En la foto: Jean Ousset, el pensador de La Ciudad Católica
Por J. A. Ullate *
I
¿Qué debemos, pues, hacer los católicos en política? Pregunta recurrente y sintomática de que no tenemos las cosas demasiado claras. Hay confusión sobre qué es política (¿política de partidos?, ¿voto útil?, ¿cooperación a un bien común natural?); sobre el grado de apremio del “deber de participar en política”; sobre quién está legitimado para “levantar una bandera” en política que nos vincule a los católicos (manifestaciones, campañas sociales, candidaturas electorales); sobre el alcance de la consecuencias y la obligatoriedad de la fe en orden social. Eso, por enumerar algunas causas de perplejidad compartida. El resultado es del todo previsible: lo que podríamos llamar el “proceso perverso” de la atrofia de los católicos. Este proceso tiene al menos cinco pasos:
1) Se da por sentada la primacía de la acción: el “algo hay que hacer”; el “no podemos quedarnos de brazos cruzados”. Esta aparentemente benemérita afirmación conlleva la noción de que ante una emergencia lo principal es actuar o, lo que es lo mismo, que nuestra conducta será moral en la medida en que hagamos algo. Pero eso no es cierto ni siquiera en un caso de urgencia máxima, como socorrer a un accidentado o rescatar a la víctima de un incendio. En esos casos, las circunstancias nos impondrán una gran presión para tomar una decisión y nos impondrán también con evidencia el fin que buscamos, pero, por rápida que sea, nuestra acción no será moral ni prudente sin una razonable deliberación sobre los medios más adecuados.
2) A esa premisa, impuesta “a los católicos”, le sigue la aceptación de que para ser “eficaces” en la sociedad de masas debemos agruparnos y actuar bajo movilizaciones ideológicas, por consignas. El católico debe “sumarse” a iniciativas diseñadas en misteriosas instancias que deciden cuáles son las batallas a librar y los planteamientos que hay que reivindicar: el católico individual acepta que su participación en las mismas es “instrumental”, “funcional” respecto de tácticas en las que no participa. Todo sea por la “eficacia”. Esa pretendida eficacia se persigue siempre desechando las motivaciones específicamente católicas y sobrenaturales, y centrándose siempre en aspectos secundarios de orden “laico” o meramente natural. Se hace creer al católico que, para ser “eficaz”, incluso para estar legitimado en la plaza pública, hay que esconder lo específicamente católico.
3) Por esa misma exigencia de “eficacia” política, las cuestiones doctrinales, la reflexión sobre el correcto planteamiento doctrinal de la batalla social planteada, se descartan como inoportunas: “este no es el momento de dividir”. Recurso que encubre nuevamente la movilización ideológica y basada en consignas, en detrimento de una auténtica participación humana y cristiana, es decir, que no sólo tenga como fin la consecución de un objetivo “político” sino la realización de un acto moral. Una acción ideológica es una acción escindida respecto del ámbito moral, como si por “acertar” en las batallas políticas, nuestra principal contribución al bien común –al cumplimiento exacto de nuestros deberes, entre ellos el de formarnos– quedarse descontada.
4) Es palpable que la coartada para este tipo de acciones, la exaltación de la eficacia, conduce, además, a resultados prácticos escasos o nulos, como se contempla después de más de treinta años recurrir crecientemente a este tipo de “movilización” de lo que queda del resto de los católicos y del también creciente descuido de la verdadera transmisión de la doctrina y de la vida católicas en las familias.
5) Por lo mismo, esa menguante eficacia política, en aras de la cual se ha pedido concentrar esfuerzos, es contemporánea de un progresivo deterioro de la vida personal, familiar y política verdaderamente católicas. ¿Cuántos católicos hoy están familiarizados con la doctrina social de la Iglesia, o tan sólo con el reinado social de Jesucristo y sus exigencias en el orden temporal, público y privado?
