispos, a numerosos sacerdotes
y a innumerables fieles, y un hijo de aquella Revolución, genio de la guerra y
maldición de Europa, quiso incorporar España a sus ya extensísimos dominios. Y
España se levantó, unánime, porque el fenómeno afrancesado fue casi
inexistente, contra quien tenía prisioneros al Papa y a su Rey.
Y aquello fue una guerra
eminentemente religiosa, predicada por el clero, bendecida por los obispos, en
la que sin duda hubo verdaderos mártires en el sentido técnico de la palabra,
muertos por odio a Dios y a su Iglesia, aunque religión y patriotismo estuvieran
íntimamente mezclados en quienes combatían y en quienes sufrían el dominio
francés.
Y entro ya en el primero de esos
mártires que además era un obispo. Un buen y anciano obispo. Juan Álvarez de
Castro y Muñoz (1724-1809), nacido en Mohedas de la Jara, llegó a obispo de
Coria en 1790, a los sesenta y seis años de edad. En 1805 su salud, bastante
quebrantada, tenía ya 81 años, le llevó a fijar su residencia en la villa de
Hoyos, en la Sierra de Gata, desde donde gobernaba el obispado.
"Consiguió el reconocimiento
oficial en cualquiera de las Universidades del reino de los estudios de
Filosofía y Teología cursados en el Seminario y decidió trasladar éste de
Cáceres a Coria a causa del mal estado en que se encontraba el edificio.
Restableció la disciplina eclesiástica con el envío de circulares llenas de
sabiduría y prudencia, visitó la diócesis; reguló las oposiciones para cubrir
las parroquias; cuidó de la decencia y ornato de los templos, de la educación
de los niños expósitos, fundando para ellos la Casa de Misericordia, y fomentó
la creación de Juntas de Caridad a las que entregó cuantiosas sumas de dinero.
Entró en litigio con el prior de Alcántara en defensa de los derechos de su
diócesis, publicando un escrito titulado Manifestación histórico-legal, con
abundantes noticias sobre la diócesis en los siglos posteriores a la
Reconquista. Invirtió 120.000 reales en la construcción de un magnífico órgano
para la catedral de Coria, obra de Villalonga" .
Su patriotismo fervoroso se había
manifestado ya en la guerra de España contra la Convención, “entregando para
tal causa considerables cantidades de dinero” y animando la participación de
los demás obispos y en la que poco después sostuvimos contra Inglaterra (1798)
para la que anticipó una suma de 800.000 reales. La invasión francesa no mermó
esos anhelos: "abandona su lecho, se pone a la disposición de la Junta de
Badajoz, arbitra recursos y escribe dos circulares, una en junio y otra en
septiembre, alentando a los jóvenes a tomar las armas y recomendándoles la
unión y la obediencia a sus jefes" , recomendando en la primera la unión
de los españoles frente a Napoleón, y dando gracias a Dios, en la segunda, por
la victoria de Bailén y disponiendo sufragios por los soldados fallecidos.
Ambas se conservan en el Archivo del Congreso de los Diputados lo que es buena
prueba de la importancia que la Cámara dio a las mismas.
Las dos pastorales fueron
recordadas en las Cortes de Cádiz por el diputado extremeño Oliveros el 2 de
abril de 1812: “El difunto obispo de Coria, víctima del furor de los franceses,
porque escribió dos pastorales contra la anarquía y contra ellos”. El mismo
diputado había mencionado al obispo en otra sesión anterior de las Cortes
gaditanas (1.XII.1810), refiriéndose a su generosidad en el apoyo a la causa de
la Nación: “El obispo de Coria, aquel anciano venerable y santo pastor,
asesinado bárbaramente por los franceses, cedió a la Patria cuanto tenía; quiso
vender las fincas de la Iglesia, para lo cual pidió licencia a la Junta
diciendo que no se necesitaban bulas del Papa”.
En lo de las bulas parece
reflejarse el antirromanismo del diputado extremeño que era uno de los más
significados representantes del clero jansenista en las Cortes, que sentía
declarada animadversión por todo lo que fueran reservas y bulas pontificias por
contrarias a los inalienables derechos de la primitiva Iglesia hispana. Dando a
aquella palabra el sentido que le dio Menéndez Pelayo en sus Heterodoxos. Seguro que el cauriense sabía perfectamente
para qué se necesitaban bulas y para qué no.
Nos parece por tanto más ajustado
a la realidad el relato de Jiménez de Gregorio: “al momento ofreció a la Junta
de Extremadura todos los sobrantes de la Mitra y prometió vender todas las
fincas que le pertenecían si se le aseguraba ser necesario su precio para el
seguimiento de la Santa Causa en la que se sostenía la Religión Católica, la
independencia de la Nación y se procuraba la libertad del Rey”.
