La visita de la presidente Cristina Fernández de la semana pasada
a Chile no fue de lo mejor ni salió como ella misma esperaba. No solamente el
presidente Sebastián Piñera le
solicitó formalmente la extradición del terrorista prófugo Galvarino Apablaza, protegido de Cristina, sino que su comentario de que el público chileno que
había asistido al acto oficial había gritado que Las Malvinas eran argentinas
resultó falso.
A su vez, Piñera
declaró a los medios de su país que "el respaldo formal del gobierno
chileno al reclamo argentino de soberanía no empañará la amistad que tenemos
históricamente con la Gran Bretaña" y que se expresa en los lazos
comerciales, los vuelos desde Punta Arenas a las islas y los puertos de
reabastecimiento que ofrecen a la marina comercial inglesa.
El jefe del Gabinete trasandino, Rodrigo Hinzpeter, dijo también a la
prensa nacional, sin pudor por la visita, "que no es posible que el hecho
de cruzar una frontera sea un recurso de impunidad, que sirva para evadir la
justicia, agregando que la aspiración del Gobierno es que todos los delitos
cometidos en el país sean juzgados por los tribunales chilenos".
Pero, más allá de estos
contratiempos que se suman a los que en la política doméstica debe enfrentar la
presidente, se sumó uno que debe haber herido su inalcanzable ego: Durante la
cena de honor celebrada en el Patio de los Cañones de la mismísima La Moneda,
los organizadores notaron inmediatamente que faltaría cubrir un centenar de
puestos.
Según cuenta la prensa chilena, para
evitar el bochorno, se dispuso que personal de diversas oficinas que lucían a
esa hora “ropa de trabajo”, tomaran asiento en la mesas como “invitados de
honor”, como rezaba la invitación presidencial.
En las crónicas del país vecino
se contó que se trató de "una velada en que no hubo mucho protocolo y
donde la señora K hizo gala de su
manejo escénico opacando al presidente Piñera,
que leyó un discurso más bien frío y en el cual erró varias veces".
Lo peor que le podía haber pasado
a la presidente. Confirmar que hay gente que no quiere tener contacto con ella.
Algo que en el país disimula muy bien, en su actos cada vez más controlados,
con participantes domesticados o directamente empleados públicos que dependen
de su potestad.
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