Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos
Nuestro Señor, en el Huerto de los Olivos, sufrió el tormento de la
soledad. No de la soledad que es calma, recogimiento, oración; la
soledad que es el paraíso del alma verdaderamente interior, sino la
soledad creada por la indiferencia general, por la incomprensión y por
el odio.
En el momento en que el Señor se preparaba para morir por la
humanidad, forzoso sería que a su lado estuviesen todos los que oyeron
maravillados sus palabras. Tal era la
repercusión producida por sus enseñanzas, que los hombres para oírlo se
internaban en el desierto sin pensar en el abrigo o en el pan.
En el momento del dolor y del peligro ¿dónde están esas multitudes?
Cuando el Señor hacía milagros el pueblo entusiasmado lo aclamaba.
¿Dónde está ahora este pueblo? ¿Cómo explicar que a su lado ni
siquiera figuren los leprosos a quien remedió, los ciegos y los mudos
que curó, los muertos a quienes restituyó la vida? Esto se debe a que
resulta fácil creer a la vista del milagro, pero es difícil afirmar
nuestra Fe frente a los que no vieron milagros o no quieren creer.
Aclamar al Señor en medio de una multitud entusiasmada no es difícil.
Pero soportar los sarcasmos, la incomprensión, la hostilidad, en los
ambientes en que se profana la Fe, es muy difícil. Vibrar de entusiasmo
cuando se escuchan las enseñanzas del Señor, es fácil. Pero poner en
práctica sus mandamientos, cuando después de pasado el entusiasmo, cada
uno retorna a la inexorable trivialidad de la vida cotidiana, es mucho
más difícil. Es innegable que las multitudes se entusiasman por el
Maestro. Su pecado no consistió en que el entusiasmo fuese débil, sino
en que se quedase sólo en entusiasmo.
Y por esto en el Huerto de los Olivos el Señor está solo, y
ofreciendo por cada uno de nosotros los méritos de su inmensa soledad.
* * *
Los apóstoles habían dejado todo, negocios, familia, situación, para
consagrarse enteramente al Señor. En el cumplimiento del deber cotidiano
supieron ser eximios. No hubo cansancios, ni calumnias, ni sarcasmos
que los hiciesen desertar. Entretanto, también estos dejan solo al
Señor. Duermen abatidos, huyendo así en el entorpecimiento del sueño, a
la realidad de la vida, demasiado pesada para sus hombros.
¿Cómo explicar esa defección? Su generosidad fue sólo suficiente para
las circunstancias comunes de la vida cotidiana, con sus pequeños
reveses, con sus incontestables satisfacciones. Abandonaron todo, es
verdad, pero en compensación tres de ellos vieron la gloria del Señor en
lo alto del Tabor, y todos participaban a los ojos del pueblo de las
grandezas del Maestro. Practicaron hasta milagros. Fueron así arrancados
del anonimato oscuro y pesado que parecería ser lo normal de sus vidas.
La vida cotidiana discurría pues, para ellos, de manera austera pero
muy soportable.
El Señor, sin embargo, no se contenta con las almas que son generosas
tan sólo en el tenor menudo de la vida cotidiana. Un día u otro una
tragedia se presenta a los que El prefiere. Tragedia interior o tragedia
exterior, una y otra por lo general, y en la mayoría de los casos
varias tragedias que se suceden hasta la muerte. Y estos hombres
flaquean.
En la vida de todos los días, no se prepararon para las grandes
ocasiones, para las inmolaciones enormes, para las renuncias completas.
Al final, llegada la hora de Dios, se rompió el cuadro de la existencia
normal y cotidiana. El momento de la angustia, de la persecución y del
dolor llegó. Y helos ahí que duermen, abandonando al Maestro.
Cada uno de nosotros puede preguntarse, tomando en consideración este
cuadro: ¿hasta qué punto estoy dispuesto al heroísmo? ¿Hasta qué punto
estoy dispuesto a dejar por Vos, Señor, todas y cada una de las cosas
grandes y pequeñas que constituyen el placer de mi vida cotidiana?
Sé que por mí nada puedo. Pero sé también que con vuestro auxilio
seré capaz de todo. Dadme vuestra gracia para que yo no sea de aquellos
que “no pueden vigilar una hora con Vos” (Mt. 25, 46). Para que yo no me
deje arrastrar por tanta cobardía, quiero en mi vida cotidiana
prepararme para todo “vigilando y orando para no caer en tentación”.
* * *
A lo lejos, brillan las luces de la ciudad electa, que olvidada de
Vos, ahora se prepara para el reposo y para el placer. Y es en aquella
Jerusalén, bienamada entre todas las ciudades de la tierra, dentro de la
cual sopla hora contra Vos un viento de incomprensión culpable y de
torpe hostilidad; aquella Jerusalén que no os quiso conocer, y en cuyas
murallas ahora se prepara el deicidio. Os odian aquellos a quien
amasteis. Congréganse para mataros precisamente aquellos a quienes
quisisteis reunir a vuestro alrededor como la gallina reúne a sus
polluelos. Sois, Señor el gran rechazado.
Después quedó de nuevo yermo el Huerto de los Olivos.
Pero su nombre no se apagó nunca de la mente humana. Para siempre, de
todos los rincones de la Tierra, hacia allí afluyeron y afluirán
hombres llenos de respeto, de gratitud y de amor. Ellos consideran como
honra y como gracia besar la tierra vulgar de que está hecho. Llevan
para sus casas como joyas de valor las hojas de los olivos que allí
crecen. Nunca un cristiano sufrió dolores y angustias, sin que ellas se
aliviasen pensando en los grandes tormentos del Huerto. De él se puede
decir “bienaventurado lo llamarán todas las generaciones”, porque en él
se dio la inmensa inmolación de alma del Hijo de Dios.
Fuente: Acción Familia