Introducción:
Este material no es del gusto actual, de la sociedad moderna, por supuesto del gusto mundano, ni lamentablemente de muchos entre los llamados fieles cristianos. Debemos prestar atención hoy día a esta realidad y verdad de fe definida en la Iglesia Católica, acerca de la existencia del infierno y de su duración eterna. Tristemente, el abandono consciente o inconsciente de su consideración, está llevando a muchos a negar su existencia, con consecuencias más que lamentables en la conducta y en su ineludible juicio Divino. Lo que sigue, guste o no, no es argumento para adoptar la conocida actitud llamada del avestruz, de esconder la cabeza bajo las alas.
Este texto no configura ninguna definición eclesiástica, sino que es sólo un escrito privado que goza de licencia eclesiástica, para su publicación
Carta del más allá
Testimonio impresionante de un alma condenada, acerca de lo que la llevó al Infierno
Imprimatur del original alemán: Brief aus dem Jenseits – Treves, 9-11-1953.N.4/53
Introducción al texto original
Dios se comunica con los hombres de muchas maneras. Las Sagradas Escrituras se refieren a muchas comunicaciones divinas hechas a través de visiones y aún de sueños. Los sueños, no siempre son sólo sueños.
La “carta del más allá” que se transcribe seguidamente se refiere a la condenación eterna de una joven. A primera vista parece una historia novelada. Pero considerando las circunstancias se llega a la conclusión de que no deja de tener su fondo histórico, a partir de su sentido moral y su alcance trascendental.
El original de esta carta fue encontrado entre los papeles de una religiosa fallecida, amiga de la joven condenada. Allí cuenta la monja los acontecimientos de la vida de su compañera como si fueran hechos conocidos y verificados, así como su condenación eterna comunicada en un sueño. La Curia diocesana de Treves (Alemania) autorizó su publicación como lectura sumamente instructiva.
La “carta del más allá” apareció por primera vez en un libro de revelaciones y profecías, junto con otras narraciones. Fue el Rvdo. Padre Bernhardin Krempel C.P., doctor en teología, quien la publicó por separado y le confirió mayor autoridad al encargarse de probar, en las notas, la absoluta concordancia de la misma con la doctrina católica.
Entre los manuscritos dejados en su convento por una religiosa, que en el mundo se llamó Clara, se encontró el siguiente testimonio:
El relato de Clara
Tuve una amiga, Anita. Es decir, éramos muy próximas por ser vecinas y compañeras de trabajo en la misma oficina M. Más tarde, Ani se casó y no volví a verla. Desde que nos conocimos, había entre nosotras, en el fondo, más amabilidad que propiamente amistad. Por eso, sentí muy poco su ausencia cuando, después de su casamiento, ella fue a vivir al barrio elegante de las villas, lejos del mío.
Durante mis vacaciones en el Lago de Garda (Italia), en septiembre de 1937, recibí una carta de mi madre en la que me decía: “Anita N murió en un accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Wald Friendhof”. Me impresioné mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no había sido propiamente religiosa. ¿Estaría preparada para presentarse ante Dios? ¿En qué estado la habría encontrado su muerte súbita? Al día siguiente escuché misa, comulgué por la intención de Anita, en la casa del pensionado de las hermanas, donde estaba viviendo. Rezaba fervorosamente por su eterno descanso, y por esta misma intención ofrecí la Santa Comunión.
Durante todo el día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la tarde. Dormí inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así como una sacudida en la puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj indicaba las doce y diez minutos. Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago de Garda golpeando monótonas contra el muro del jardín del pensionado. No había viento. Yo conservaba la impresión de que al despertar encontraría, además de los golpes de la puerta, un ruido de brisa o viento, parecido al que producía mi jefe de la oficina, cuando de mal humor tiraba sobre mi escritorio una carta que lo molestaba. Reflexioné un instante si debía levantarme. ¡No! Todo no es más que sugestión, me dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia de la muerte. Me di vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las ánimas y me dormí de nuevo.
Soñé entonces que me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la capilla. Al abrir la puerta del cuarto, me encontré con una cantidad de hojas de carta. Levantarlas, reconocer la letra de Anita y dar un grito, fue cosa de un segundo. Temblando, las sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan aterrorizada que no pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí, salir al aire libre. Me arreglé rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera y salí en seguida. Subí por el tortuoso camino, entre olivos, laureles y quintas de la villa, más allá del conocido camino gardesano.