Llegada la invasión francesa por
las tropas napoleónicas, no es de extrañar que el obispo no fuera bienquisto
por quienes hollaban el suelo patrio y, a sus años, tuvo que trasladarse de un
pueblo a otro huyendo de los franceses que le perseguían. En esas vicisitudes
se encontró con el obispo de Tuy, Juan García Benito, que había abandonado su
diócesis huyendo de los franceses y al que el de Coria ofreció lo poco que
tenía, alojándolo en su propia casa. Como los franceses se acercaban, a los
ocho días tuvieron que abandonar Hoyos para refugiarse en Valverde del Fresno y
después a Villanueva de la Sierra donde permanecieron tres meses. Liberada
Galicia pudo García Benito regresar a su obispado y el de Coria a Hoyos,
“accidentado y cargado de años hasta ponerse en estado incapaz de moverse, ni
de ser trasladado a otro lugar”.
Allí dieron los franceses con
"el venerable obispo de Coria, anciano inofensivo, de edad de ochenta y
cinco años, fue sacado de su cama por las tropas del mariscal Soult, que le
fusilaron bárbaramente".
Jiménez de Gregorio, que sigue en
todo ello las palabras que el diputado en las Cortes gaditanas por la ciudad de
Guatemala pronunció en las ya instaladas en Madrid el 21 de abril de 1814 en
alabanza del prelado, nos describe el brutal asesinato. Le arrebatan primero el
pectoral que se pasa la soldadesca de a unos a otros haciendo escarnio de tan
sagrada insignia, le arrancan la ropa de cama que le cubría y arrojándolo al
suelo desnudo, boca arriba, le disparan un primer balazo en los testículos y
después otro en la boca.
Fue enterrado sin solemnidad y
con apresuramiento en la iglesia de Hoyos, sin que hoy conozcamos el lugar en
que fueron depositados sus restos.
Era el primer obispo que moría
asesinado en este siglo. No sería el único. En el Trienio, los liberales
asesinaron al obispo de Vich, Raimundo Strauch, a quien nos referiremos
seguidamente. Y ya a finales de sus años, un clérigo perturbado, al primer
obispo de Madrid, Martínez Izquierdo. Aunque este asesinato no tenga
características de martirio.
Los franceses mataron clérigos,
violaron monjas, saquearon templos… En ocasiones los asesinatos eran
represalias por los actos de los insurgentes, las violaciones puro hecho
pasional y los saqueos afanes de latrocinio. Pero en otras actuó también el
odio a la Iglesia sembrado durante años en los soldados de la revolución.
Mientras tanto en la España
sublevada contra los invasores se producía un doble fenómeno. El de un pueblo
que asumía la guerra contra el francés como una guerra santa y el de unos
políticos reunidos en Cádiz cuyas ideas tenían no pocas coincidencias con las
de los franceses. Pero afortunadamente los liberales no llegaron a asesinar a
compatriotas por motivos religiosos.
Eso ocurriría a no mucho tardar
con la restauración de la Constitución de 1812 tras los seis años de la
restauración de Fernando VII en sus poderes absolutos. En el Trienio liberal
(1820-1823) se volvió a perseguir a la Iglesia y en esta ocasión con
derramamiento de sangre. Vertida ahora ya no por invasores extranjeros sino por
los mismos españoles.
Claro que se mezclaban motivos
políticos en esos asesinatos. La Iglesia española era en su casi totalidad
partidaria del Antiguo Régimen. Y por tanto enfrentada al liberalismo. Pero en
este, además de una ideología política, había germinado también, un odio a la
Iglesia que llevó a la supresión de conventos y casas religiosas, a la
suspensión de órdenes sacerdotales, al destierro de obispos y, a los más
extremados, al exterminio físico de los sacerdotes.
En Madrid ocurrió el vil
asesinato del cura de Tamajón, Matías Vinuesa (1821), en lo que sería el primer
asesinato instigado directamente por la masonería o al menos con su
complicidad. Y eso era tan público que en la Colección Eclesiástica Española,
publicada nada más concluir el Trienio Liberal, en 1824, leemos: “Aquel
horroroso asesinato estaba calculado, de boca en boca corría la voz aquella
mañana mismo por las calles, los Jefes lo sabían y no tomaban providencias”.
“El martillo e instrumentos triangulares, según dijeron entonces los papeles
públicos, insignias todas masónicas, acabaron la vida de aquel sacerdote, en
cuyo pecho, según deposición de los que le dieron sepultura, no se veían dos
dedos sin heridas”.
El Trienio agonizaba con España
sublevada contra el mismo. Y fue decisiva para su caída la entrada de los Cien
Mil Hijos de San Luis que al mando del duque de Angulema cruzaron en triunfo
toda España, desde los Pirineos a Cádiz, aclamados por el pueblo que los
recibía como liberadores. Quince años antes los ejércitos de Napoleón habían
sublevado contra ellos a toda España.
