SAN HILARIO DE POÍTÍERS´
Obispo y padre de la Iglesia (315-367)
“El
don de la palabra, del cual me has dotado, no puede tener una
recompensa mayor que la de servirte dándote a conocer, de mostrar a este
mundo que te ignora o al hereje que te niega, que Tú eres el Padre,
Padre del Unigénito (Hijo de) Dios. Este es mi único fin” (Patrología Latina)
Hilario ya había andado mucho, incluso en sentido literal, cuando escribió sus doce libros De la Trinidad, en defensa de la verdadera fe.
En los confines del imperio
Se
encontraba entonces desterrado en Asia Menor por orden del emperador
Constancio. Fue un destierro productivo, porque le permitió conocer las
conquistas y problemas de la iglesia de Oriente, profundizar sus
estudios teológicos, pero sobre todo adelantar en el conocimiento del
amor de Dios y defender, con la palabra y la pluma, la naturaleza divina
de Cristo. Había nacido hacia el año 315 en Poitiers, en la frontera
occidental del imperio. Poseía tierras y esclavos y desde joven había
podido dedicarse al estudio y enriquecer su cultura con las lectura de
los autores latinos más célebres. Se había casado con una mujer de su
misma condición, verdaderamente virtuosa, y con ella había tenido una
hija, llamada Abra. El ambiente familiar le permitió seguir estudiando y
compartir con su mujer
una preocupación que le quitaba las ganas de vivir. Y es que se
preguntaba a menudo por qué la vida tenía que terminar con la muerte. Se
hizo catecúmeno y una noche de Pascua se bautizó con su mujer y su
hija.
Su
conversión produjo una conmoción en la ciudad. Frecuentaba la comunidad
cristiana y, cuando se lo pedían, contaba sus descubrimientos sobre
Dios con tanto fervor que se grababa en el corazón de todos para
siempre.
Obispo sin quererlo
Por este motivo, cuando murió el
obispo local, en el 350, el pueblo propuso su nombre de forma unánime.
Su mujer consintió en que se ocupara exclusivamente de los asuntos
eclesiásticos y sólo lo veía en el altar, cuando celebraba el sacrificio
de la misa.
Cuando
la herejía de Arrio comenzó a propagarse, Hilario no se dejó engañar,
sino que se expresó con claridad en el momento oportuno, organizando una
reunión de obispos en París, sin solicitar permiso al emperador (1).
Reafirmada la verdadera fe, Hilario consiguió además que se anulara la
condena que pesaba sobre san Atanasio de Alejandría, que se había decretado en Arles y confirmado en Milán por voluntad del emperador.
Un exilio doloroso pero fecundo
Constancio
desterró a Hilario inmediatamente a Asia Menor donde gozó de una
relativa libertad de movimientos, pero tuvo la ocasión de ver la
lamentable situación de las iglesias orientales. Ya no existía la
ferviente relación de antaño entre los fieles, y muchos eclesiásticos
estaban totalmente al servicio del poder político. La fe de Hilario era
inquebrantable y dio comienzo a otra obra, Sobre los sínodos, con intención de reconciliar a los obispos de las dos partes del imperio.
Su
febril actividad en Oriente y su persuasiva palabra comenzaron a in
quietar a los obispos arrianos, quienes sugirieron al emperador que se
realizaran dos concilios, uno en Ramini para los occidentales y otro en
Seleucia para los orientales. Esto dio ánimo a los enemigos de Hilario,
los cuales lograron que Hilario fuese devuelto a las Galias, acusado de
perturbar la paz en Oriente.
El retorno a la patria
Aunque
el regreso a Poitiers fue un verdadero triunfo, Hilario atravesó un
período particularmente difícil, en el cual se preguntaba si valía la
pena defender la fe ante obispos alejados del Evangelio y sometidos al
imperio.
Por
entonces lo visita San Martín y entonces su alma vuelve a llenarse de
vigor. El monje Martín lo puso al día sobre la situación nada halagüeña
de la Italia septentrional, donde el emperador había
llegado al extremo de sentar a un obispo arriano en la silla de Milán.
Pero a pesar de estas nefastas novedades, la santidad de Martín y sus
planes evangélicos le dieron a Hilario más esperanza.
Hilario pasó sus últimos años en relativa tranquilidad. Al morir Constancio, la Iglesia
volvió a ser libre y la herejía comenzó su decadencia. La única
sobreviviente de la familia era su hija Abra, que había decidido
consagrar su virginidad a Dios.
(1) La
herejía arriana: una de las escisiones más graves que ha padecido el
cristianismo, se basaba en la tesis del heresiarca Arrio, que ponía en
duda aspectos fundamentales de la Santísima Trinidad, aduciendo que Jesucristo no era Dios verdadero sino sólo en sentido figurado. La Iglesia
condenó esta doctrina en el concilio de Nicea en el año 325. No
obstante el arrianismo prevaleció y fue ratificado en varios concilios
cismáticos, entre ellos
el de Arles (353) y Milán (355). La cuestión se zanjó en el año 381 con el concilio de Constantinopla.
Extractado por Ricardo Díaz de “Vidas Santas y Ejemplares”, Enrico Pepe, España, 2002.
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