La mañana aparecía radiante. En los días anteriores, yo me detenía cada cien pasos, maravillada por la vista que ofrecían el lago y la Isla de Garda. El suavísimo azul del agua me refrescaba; como una niña que mira admirada a su abuelo, así contemplaba, extasiada, al ceniciento monte Baldo, que se levanta en la orilla opuesta del lago, hasta los 2.200 metros de altura. Ese día no tenía ojos para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora, me dejé caer maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos cipreses, donde la víspera había leído con placer “La doncella Teresa”. Por primera vez veía en los cipreses el símbolo de la muerte, algo en lo que antes no había pensado.
Tomé la carta. No tenía firma. Sin la menor duda, estaba escrita por Ani. No faltaba la gran “s”, ni la “t” francesa, a la que se había acostumbrado en la oficina, para irritar al Sr. G. No era su estilo. Por lo menos, no era así como hablaba de costumbre. Lo habitual en ella era la conversación amable, la risa, subrayada por los ojos azules y su graciosa nariz…Sólo cuando discutíamos asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en el tono rudo de la carta. Yo misma me siento envuelta por su excitada cadencia. Hela aquí, la Carta del Más Allá de Anita N., palabra por palabra, tal como la leí en el sueño.
La Carta
CLARA, NO RECES POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso – es más, voy a hablarte largamente sobre esto – no creas que lo hago por amistad. Quienes estamos aquí ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es parte de la obra “de esa potencia que siempre quiere el mal y realiza el bien”. En realidad, me gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No te extrañes de mis intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad está petrificada en el mal, es decir, en aquello que ustedes consideran “mal”. Aún cuando pueda hacer algo “bien” (como yo lo hago ahora, abriéndote los ojos ante el infierno), no lo hago con recta intención.
¿Recuerdas? Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías 23 años y ya trabajabas en el escritorio desde seis meses antes, cuando yo ingresé. Varias veces me sacaste de apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a mí, principiante, me venían muy bien. Pero, ¿qué es “bueno”? Yo ponderaba, en aquel entonces, tu “caridad”. Ridículo… Tus ayudas eran pura ostentación, algo que desde entonces sospechaba.
Aquí, no reconocemos bien alguno en absolutamente nadie. Pero ya que conociste mi juventud, es el momento de llenar algunas lagunas. De acuerdo con los planes de mis padres, yo nunca tendría que haber existido. Por un descuido se produjo la desgracia de mi concepción. Mis hermanas tenían 14 y 16 años cuando vine al mundo. ¡Ojalá no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora aniquilarme, huir de estos tormentos! No hay placer comparable al de acabar mi existencia, así como se reduce a cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario que exista. Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el fracaso total de la finalidad de mi existencia.
Cuando mis padres, entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad, perdieron el contacto con la Iglesia. Era mejor así. Mantenían relaciones con personas desvinculadas de la religión. Se conocieron en un baile, y se vieron “obligados” a casarse seis meses después. En la ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas de agua bendita, las suficientes para atraer a mamá a la misa dominical unas pocas veces al año. Ella nunca me enseñó verdaderamente a rezar. Todo su esfuerzo se agotaba en los trabajos cotidianos de la casa, aunque nuestra situación no era mala. Palabras como rezar, misa, agua bendita, iglesia, sólo puedo escribirlas con íntima repugnancia, con incomparable repulsión. Detesto profundamente a quienes van a la Iglesia y, en general, a todos los hombres y a todas las cosas. Todo es tormento. Cada conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida y de lo que sabemos, se convierte en una llama incandescente.
Y todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que despreciamos una gracia. Cómo me atormenta esto! No comemos, no dormimos, no andamos sobre nuestros pies. Espiritualmente encadenados, los réprobos contemplamos desesperados nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los dientes, atormentados y llenos de odio. ¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como si fuera agua. Nos odiamos unos a otros. Más que a nada, odiamos a Dios. Quiero que lo comprendas. Los bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque lo ven sin velos, en su deslumbrante belleza. Esto los hace indescriptiblemente felices. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos enfurece. Los hombres, en la tierra, que conocen a Dios por la Creación y por la Revelación, pueden amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.
El creyente – te lo digo furiosa – que contempla, meditando, a Cristo con los brazos abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo. Pero el alma a la que Dios se acerca fulminante, como vengador y justiciero porque un día fue repudiado, como ocurrió con nosotros, ésta no podrá sino odiarlo, como nosotros lo odiamos. Lo odia con todo el ímpetu de su mala voluntad. Lo odia eternamente, a causa de la deliberada resolución de apartarse de Dios con la que terminó su vida terrenal. Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás querríamos hacerlo.