Pues en aquellos días del ocaso
del segundo intento liberal se desató el odio contra la Iglesia principalmente
en el ejército de Cataluña que mandaba Mina y que en su desesperación revivió
todos los peores excesos de los que es capaz la condición humana. Uno de sus
mandos, el siniestro Rotten, extremó la barbarie asesinando a numerosos
prisioneros. Entre ellos el obispo de Vich, Fray Raimundo Strauch, y el lego
que le acompañaba. Trasladados de prisión en una carreta, o al menos eso les
dijeron, fueron asesinados por la escolta que les conducía en un descampado.
Era el segundo obispo que moría violentamente en España en este primer cuarto
del siglo XIX.
Particularmente se ensañaron los
soldados liberales en la clerical Manresa, donde asesinaron a veinticuatro
vecinos, entre ellos a varios sacerdotes. Y particularmente en La Coruña donde
Méndez de Vigo manchó de ignominia su nombre asesinando a 51 presos que estaban
en el Castillo de San Antón. Tengo de aquel suceso memoria muy familiar. Entre
los prisioneros estaba mi cuarto abuelo Emigdio Saavedra que propuso a sus
compañeros de prisión una fuga, ciertamente muy arriesgada. Como el ejército
liberador se acercaba a la capital gallega la mayor parte de los presos
desistió de la comprometida aventura y apenas mi abuelo y alguno más, con
riesgo cierto de sus vidas, se fugaron en la noche del castillo. En la del día
siguiente todos los que habían quedado fueron acuchillados y arrojados al mar
desde los muros de la fortaleza. Varios de ellos eran clérigos.
Sucesos análogos, con muerte
también de sacerdotes, ocurrieron en Cáceres, Granada, Málaga… La segunda
restauración de Fernando VII terminó con esas matanzas. Siendo ahora los
liberales quienes perdieron la vida en los intentos de derrocar el Régimen
absoluto. Y también algunos realistas que se sublevaron en Cataluña, los
Agraviats o Malcontents, entre ellos algún clérigo, disconformes con la deriva
liberal que notaban en el gobierno del antaño Deseado.
Se estaba incubando la gran
matanza de frailes que tendría lugar en Madrid en 1834, muerto ya el monarca, y
en otras capitales al año siguiente. No conoció nada parecido nuestra España en
este siglo y habría que esperar cien años para que se viviera una tragedia
similar en el odio. Aunque la del siglo XX superara en muchísimo la cifra de
las víctimas.
Cedo la palabra a Menéndez Pelayo
pues las mías no igualarían su fuerza y su verdad.
“Tormentosa y preñada de amagos
fue la noche del 16. Por las cercanías de los Estudios de San Isidro oíase
cantar a un ciego al son de la guitarra:
Muera Cristo,
viva Luzbel;
muera Don Carlos,
viva Isabel
Amaneció, al fin, aquel horrible
jueves, 17 de julio, día de vergonzosa recordación más que otro alguno de
nuestra historia. Las doce serían cuando cayó la primera víctima, acusada de
envenenar las fuentes. Otro infeliz, perseguido por igual pretexto, buscó
refugio en el Colegio Imperial, y en pos de él penetraron los asesinos al dar
las tres de la tarde. Lo que allí pasó no cabe en lengua humana y la pluma se
resiste a transcribirlo: En la portería del Colegio Imperial, en la calle de
Toledo, en la de Barrionuevo, en la de los Estudios, en la plaza de San Millán
, cayeron, a poder de sablazos y de tiros, hasta dieciséis jesuitas, cuyos
cuerpos, acribillados de heridas, fueron arrastrados luego con horrenda
algazara y mutilados con mil refinamientos de exquisita crueldad, hirviendo a
poco rato los sesos de alguno en las tabernas de la calle de la Concepción
Jerónima. Uno de los asesinados era el P. Artigas, el mejor o más bien el único
arabista que entonces había en España, maestro de Estébanez Calderón y de
otros.
Los restantes jesuitas, hasta el
número de sesenta, se hallaban congregados en la capilla doméstica haciendo las
últimas prevenciones de conciencia para la muerte, cuando sable en mano,
penetró en aquel recinto el jefe de los sicarios, quien, a trueque de salvar a
uno de ellos, que generosamente persistía en seguir la suerte de los otros,
consintió en dejarlos vivos a todos, ordenando al grueso de los suyos que se
retirasen y dejando gente armada en custodia de las puertas.