Esa tendencia se ha ido agudizando hasta la situación actual en la que los católicos son convocados a movilizaciones en las que (¡incluso cuando se convocan desde ámbitos eclesiásticos!) las razones cristianas quedan totalmente implícitas y eclipsadas bajo la mención a “derechos humanos”, “batallas laicas”, “defensa de la libertad” o “de las instituciones naturales”, ya sea al hablar de la educación, de la familia o del aborto, que parece que para los católicos hoy ya no haya política fuera de esos temas.
En sí mismo, este círculo vicioso o proceso perverso de autonegación de la concepción católica de la política es un factor de destrucción para los católicos. Es un proceso que se yergue como un obstáculo para, al menos, advertir la exangüe situación de lo que fue el “pueblo católico”.
Como decía al comienzo, la desorientación ha permitido el desarrollo de este proceso parasitario que, mientras alimenta la ilusión de llevar “al católico a la vida pública”, en realidad logra no sólo la instalación en los católicos de una mentalidad antipolítica, sino que genera un espejismo de cumplimiento del deber que impide un benéfico examen de conciencia de los católicos.
II
Acabamos de describir un mecanismo psicológico, un “proceso perverso”, de autonegación política de los católicos. Proceso que resulta tanto más paradójico cuanto que empieza por alimentar la urgencia de lo político en las conciencias cristianas. ¿Cómo puede ser que la exageración de lo político lleve consigo una mentalidad antipolítica, una autonegación política para los católicos, su irrelevancia pública?
Hay que aclarar un equívoco. ¿Qué queremos decir cuando decimos “política”? El P. Lachance explicaba que, “dado que solo tenemos un fin último, es necesario que las instituciones que hemos recibido de la naturaleza y de la gracia con el objeto de hacernos llegar a ese fin, combinen su esfuerzos, de modo que logren la unidad de dirección requerida por la unidad misma de nuestro destino”. En el concepto tradicional, la política abarca todo lo que los ciudadanos y los gobernantes hacen para la consecución del bien común temporal: la paz y la vida virtuosa de los miembros de la comunidad política. Así, gobernante y ciudadanos cooperan políticamente, aunque la actividad política sea, eminentemente, la del gobernante, que dirige y hasta de da valor político a los actos particulares de los ciudadanos en su vida cotidiana. Los ciudadanos hacen política al obedecer las leyes, al tomar parte en los órganos de representación, y hasta por el mero hecho de aceptar que sus actos “privados” adquieran virtualidad política bajo el paraguas de las decisiones generales del gobernante. Lo que subyace a este planteamiento no es el aspecto “triunfalista” del catolicismo, sino la constatación de la inevitable dualidad de órdenes –natural y sobrenatural– a los que pertenece el ser humano simultáneamente, así como la jerarquía existente entre ellos. Querámoslo o no, el hombre pertenece al orden social natural y al orden sobrenatural (aunque lo ignore o lo rechace para su perdición) y no teniendo más que un solo fin último, es natural que el hombre busque la armonización entre ambos.
Hace mucho tiempo que en España no vivimos un régimen así (por muy defectuosa que fuera su aplicación). Hoy ningún régimen político asume esa concepción. La ecumene política mundial se basa en una idea naturalista del orden social. De aquí el primer equívoco: ¿es la situación actual normal o patológica, políticamente? La inmensa mayoría de los católicos hoy responden que ésta es una situación normal (a pesar de una mala aplicación de la sana laicidad) y que la situación patológica más bien era la de unida católica, o de tesis.
Dejando a un lado la anomalía que supone que los católicos no se sientan vinculados por la doctrina política de la Iglesia, señalo que esa desvinculación evidencia una concepción de la política naturalista. Para la gran mayoría de nuestros contemporáneos católicos, el orden político no puede facilitar la obtención del fin último (la felicidad celeste, en palabras de Santo Tomás de Aquino). Se busca, en un sentido negativo, que las políticas no destruyan algunos bienes morales (familia, aborto, educación) y, en un sentido positivo, que produzcan el mayor bienestar material posible y, si cabe, que se apoyen las iniciativas privadas en materia de familia y educación.
