viernes, 13 de julio de 2012

BREVE REFLEXIÓN DE UN LAICO



El cristiano de hoy no escapa al azote de la moda. Por el triunfo de lo efímero y de lo fugaz, el profesar la fe se vuelve pasatiempo. ¿Cuántas veces hemos visto a nuestra grey muy preocupada por la “pastoral de la repostería”?

Es intenso el dolor que causa ver a nuestra Iglesia desacralizada y ajenos sus pastores a la comprensión cabal del descalabro político en que nos hallamos. Otrora era cotidiano escuchar en nuestros templos precisas homilías en las cuales el Evangelio no perdía actualidad. En ellas se enseñaba no sólo la relevancia de la teología, sino también cómo ésta iluminaba las cuestiones políticas.

En la actualidad, el mensaje predicado pierde profundidad. Se diluye en vacuas palabras que adormecen al fiel hasta su aturdimiento. Si, al decir de C. S. Lewis, la conciencia es el megáfono de Dios, el presbítero es quien tiene a su cargo el deber de despabilar dicha conciencia.

Sin ánimo de caer en lo estrictamente jurídico cabe preguntarse: ¿no es tarea de nuestros pastores enseñar?. Sí, empero, el laico no puede quedar perplejo ante la pregunta. Es también su responsabilidad el adquirir y mejorar su formación, como bien lo señala el artículo 217 de nuestro Código Canónico.

Resulta pavoroso observar algunas conductas que son claramente incomprensibles. A guisa de ejemplo podemos considerar los largos silencios guardados por el grueso de nuestra Jerarquía frente a la persecución explícita a la fe católica. Silencios que son anuencias y temores serviles. Ello sin adentrarnos en otros casos aún peores, como ha sido la introducción en nuestros templos de discursos escandalosamente judaizantes.

¿Cómo no tener al rebaño confuso cuando gran parte de sus autoridades adoptan estos comportamientos claramente erráticos? A toda luz, la ignorancia de nuestro clero es uno de los grandes dramas de la Iglesia Católica. La escasa y magra preparación de los sacerdotes se evidencia ante la crisis vocacional. No son ya los presbíteros de la “Studiorum Ducem” sino de la “posteridad de Joaquín de Fiore”. Se pretende silenciar lo dicho por su santidad Pio XI: “Id a Tomás, a pedirle el alimento de sana doctrina”.

“El católico tiene la obligación de «hacer portarse bien» a la Iglesia Católica, cueste lo que cueste”, decía con razón el Padre Castellani. Pues el fiel laico no permanece ajeno a la realidad de la Iglesia. Debe integrarla, no sólo desde lo sacramental sino también desde lo apostólico, señalando con firmeza y humildad el camino indicado por Jesucristo. Si bien debe guardar obediencia y respeto a la autoridad eclesial, ésta no puede ser un mero “perinde ac cadáver”. El buen cristiano está llamado a luchar frente al pecado, aún más cuando este se encarna en quienes mayores obligaciones tienen de ser un ejemplo de virtud.

Es, también, nuestra tarea el bregar por una formación adecuada. Despojarnos de lo burocrático, de las nimiedades que obstaculizan la verdadera Fe. “La Iglesia ha perdido su hermosura interior, que era el entendimiento, la justicia y la caridad, y por eso ha sido despojada ignominiosamente de sus vestiduras de oro y seda”. No sin congoja hemos de asumir estos nuevos dichos del Padre Castellani, en su libro “El ruiseñor fusilado”.

La Iglesia ha permitido que el pecado se instale cómodamente en los sacros aposentos. Los silencios abundan. No precisamente por estar en permanente oración. Es prioritario que los feligreses sacudan su molicie y renueven su compromiso por defender a la patria católica. Es prioritario que los pastores renuncien a la comodidad y a la falsa benevolencia del desentendido. Es hora de pegar la vuelta a tiempos de virtud y de martirio por la Fe. Renovemos nuestra esperanza en la Iglesia Militante.

Octavio Guzzi

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