Eran ya las cinco de la tarde, y
el capitán general, como quien despierta de un pesado letargo, comenzaba a
poner sobre las armas la tropa y la Milicia urbana. ¡Celeridad admirable
después de dos horas de matanza !Y ni aun ese tardío recurso sirvió para cosa
alguna, puesto que los asesinos, dando por concluida la faena de los Reales
Estudios, se encaminaron al convento de dominicos de Santo Tomás, en la calle
de Atocha, y, allanando las puertas, , traspasaron a los religiosos que estaban
en coro o les dieron caza por todos los rincones del convento, cebando en los
cadáveres su sed antropofágica. Entonces se cumplió al pie de la letra lo que
del Corpus de Sangre de Barcelona escribió Melo: “Muchos, después de muertos,
fueron arrastrados, sus cuerpos divididos, sirviendo de juego y risa aquel
humano horror, que la naturaleza religiosamente dejó por freno de nuestras
demasías; la crueldad era deleite; la muerte, entretenimiento; a uno arrancaban
la cabeza (ya cadáver), le sacaban los ojos, cortábanle la lengua y las
narices; luego, arrojándola de unas en otras manos, dejando en todas sangre y
en ningunas lástima, les servía como de fácil pelota; tal hubo que, topando el
cuerpo casi despedazado, le cortó aquellas partes cuyo nombre ignora la
modestia y, acomodándolas en el sombrero, hizo que le sirviesen de torpísimo y
escandaloso adorno. Mujeres desgreñadas, semejantes a las calceteras de
Robespierre o a las furias de la guillotina, seguían los pasos de la turba
forajida para abatirse, como los cuervos, sobre la presa. Al asesinato sucedió
el robo, que las tropas llegadas a tal sazón y apostadas en el claustro,
presenciaron con beatífica impasibilidad. Sólo tres heridos sobrevivieron a
aquel estrago.
De allí pasaron las turbas al
convento de la Merced Calzada, plaza del Progreso, donde hoy se levanta la
estatua de Mendizábal. Allí rindieron el alma ocho religiosos y un donado,
quedando heridos otros seis.
Ni siquiera las nieblas de la
noche pusieron término a aquella orgía de caníbales. Seis horas habían
transcurrido desde la carnicería de San Isidro; los religiosos de San Francisco
el Grande, descansando en las repetidas protestas de seguridad que les hicieron
los jefes de un batallón acuartelado en sus claustros, ponían fin a su parca
cena e iban a entregarse al reposo de la noche, cuando de pronto sonaron voces
y alaridos espantables, tocó a rebato la campana de la comunidad, cayeron por
tierra las puertas e inundó los claustros la desaforada turba. Tintas las manos
en la reciente sangre de dominicos, jesuitas y mercedarios. Hasta cincuenta
mártires, según el cálculo más probable, dio la Orden de San Francisco en aquel
día. Unos perecieron en las mismas sillas del coro, cuya madera conserva aún
las huellas de los sables. Otros fueron cazados, como bestias fieras, en los
tejados, en los sótanos y hasta en las cloacas. A otros, el ábside del
presbiterio les sirvió de asilo. Y alguien hubo que, con pujante brío, se abrió
paso entre los malhechores y logró salvar la vida arrojándose por las tapias o
huyendo a campo traviesa hasta parar en Alcalá o en Toledo. Los soldados
permanecieron inmóviles o ayudaron a los asesinos a buscar y a rematar a los
frailes y a robar los sagrados vasos. ¡Ocho horas de matanza regular y
ordenada, y por un puñado de hombres, casi los mismos en cuatro conventos
distintos! ¿Qué hacía entre tanto el capitán general? ¿En qué pensaba el
Gobierno? A eso de las siete de la tarde se presentó San Martín (el capitán
general) en el Colegio Imperial, habló con los jesuitas supervivientes y les
increpó en términos descompuestos por lo del envenenamiento de las aguas. En
cuanto al Gobierno de Martínez de la Rosa, se contentó con hacer ahorcar a un
músico del batallón de la Princesa que había robado un cáliz en San Francisco
el Grande. Con todo, el clamoreo de la opinión fue tal, que hubo, pro formula,
de procesar a San Martín, separado ya de la Capitanía General. Aquí paró todo,
y huelgan los comentarios cuando los hechos hablan a voces.