No puedo desarrollar aquí el origen filosófico de esta concepción de la política, ni criticar la vía principal (el personalismo filosófico) por la que esta mentalidad no católica se ha abierto camino entre los cristianos, operando una reducción de la política a instrumento y juego de intenciones privadas. Trato tan sólo de señalar que el trasfondo ideológico de ese proceso perverso de autodestrucción política de los católicos es un falso concepto de la política. A eso llamo ceder a la tentación antipolítica: el antipoliticismo que denuncia Miguel Ayuso. El católico hoy siente la urgencia de “hacer algo en política”, pero en realidad para él esa política es ya sólo el modo de hacer realizables sus aspiraciones privadas. Por ese motivo no hay verdadero aprecio de lo político, sino su total desprecio. Sólo se siente el apremio de intervenir en esta “nueva política” cuando nuestros pequeños mundos se ven afectados. Hace pocos años un grupo católico-liberal repetía esta consigna: “no queremos el Poder, sino poder…”. Magnífico resumen de la nueva concepción de lo social.
Ése es, pues, el travestido concepto de la política que subyace en las batallas a las que se empuja a los católicos. Batallas “políticas” que incluyen manifestaciones “pro-vida”, “pro-matrimonio” (sin rechazo de otros tipos de uniones, siempre que no se llamen matrimonio), campañas de “objeción de conciencia”, pero también desesperadas llamadas a la concentración del voto en torno a candidaturas “con valores cristianos”. El comprobable fracaso de estas campañas, la irrelevancia crónica de los católicos en este tipo de marco social, su inevitable seguidismo y subordinación a fuerzas ideológicas extrañas (los partidos gobernantes) o el cultivo ilusorio de esperanzas sorbe partidos marginales no ha conducido a una reflexión sobre la corrección de los postulados de partida, sino todo lo contrario: a la enésima huida hacia delante. Pero mientras tanto, ese pelagianismo político va extrañando más y más a los católicos de sus referencias propias.
Ahora vuelvo a plantear la pregunta inicial: ¿qué hemos de hacer en política hoy? Se impone un doble preámbulo para nuestro actuar político:
a) dado que no estamos en una situación de cristiandad política, preámbulo ineludible será reconocer lo anómalo de la actual ordenación social; hacer profesión de disconformidad respecto a este desorden. Confesar lo patológico de esta situación: no de una determinada política u otra, sino del marco constitutivo y constitucional;
b) otro prolegómeno de nuestro actuar político es que debemos estimar el orden político por encima de la efectividad política. O lo que es lo mismo, que debemos disciplinarnos para no actuar en función de efectividades o resultados previstos (más o menos, o nada realistas), sino en función de la recomposición de un orden hacia el fin, el bien común (non tenemur fine, sed ordine ad finem, como enseñaba el abate Berto).
El alcance político de estos preámbulos es inmenso y su aceptación o su rechazo determina la incomprensión radical y rechazo mutuo entre dos formas de “hacer política” –una legítima y otra no, por masiva que sea– entre los católicos. Estamos habituados a escuchar precisamente la admisión, la confesión, de los prolegómenos inversos: clérigos y seglares reconociendo “que se sienten cómodos en este marco constitucional”, “que no echan en falta (los privilegios de) un orden constitucional diferente”, “que no tienen miedo de la libertad política”, y por otro lado, que lo distintivo del actuar de los cristianos en política es una motivación ética, un impulso hacia determinadas “políticas”, una orientación privada para defender unas u otras “batallas sociales”. Exactamente lo contrario. Éste es el cruce de vías que divide trayectorias opuestas. Aquí hemos tropezado. Y cuando se ha errado el camino, no hay más solución que retroceder y decidir –correctamente– de nuevo. Por más que para muchos éste sea “un debate superado”, hoy más que nunca es necesario plantearlo con sosiego y con rigor.
