por Peter Kreeft.
La doctrina de la divinidad de Cristo es una doctrina central del cristianismo, pues es como una llave maestra que abre todo lo demás. Los cristianos no han razonado de modo independiente ni puesto a prueba cada una de las enseñanzas de Cristo que recibieron vía la Biblia y la Iglesia, sino que creen en todas ellas en base a Su autoridad. Pues si el Cristo es divino, bien puede confiarse en Él como maestro infalible en todo lo que dijo, incluso cosas duras como su exaltación de la pobreza y del sufrimiento, su prohibición del divorcio, su don a la Iglesia de la autoridad para enseñar y perdonar los pecados en Su nombre, sus advertencias sobre el infierno (muy a menudo y muy seriamente), la institución del escandaloso sacramento de comer su carne—frecuentemente nos olvidamos cuántas “cosas duras” enseñó.
Cuando los primeros apologistas cristianos comenzaron a dar razón de su fe a los incrédulos, naturalmente esta doctrina de la divinidad de Cristo resultó atacada, pues era casi tan increíble para los gentiles como escandalosa para los judíos. Que un hombre nacido de un vientre materno y que murió en la cruz, un hombre que se cansaba y que padeció hambre y que se enojó y que se conmovió y lloró ante la tumba de su amigo, que este hombre que tenía las uñas sucias fuera Dios era, sencillamente, la más asombroso, increíble, idea loca que jamás entró en cabeza de hombre en toda la historia de la humanidad.
El argumento al que recurrían los apologistas para defender esta doctrina aparentemente indefendible se ha transformado en un argumento clásico. C. S. Lewis lo ha usado en varias oportunidades. En cierta oportunidad le dediqué medio libro (Between Heaven and Hell). Es el argumento más importante de la apologética cristiana, pues una vez que el infiel acepta la conclusión de este argumento (que Cristo es Dios), todo lo perteneciente a la Fe sigue solo, no sólo intelectualmente (por tanto las enseñanzas de Cristo han de ser verdaderas) sino también personalmente (si Cristo es Dios, Él es también tu Señor y Salvador).
El argumento, como casi todos los argumentos eficaces, es extremadamente sencillo: o bien Cristo es Dios, o bien fue un mal tipo.
Los incrédulos siempre dicen que fue un buen hombre, no un mal tipo; que fue un gran maestro moral, un sabio, un filósofo, un moralista y un profeta, no un criminal, no un hombre que merecía morir crucificado. Pero, en buena lógica y sentido común, un buen hombre es la única cosa que en efecto no podía ser. Pues reclamó ser Dios. Dijo, “Antes de que Abraham fuera, Yo Soy”, profiriendo así la palabra que ningún judío se atrevía a pronunciar puesto es que es el nombre privativo de Dios, dicha por el mismísimo Dios a Moisés en la zarza ardiente. Jesús quería que todos creyes que Él era Dios. Quería que la gente lo adorara. Reclamó para Sí el poder de perdonar los pecados contra cualquier otro. (¿Quién puede hacer eso excepto Dios, el Uno siempre ofendido en cada pecado?).
Ahora bien, ¿qué pensaríamos hoy en día de un hombre que anduviese reclamando semejantes prerrogativas? Por cierto no que fuera un buen hombre y un sabio. Sólo hay dos posibilidades: o bien dice la verdad, o no. Si dice la verdad, es Dios y el caso está cerrado. Hemos de creer en él y adorarlo. Si no dice la verdad, entonces no es Dios sino un simple hombre. Pero un simple hombre que quiere que uno lo adore como a Dios no es un buen hombre. En verdad, es un hombre muy malo, o bien moralmente o bien intelectualmente considerado. Si sabe que no es Dios, entonces es moralmente malo, un mentiroso que intenta engañarnos deliberadamente e inducirnos a la blasfemia. Si no sabe que no es es Dios, si sinceramente cree que es Dios, entonces intelectualmente se revela como deficiente—de hecho, un insano.
Una medida de la insania es el tamaño del precipicio que se abre entre lo que uno sostiene ser y realmente es. Si creo ser el filósofo más grande de los Estados Unidos, soy sólo un tonto arrogante; si creo que soy Napoleón, probablemente tenga los cascos a la jineta; si creo que soy una mariposa, estoy plenamente embarcado y muy lejos de las costas de la cordura. Pero si creo que soy Dios, soy más insano aún puesto que la distancia entre cualquier cosa finita y el Dios infinito, es aún mayor que entre dos cosas finitas, incluso la que hay entre un hombre y una mariposa.
Josh McCowell ha sintetizado el argumento sencilla y memorablemente en el trilema “Señor, ¿mentiroso o loco?”. Son las únicas dos opciones. ¿Y bien? ¿Por qué no las dos cosas? Pero nadie que haya leído los Evangelios puede honesta y seriamente considerar posible semejante cosa. La sensatez, el ingenio, la sabiduría humana, la atracción que ejerce la persona de Jesús tal como se manifiesta en el Evangelio resulta verdad irresistible, incluso para el más endurecido y prejuicioso de sus lectores. Comparen a Jesús con mentiroso como el Reverendo Moon o lunáticos como el moribundo Nietzsche. Jesús cuenta en abundancia con esas tres cualidades que precisamente los mentirosos y locos justamente nunca tienen:
1) Su sentido práctico, su habilidad para leer los corazones humanos, para entender a la gente, y las preguntas reales que se esconden detrás de sus palabras, su habilidad para curar no sólo sus cuerpos sino también su espíritu;
2) la hondura de su fabuloso amor, su apasionada compasión, su habilidad para atraer a la gente, hacerla sentir cómoda y perdonada, su autoridad, “no como la de los escribas”; pero sobre todo,
3) su capacidad para sorprender, su impredicibilidad, su creatividad. ¡Los mentirosos y lunáticos son tan aburridos y predecibles! Nadie que conoce tanto el Evangelio como a los hombres puede siquiera sostener la hipótesis de que Jesús fue un mentiroso o un lunático, un mal tipo.