Hundido en aquella sangrienta
charca el prestigio del Gobierno moderado, la anarquía levantó triunfante e
indómita su cabeza por todos los ámbitos de la Península. En Zaragoza, una
especie de partida de la porra, dirigida por un tal Chorizo, de la parroquia de
San Pablo, y por el organista de la Victoria, fraile apóstata que acaudillaba a
los degolladores de sus hermanos, obligó a la Audiencia, en el motín de 25 de
marzo de 1835, a firmar el asesinato jurídico de seis realistas presos, y,
tomándose luego la venganza por más compendiosos procedimientos, asaltó e
incendió los conventos el 5 de julio, degolló a buena parte de sus moradores y
al catedrático de la Universidad fray Faustino Garroborea, arrojó de la ciudad
al arzobispo y entronizó por largos días en la ciudad del Ebro el imperio del
garrote. En Murcia fueron asesinados tres frailes y heridos dieciocho y
saqueado el palacio episcopal a los gritos de “¡Muera el obispo!”. En 22 de
julio ardieron los conventos de franciscanos y carmelitas descalzos de Reus,
con muerte de muchos de sus habitadores. De Tarragona fue expulsado el
arzobispo ny cerradas con tiempo todas las casas religiosas. Pero nada llegó a
los horrores del pronunciamiento de Barcelona en 25 de julio de 1835, comenzado
al salir de la plaza de toros, como es de rigor en nuestras algaradas. Una
noche bastó para que ardiesen, sin quedar piedra sobre piedra, los conventos de
carmelitas calzados y descalzos, de dominicos, de trinitarios, de agustinos
calzados y de mínimos. Cuanto no pereció al furor de las llamas, fue robado;
los religiosos pasados a hierro; sus archivos y bibliotecas, aventados o
dispersos. Una muchedumbre ebria, descamisada y jamás vista hasta aquel día en
tumultos españoles, el populacho ateo y embrutecido que el utilitarismo
industrial educa a sus pechos, se ensayaba aquella noche quemando los conventos
para quemar en su día las fábricas. Hoy es, y aún se erizan los cabellos de los
que presenciaron aquellas escenas de la Rambla y vieron a la Euménides
revolucionarias arrancar y picar los ojos de los frailes moribundos, y desnudar
sus cadáveres, y repartirse sus harapos, mientras que la tea, el puñal y la
segur despejaban el campo para los nuevos ideales.
No conviene, por un muelle y
femenil sentimentalismo, apartar la vista de aquellas abominaciones, que se
quiere hacer olvidar a todo trance. Más enseñanza hay en ellas que en muchos
tratados de filosofía, y todo detalle es aquí fuente de verdad y clave de
enseñanza histórica. Aquel espantoso pecado de sangre (protestante es quien lo
ha dicho) debe pesar más que todos los crímenes españoles en la balanza de la
divina justicia cuando, después de pasado medio siglo (fecha en la que Menéndez
Pelayo escribía su Historia de los Heterodoxos Españoles), aún continúa
derramando sobre nosotros la copa de sus iras. Y es que, si la justicia humana
dejó inultas aquellas víctimas, su sangre abrió un abismo invadeable, negro y
profundo como el infierno, entre la España vieja y la nueva, entre las víctimas
y los verdugos, y no sólo salpicó la frente de los viles instrumentos que
ejecutaron aquella hazaña, semejantes a los que toda demagogia recluta en las
cuadras de los presidios, sino que subió más alta y se grabó como perpetuo e
indeleble estigma en la frente de todos los partidos liberales, desde los más
exaltados a los más moderados; de los unos, porque armaron el brazo de los
sicarios; de los otros, porque consintieron o ampararon o no castigaron el
estrago, o porque le reprobaron tibiamente, o porque se aprovecharon de los
despojos. Y desde entonces la guerra civil creció en intensidad, y fue guerra
como de tribus salvajes lanzadas al campo en las primitivas edades de la
historia, guerra de exterminio y asolamiento, de degüello y represalias
feroces, que duró siete años, que ha levantado después la cabeza otras dos
veces, y quizá no la postrera, y no ciertamente por interés dinástico, ni por
interés fuerista, ni siquiera por amor muy declarado y fervoroso a este o al
otro sistema político, sino por algo más hondo que todo eso; por la instintiva
reacción del sentimiento católico, brutalmente escarnecido, y por la generosa
repugnancia a mezclarse con la turba en que se infamaron los degolladores de
los frailes y los jueces de los degolladores, los robadores y los incendiarios
de las iglesias y los vendedores y los compradores de sus bienes. ¡Deplorable
estado de fuerza a que fatalmente llegan los pueblos cuando pervierten el recto
camino y presa de malvados y de sofistas, ahogan en sangre y vociferaciones el
clamor de la justicia! Entonces es cuando se abre el pozo del abismo y sale de
él un humo que oscurece el sol y las langostas que asolan la tierra”.
Hasta aquí Menéndez Pelayo. No he
querido sintetizar sus palabras o expresar aquellos hechos a mi modo porque el
relato del genial polígrafo, tan tremendo y verdadero, me parece insuperable. Y
desgraciadamente para España sus palabras de 1882 fueron proféticas. “¡Guerra
de exterminio y asolamiento, de degüello y represalias feroces , que duró siete
años, que ha levantado otra vez la cabeza otras dos veces, y quizá no la
postrera!” Y quizá no la postrera. Así fue. Todo el horror y la crueldad de
estos sucesos de 1834 y 1835 fueron muy ampliamente superados cien años después
en aquella explosión de barbarie que vivió España en 1936. La matanza de
frailes de los años treinta del siglo XIX se multiplicó por quince o veinte
exactamente un siglo después. Y las bajezas de las que es capaz el hombre
cuando se olvida de Dios, o, mejor dicho, cuando odia a Dios, porque esos bárbaros
aunque se dijeran ateos lo tenían muy presente, no sólo pueden repetirse, por
monstruosas que sean, sino incluso superarse. Y así ocurrió. Pero de ello os
hablarán Ángel David Martín Rubio y María Luisa Rodríguez Aísa hoy y José
Manuel Ezpeleta mañana y no voy a entrar en su campo. Convencido además de que
van a hacerlo muchísimo mejor de lo que yo podría hacerlo.