III
Ha llegado el momento de sacar algunas conclusiones prácticas.
La política católica está media por el bien común. Bien común temporal, que tiene como requisito la existencia de un régimen y unos gobernantes que lo persigan. Cuando falta ese régimen nos hallamos en una situación patológica, políticamente enferma, en diversos grados según el alejamiento del bien común. Y las obligaciones de los católicos varían según las circunstancias sean más o menos adversas, pero en semejantes casos estarán marcadas por la necesidad de evitar males mayores o de subvenir a necesidades concretas, no por la búsqueda directa de un bien común temporal, que en esas condiciones se vuelve imposible, pues la facultad de ordenar no está en mano de los ciudadanos. Lo que sí está en sus manos es concurrir al orden, cuando se da. En casos extremos, pero con expectativas razonables de éxito, también está en su mano concurrir al advenimiento de un régimen legítimo.
Los regímenes políticos hoy tienen una separación radical de la Iglesia y del Estado; un marco constitucional positivista–naturalista; y, por ende, una privación del bien común temporal. Lo que varía es el grado de corrupción práctica de cada legislación, el punto hasta el que “hacer legal” y promociona actividades inmorales y delictivas. Invocar hoy fórmulas de convocatoria para la participación política semejantes a las pensadas ad hoc para situaciones ya superadas (p.e. el ralliement o la democracia cristiana) es injustificable, puesto que el grado de impenetrabilidad de los regímenes naturalistas es hoy incomparablemente mayor y las expectativas de influencia de este tipo de fórmulas son despreciables. Así las cosas, se da la paradoja de que las “políticas” propuestas por quienes quieren seguir siendo católicos pero sin cuestionar la esencia del régimen actual, contribuyen directamente a la creciente descristianización de los católicos, llevados a formas de participación que, además de estériles, los reducen a instrumentos. Formas que a corto plazo no requieren que los católicos cumplan sus deberes de estado, sino que se sumen a ésta o aquélla iniciativa, con la expectativa puesta en un resultado futuro, mientras que el bien común lógicamente acarrea el perfeccionamiento moral actual de los agentes: cumpliendo con mi deber de estado, me hago mejor, y procuro en mí también el bien común. Cuando falta un gobernante que ordene los actos de deber de estado hacia el bien común, a los católicos nos falta el medio ordinario para la participación política. Seguimos teniendo obligaciones ineludibles de justicia (conmutativa y en cierto sentido también legal), pero la justicia sola ya no basta. En tales casos, como los que vivimos ahora, la caridad, ordenada no ya al bien común temporal, sino a Dios, bien común trascendente, ejerce una cierta suplencia. Por la caridad verdadera (no sólo por las obras de caridad), los cristianos se convierten en el alma de la ciudad (cfr. epístola a Diogneto).
En las épocas en que la organización social se ha mostrado obstinadamente impenetrable al Evangelio, los cristianos han contribuido al bien común de forma extraordinaria. Contribución doble: por un lado, la caridad procura bienes espirituales para la sociedad, pero por otro lado, mediante le apostolado y la predicación, transmite la verdadera doctrina política católica, la aspiración a una situación de normalidad, de orden cristiano. Así mantiene viva la llama de una aspiración a “restaurarlo todo en Cristo”, también en la vida social y prepara su advenimiento.