No, el incrédulo casi siempre cree que Jesús fue un hombre bueno, un profeta, un sabio. Pues bien, si fue un sabio, pueden confiar en Él y creer todo lo que Él dijo. Si sus enseñanzas son falsas, entonces no es un sabio.
La fuerza de este argumento reside en que no es un argumento hecho en base a conceptos; es sobre Jesús. Invita a la gente a leer los Evangelios y llegar a conocerLo. La premisa mayor del silogismo es la personalidad de Jesús, la naturaleza humana de Jesús. El silogismo tiene los pies bien plantados sobre la tierra. Pero te conduce al cielo, como la escala de Jacob (que Jesús dijo, se refería a Él: Gén. XXVIIII:12; Jn. I:51). Cada escalón sigue al anterior. El silogismo es lógicamente impecable; simplemente no tiene salida.
¿Qué hace, entonces, la gente, cuando se los confronta con esta argumentación? A menudo, sencillamente confían sus prejuicios: “¡Oh, ¿sabes?, sencillamente no puedo creer eso!” (¡pero si se ha probado debidamente como verdadero, por fuerza has de creerlo si buscas la verdad!).
A veces, se alejan, como muchos de los contemporáneos de Jesús, meditabundos, mientras menean la cabeza, perplejos. Tal vez sea esa la hipótesis de máxima. El terreno ha sido ablandado y arado. La semilla ha sido sembrada. Dios hará el resto.
Pero si saben algo de teología moderna, tienen dos vías de escape. La teología dispone de una vía de escape que el sentido común no. Quienes disponen de sentido común fácilmente pueden convertirse. No así los teólogos, que entonces como ahora, son los más difíciles de convertir.
La primera vía de escape consiste en el ataque de los exégetas a las Escrituras, poniendo en duda su confiabilidad histórica. A lo mejor Jesús nunca reclamó para sí ser divino. A lo mejor todos esos molestos pasajes fueron invención de la Iglesia primitiva (decid “la comunidad cristiana”—suena tanto más moderno).
En tal caso, ¿quién inventó el cristianismo, si no fue Cristo? Una mentira, tanto como una verdad, tiene que originarse en algún lado. ¿Pedro? ¿Los Doce? ¿La generación siguiente? ¿Cuál fue el motivo de quienquiera que sea que inventó este mito? ¿Qué ganaron con este complicado y blasfemo engaño? Porque tiene que haber sido una mentira deliberada, no el producto de una sincera confusión. Ningún judío confunde Creador con creatura, a Dios con el hombre. Y ningún hombre confunde un cuerpo muerto con uno vivo, resucitado.
Aquí lo que ganaron con el engaño. Sus amigos y familiares los despreciaron. Judíos y romanos los despojaron de su estatus social, posesiones y privilegios políticos. Fueron perseguidos, encarcelados, flagelados, torturados, exiliados, crucificados, comidos por leones y cortados en pedacitos por gladiadores. De modo que unos bobos judíos inventaron todo el complicado y mentiroso e increíble andamiaje que constituye el cristianismo sin absolutamente razón alguna, y millones de gentiles les creyeron, dedicaron su vida a eso y murieron por eso—sin razón ninguna. Sólo era una fantástica broma práctica, una estafa. Sí, en verdad que hay aquí una estafa, pero sus autores son los exégetas del siglo XX, no los autores de los Evangelios.
La segunda vía de escape (noten cómo nos esforzamos por deshacernos del abrazo de Dios como un chancho enjabonado) consiste en orientalizar a Jesús, interpretarlo no como el único Dios-hombre sino como uno de muchos místicos e iluminados que descubren su interioridad divina tal como lo hace cualquier místico hindú. Esta teoría le quita fuerza a su reclamo de ser divino, pues sólo ha caído que todo el mundo es divino. El problema con esta teoría consiste sencillamente en que Jesús no era hindú, sino judío. Cuando decía “Dios”, ni Él ni su auditorio se referían a Brahma, ese todo impersonal y panteísta; se refería a Yahvé, el Creador trascendente, personal y divino. Considerar a Jesús como un místico, un gurú judío, constituye la más flagrante falta contra el sentido histórico de las cosas. Enseñaba a rezar, no a meditar. Su Dios es una persona, no un postre. Dijo que Él era Dios, pero no que todo el mundo también lo era. Enseñó sobre el pecado y el perdón de un modo que ningún gurú podría hacerlo. No dijo absolutamente nada sobre la “ilusión” de la individualidad, como lo hacen estos místicos orientales.
Dispónganse a atacar cada una de esta evasiones—Jesús como hombre bueno. Jesús como lunático, Jesús como mentiroso, Jesús como el hombre que jamás dijo ser Dios—quiten de en medio esos casilleros del tablero que son vías de escape y al rey no le queda mover sino hacia un solo casillero.
Allí le espera el jaque mate.