Tengo que señalar, en cambio, una
deuda impagada que tiene España, y nosotros como católicos, con estos mártires
del siglo XIX. Porque deberían estar en los altares habiendo muerto por odio a
Dios y a su Iglesia. Mártires lo son sin la menor duda pero que yo sepa nadie
se ha preocupado de su proceso de beatificación. Cierto que la situación
política de España que siguió a su martirio no era la más propicia para iniciar
el proceso que normalmente debería partir de las órdenes religiosas. Estas
desaparecieron de España a raíz de tan horrorosos asesinatos. Fueron disueltas,
despojadas de sus iglesias y conventos y los pobres exclaustrados, que paseaban
por España su miseria y abandono, no estaban para iniciar procesos de
beatificación. Hubo que esperar muchos años para que volvieran a verse frailes
en nuestra patria y no fueron fáciles sus comienzos. Aquel pecado de sangre era
un lejano recuerdo que no pocos querían olvidar. Y ciertamente los
beneficiarios de la almoneda que se hizo de los bienes de las órdenes religiosas.
Lavada la pena canónica por el generoso concordato que Pío IX firmó con Isabel
II, quienes detentaban esos bienes preferían no recordar el origen de los
mismos ni la sangre inocente que los manchaba.
Más inexplicable es el
desentendimiento de la diócesis de Vich ante el martirio del que fue su pastor.
Pero tampoco las circunstancias eran favorables. Hasta muy poco antes de la
firma del Concordato de 1851 España estaba prácticamente sin obispos. Muertos
unos, en el destierro otros, apenas quedaban pastores al frente de sus
diócesis. Piénsese que desde 1834 a 1848 no se nombró obispo alguno en España.
De tan terrible situación de fe la relación que os expongo y que no ha tenido
parangón en ningún momento de la historia de nuestra patria.
En 1848, ya España bajo gobiernos
moderados, se pudieron nombrar obispos para Córdoba, Sigüenza, Canarias, Osma,
Cartagena, Gerona, Lérida, Orense, Zamora, Teruel, Ávila, Almería, Cuenca,
Segorbe, Jaén, Badajoz, Lugo, Santander, Coria, Tarazona, Oviedo, Jaca, León, Málaga,
Vich, Calahorra y Tortosa. Veintisiete obispos en un año para cubrir diócesis
vacantes, algunas desde hacía mucho tiempo. Piénsese que el también largo
periodo de la invasión francesa, bajo la cual tampoco se nombraron obispos pese
a las vacantes que se producían, motivó dos nombramientos en 1814 y diecinueve
en 1815. Tampoco la espantosa persecución de 1936, que asesinó a doce obispos,
dio lugar a nada parecido. A la llegada de los nuevos obispos a sus diócesis,
no pocas de ellas gobernadas por mercenarios intrusos anticanónicamente, era
tanta la labor pastoral pendiente que se puede entender que la beatificación
del obispo de Vich asesinado no fuera la preocupación principal del nuevo
pastor vicense, Don Luciano Casadevall. A ello se debe añadir la penosa
situación económica de la Iglesia hispana que tampoco permitía embarcarse en
los gastos extraordinarios que siempre implica una beatificación.
Tal vez haya llegado el momento
de lavar tanto olvido e ingratitud. Bien sé que las órdenes religiosas, hoy en
España en una decadencia indescriptible, no valoran el testimonio de sus
hermanos que dieron la vida por Cristo. O sólo valoran el de aquellos otros,
vilmente asesinados ciertamente, pero no por odio a la Iglesia sino por su
actuación política. Estoy pensando concretamente en lo ocurrido con varios
jesuitas en una República Centroamericana. Execrable asesinato sin la menor
duda, pero que, en mi opinión, que valdrá seguramente muy poco, no reúne la
características técnicas del martirio. Del martirio que lleva a los
altares.
No es el caso de los religiosos
asesinados en 1834 y 1835 ni el del obispo de Vich, Fray Raymundo Strauch. Dios
quiera que su martirio sea hoy reivindicado y se incoe el correspondiente
proceso que les declare oficialmente beatos de la Iglesia. Creo que pedírselo a
los superiores actuales de jesuitas, franciscanos, dominicos, mercedarios…
sería empeño inútil. Llegarán días mejores, que tal vez ya alborean, en que eso
se les pueda reclamar. Creo que ya, hoy al obispo de Vich, Don Román Casanova,
dignísimo sucesor de Fray Raimundo, que haría con ello un gran servicio a su
diócesis y repararía un olvido imperdonable. Cierto que algunos intentos se
iniciaron más de una vez pero se frustraron muy pronto. Tal vez haya llegado el
día en que conduzcan a buen fin.