Así las cosas, un cierto “espíritu político” que insiste en “hacer política” por encima de todo, se convierte en el peor enemigo de una auténtica y posible “política católica”. “Este espíritu político –escribe Hervé Belmont– es uno de los vehículos más eficaces del espíritu del mundo y, si no estamos en guardia, nos alejará poco a poco del espíritu del Evangelio”. El “espíritu político” siempre pretende fascinar a los católicos encendiendo en ellos una esperanza mundana, al tiempo que tritura el contenido específicamente cristiano de la acción. En los tres primeros siglos, los cristianos no tenían expectativas razonables de realizar una política católica “normal”, pero no por ello cedían a ese “espíritu político” (auténtica antipolítica) sino que, guiados por la caridad, cumplían su función de “alma de la ciudad”, sin descuidar ni dejar de transmitir ese anhelo de reinado social de Jesucristo. Nada más alejado del “espíritu político” que un mártir cristiano, pero no pensemos que los mártires se desentendían del orden de la ciudad. Cuando iba a ser entregado al suplicio junto a su amigo Tiburcio, Valeriano se dirigió a los presentes diciendo: “Ciudadanos de Roma: permaneced constantes en la verdadera fe, destruid los dioses de madera y de piedra… reducidlos a polvo”. Palabras que demuestran cómo lo que algunos han llamado despectivamente “constantinismo” estaba más que virtualmente presente en la fe de los cristianos y que es un sofisma deducir de la “impotencia política” de los primeros cristianos la doctrina de la separación de la Iglesia y el Estado.
Ni los mártires “desertaban” de la política ni nosotros debemos hacerlo: sencillamente, el desorden imperante hacía imposible una participación directa y puede ser que hoy suceda igual. Sin embargo, ese obstáculo no alteraba el alcance de su fe, que también aspiraba –igual que debemos aspirar nosotros– a ser aplicada a la vida social. Como los mártires, debeos obedecer a Dios y cumplir con nuestros deberes de estado, no tanto “hacer política”. De ese modo estaremos contribuyendo al verdadero bien común, también temporal, aunque sea mediatamente. Como parte imprescindible de nuestra obediencia a Dios, debemos conocer y transmitir, difundir, la doctrina política de la Iglesia, sobre el Reinado Social. Un verdadero apostolado social, no desgajado del resto de la fe y de la vida de la fe.
Sin familias que vivan plenamente la fe (sin reducciones “pietistas”, “naturalistas” o “sentimentales”), educando católicamente a sus hijos; sin una adecuada transmisión de la fe y una educación de la inteligencia de la fe; sin un celo por la conversión del prójimo, no es que no vayamos a tener “política cristiana”, es que no tendremos cristianos.
Para un determinado “espíritu político”, lo importante es el éxito (¿qué éxito?) de singulares acciones políticas (movilizaciones, manifestaciones, congresos, partidos…) que respondan a las necesidades sociales, desgajadas de un orden completo, pero vemos que todo eso coincide con un debilitamiento progresivo de la fe, de las familias cristianas, de la educación católica y del apostolado militante sin que este problema le suscite la misma urgencia. Quizás es que para ellos sea posible una política católica sin católicos.
Dom Delatte, al explicar cómo se fueron distanciando los que antaño habían sido grandes amigos, Dom Guéranger y Montalembert, decía: “Ambos aman a la Iglesia; ambos quieren servir sus intereses. El uno, preocupándose sólo de los derechos de la Iglesia y de los de su verdad; el otro, con una preocupación por las circunstancias del momento, por las exigencias de la política, por las condiciones de la sociedad (…) pero el antagonismo entre el espíritu sobrenatural y el espíritu político es fatal” (Vie de Dom Guéranger, I, 355-6).
Se trata, pues, del enfrentamiento entre el espíritu sobrenatural y el espíritu político. A pesar de que su fin principal no es político, sino dar gloria a Dios, sólo el primero procura le bien de la ciudad, y permite una contribución eficaz al bien común, una acción política cristiana. “Los cristianos –escribe don Hervé Belmont– frecuentemente han contraído un espíritu político y partisano que no ha hecho sino politizar el cristianismo, en lugar de cristianizar la política”.
Por lo tanto, bienvenidas todas las propuestas de acción, siempre y cuando nazcan del espíritu sobrenatural y no del espíritu político. Y para empezar, dediquemos más atención a lo que damos con demasiada alegría por descontado y en realidad es el objeto de toda nuestra vida: buscar el Reino de Dios y su justicia.
* Revista Verbo, N° 477-478
Agosto – Septiembre – Octubre 2009
FUNDACIÓN SPEIRO