Yo, por mi parte, me siento feliz
recordando a tantos hermanos en la fe que dieron su sangre por Cristo pronto
hará doscientos años y agradezco mucho a los organizadores de esta Jornada que
se hayan acordado de los desconocidos y olvidados mártires españoles del siglo
XIX. Aunque seguramente no haya sido un acierto encomendarme a mí su
memoria. La Iglesia que se olvida de sus
mártires es una Iglesia enferma y cobarde. Que busca rehuir todo aquello que
pueda resultar molesto al mundo al que se ha entregado. Al que se entregó no
para llevarlo a Cristo sino para mimetizarse con él. A mí me enseñaron de niño
que eran tres los enemigos del alma: demonio, mundo y carne. Del demonio apenas
se habla, si es que alguien habla, desde los ambones de nuestras iglesias. La
carne se ha adueñado de todo. ¿Cómo extrañarnos pues de que se multipliquen los
repugnantes actos de pederastia y los amancebamientos y bodas de los curas? Y
el mundo parece el ideal tras el que corren despendolados no pocos de los que
habiendo consagrado su vida a Dios lo han cambiado enseguida por el mundo. La
mundanización del clero y de las religiosas, quiero decir por supuesto que de
muchos de ellos, ostensible hasta en su modo de vestir, como si del mundo fueren,
es un síntoma mortal del abandono de Dios. Porque no se puede servir a dos
señores.
Los mártires del siglo XIX, los
olvidados y desconocidos mártires del siglo XIX, fueron asesinados por el mundo
porque ellos no quisieron saber nada de él y se entregaron a Dios. A ese Dios
que el mismo día de su muerte, de su vil asesinato, les abrió en el cielo sus
brazos amorosos para sentarles junto a Él en su gloria ya para toda la
eternidad. Y allí están, gozando de Él y cantando sus alabanzas aunque todavía
no hayan llegado a los pobres altares de la tierra.
Caído Espartero e instaurada la
década moderada fue aliviándose la triste suerte de la Iglesia hispana. La
revolución progresista de 1854, que apenas duró dos años, no recuerdo yo que en
su persecución a la Iglesia llegara al asesinato. Y tampoco ese cobarde
atentado contra la vida se prodigó en la todavía más radical revolución de
1868. Aunque ésta si produjo algún mártir. En la localidad tarraconense de La
Selva las turbas asaltaron la casa de los Misioneros del Inmaculado Corazón de
María y el P. Crusats murió apuñalado. Y ya en los estertores del régimen se
asesinó a algunos párrocos catalanes.
Pero no cesó España en este siglo
XIX, uno de los más lamentables de nuestra agitada historia, de enviar mártires
al cielo. Ahora ya desde tierras lejanas que nuestros misioneros roturaban para
Cristo. No tengo recuerdo, aunque seguro estoy de que algún caso habría, de la
muerte de religiosos en las inmensas selvas americanas que hasta hace poco
habían sido dominio de España. Dominio inexplorado salvo por el celo de los
religiosos que querían rescatar para Cristo las almas de aquellos indios.
Epopeya de amor a Dios y a esos desgraciados hermanos que desconocían al que
había muerto en la cruz por ellos.
Sí está perfectamente
documentado, en cambio, el martirio de los franciscanos españoles en damasco
que tuvo lugar en 1860 y a los que hoy veneramos en los altares. Como
consecuencia de un decreto imperial dado por el sultán Abdul Megid en 1956
comenzó en el Medio Otiente una sangrienta persecución contra los cristianos.
Los drusos entraron en Damasco y el 7 de julio de 1860 comenzaron las matanzas.
En la noche del 9 al 10 de ese mes asaltan la residencia de los franciscanos,
que se habían negado a abandonar el convento, desoyendo los ofrecimientos de
los representantes de potencias europeas que les había ofrecido asilo. Fueron
asesinados los once moradores de la casa, siete de los cuales eran españoles.
Pío XI los beatifico en 1926. Nuestros compatriotas fueron el P. Manuel Ruiz,
superior de la casa, nacido en San Martín de Reinosa (1803), el P.Carmelo
Volta, de Real de Gandía (1803), el P. Nicanor Ascanio, de Villarejo de
Salvanés (1814), el P. Nicolás Alberca, de Aguilar de la Frontera (Córdoba)
(1830), el P. Pedro Soler, de Lorca (1827), fray Francisco Pinazo, de Alpuente
(Valencia) (1802) y fray Juan Santiago Fernández, de Carballeda (Orense)
(1808). Los dos últimos, hermanos legos. Ofrendaron su vida a Cristo en esas
tierras tan próximas a aquella en la que el Hijo de Dios entregó la suya al
Padre en redención de todos nosotros. La Orden franciscana siempre tuvo una
especial querencia por Tierra Santa que regó también martirialmente con sangre
española.
Extraordinario testimonio el que
los católicos dieron en el siglo XIX en el Tonkín, hoy Vietnam, en medio de
crueldades sin cuento que hacen dudar de la condición humana. Hubo varias
decenas de miles de mártires, vietnamitas en su mayoría, que regaron con su
sangre aquella tierra y fueron la semilla generosa que se ha multiplicado en el
hoy pujante catolicismo que hay en aquella nación. Que acaba de salir, o
todavía está saliendo, de otra prueba durísima bajo el comunismo, pero que
ciertamente no se puede comparar con lo que allí se padeció en el siglo XIX.
Aunque también en el siglo XX nuevos mártires vietnamitas llegaron al cielo con
la palma del martirio en la mano.
Fueron, como digo, hijos de aquella tierra la gran
mayoría de los asesinados entre cruelísimos tormentos pero hubo también entre
ellos franceses y españoles. Los españoles todos dominicos y unos cuantos,
obispos. Los demás sacerdotes. Fue admirable la disposición de aquellos frailes
predicadores que, desde la tranquilidad de Manila se ofrecían, conforme iban
llegando las noticias de la muerte de sus hermanos, para reemplazarles, en la
certeza absoluta de una muerte segura y entre espantosos tormentos. Pero no
querían abandonar, dejándoles sin sacerdotes, a un pueblo admirable por su
entrega a Cristo. Desde su misma llegada entraban en la clandestinidad acogidos
por unos fieles que sabían que se jugaban la vida escondiendo a sus sacerdotes
y a sus obispos, y así vivían hasta que eran descubiertos y ejecutados. Con
toda clase de refinamientos de crueldad.
Por razones de tiempo me limitaré
a narraros solamente el martirio del obispo Melchor García Sampedro. Cualquiera
del de los otros beatos es comparable en la horrorosa crueldad aunque con
variantes en la misma.
“Apresado García Sampedro el 8 de
julio de 1858, el tirano quería ensañarse con su víctima. El 28 fue sacado para
el lugar de ejecución entre gran algarabía y aparato de tropa, elefantes y
caballos. Tras ellos, con su “canga” o cepo al cuello, se arrastraba extenuado
el mártir. “Cortadle primero las piernas, después las manos, luego la cabeza y
por fin abridle las entrañas”, gritó el mandarín.
Después de atarle a unas estacas,
distorsionando todo el cuerpo, le desnudaron y estiraron por pies y cabeza con
gran fiereza y griterío. Luego, como quien hace leña, con hachas romas, sin
corte, para que durara más el tormento, empezaron por las piernas, cortándolas
sobre las rodillas con doce golpes. Después hicieron lo mismo con los brazos
con siete golpes. Con otros quince golpes le machacaron la cabeza, y, en fin,
con un cuchillo le abrieron el vientre y con un gancho le sacaron el hígado y
la hiel. Luego cogieron la cabeza y la suspendieron junto a la puerta del
Mediodía, y el hígado y la hiel a la de Oriente. Al día siguiente, 29 de julio,
hecha pedazos la cabeza la arrojaron por la noche al mar”
Es admirable como aquellos fieles
vietnamitas que presenciaban esas espantosas carnicerías y las sufrían en sus
propios cuerpos, una vez masacrado su sacerdote, su obispo, sus familiares,
esperaban ansiosos la llegada del relevo que les traería de nuevo la palabra de
Dios, los sacramentos y la muerte. Que ellos sabían que era la vida eterna.
Os daré los nombres de estos
gloriosos hijos de la Orden dominicana hoy en los altares.
Jerónimo Hermosilla, obispo
Valentín Berriochoa, obispo
José María Díaz Sanjurjo, obispo
Melchor García Sampedro, obispo
Domingo Henares, obispo
Clemente Ignacio Delgado Cebrián,
obispo
Pedro Almató, sacerdote
Francisco Gil de Federich,
sacerdote
Mateo Alonso Leciniana, sacerdote
José Fernández, sacerdote
Y se me pasa alguno cuyo nombre
ahora no recuerdo.
No voy a extenderme en
diferencias entre estos frailes de anteayer, y los de ayer, que fueron los del
siglo XX, con sus hermanos de hoy. De las mismas órdenes. A mí me parecen muy
distintos. Como si nada tuvieran que ver los de hoy con aquellos. Pero puedo
estar equivocado.
Habéis visto que nuestro siglo
XIX ha sido un siglo de mártires. Como España no conocía desde unas cuantas
centurias antes. Mártires por desgracia muy olvidados. Nosotros lo perdemos.
Tanta sangre, tanto amor a Cristo, fue sin embargo apenas nada en comparación
con lo que se iba a vivir en el siglo XX. Pero de esa gloriosísima y
hermosísima gesta eclesial os hablarán mis compañeros de Jornadas. Y seguro que
mucho mejor que yo.
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