¿Comprendes ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra obstinación nunca se derrite, nunca termina. Y contra mi voluntad agrego que Dios es misericordioso, aún con nosotros. Digo “contra mi voluntad” porque, aunque diga estas cosas voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también estrangular la avalancha de palabrotas que querría vomitar. Dios fue misericordioso con nosotros porque no permitió que derramáramos sobre la tierra el mal que hubiéramos querido hacer. Si nos lo hubiera permitido, habríamos aumentado mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo morir antes de tiempo, como hizo conmigo, o hizo que intervinieran causas atenuantes.
Dios es misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a El más de lo que estamos, en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento. Cada paso más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que la que te produciría un paso más rumbo a una hoguera.
Te desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre pocos días antes de mi comunión: “Alégrate, Anita, por el vestido nuevo; el resto no es más que una burla”. Casi me avergüenzo de tu desagrado. Ahora me río. Lo único razonable de toda aquella comedia era que se permitiera comulgar a los niños a los doce años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída por el placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un lado las cosas religiosas. No tomé en serio la comunión. La nueva costumbre de permitir a los niños que reciban su primera comunión a los 7 años nos produce furor. Empleamos todos los medios para burlarnos de esto, haciendo creer que para comulgar debe haber comprensión. Es necesario que los niños hayan cometido algunos pecados mortales. La blanca Hostia será menos perjudicial entonces, que si la recibe cuando la fe, la esperanza y el amor, frutos del bautismo – escupo sobre todo esto – todavía están vivos en el corazón del niño.
¿Te acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en la tierra? Vuelvo a mi padre. Peleaba mucho con mamá. Pocas veces te lo dije, porque me avergonzaba. Qué cosa ridícula la vergüenza! Aquí, todo es lo mismo. Mis padres ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, papá lo hacía en el cuarto contiguo, donde podía volver a cualquier hora de la noche. Bebía mucho y se gastó nuestra fortuna. Mis hermanas estaban empleadas, decían que necesitaban su propio dinero. Mamá comenzó a trabajar. Durante el último año de su vida, papá la golpeó muchas veces, cuando ella no quería darle dinero. Conmigo, él siempre fue amable. Un día te conté un capricho del que quedaste escandalizada. ¿Y de qué no te escandalizaste de mí? Cuando devolví dos veces un par de zapatos nuevos, porque la forma de los tacos no era bastante moderna.
En la noche en que papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo que nunca te conté, por temor a una interpretación desagradable. Hoy, sin embargo, debes saberlo. Es un hecho memorable: por primera vez, el espíritu que me atormenta se acercó a mí. Yo dormía en el cuarto de mamá. Su respiración regular revelaba un sueño profundo. Entonces, escuché pronunciar mi nombre. Una voz desconocida murmuró: “¿Qué ocurrirá si muere tu padre?”
Ya no lo quería a papá, desde que había empezado a maltratar a mi madre. En realidad, no amaba absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud hacia algunas personas que eran bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de retribución en esta tierra solamente se encuentra en las almas que viven en estado de gracia. No era ése mi caso. “Ciertamente, él no morirá”, le respondí al misterioso interlocutor. Tras una breve pausa, escuché la misma pregunta. “El no va a morir!”, repliqué con brusquedad.
Por tercera vez, me preguntaron: “Qué ocurrirá si muere tu padre?”. Me representé en ese momento en la imaginación el modo como mi padre volvía muchas veces: medio ebrio, gritando, maltratando a mamá, avergonzándonos frente a los vecinos. Entonces, respondí con rabia: “Bien, es lo que se merece. ¡Que muera!”. Después, todo quedó en silencio.
A la mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá, encontró la puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza. Papá, semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza al sótano, debió sufrir una crisis mortal. Desde hacía tiempo que estaba enfermo. (¿Habrá hecho depender Dios de la voluntad de su hija, con la que el hombre fue bondadoso, la obtención de más tiempo y ocasión de convertirse?).
Marta K. y tú me hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te oculté que consideraba demasiado “parroquiales” las instrucciones de las dos directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante divertidos. Como sabes, llegué en poco tiempo a tener allí un papel preponderante. Eso era lo que me gustaba. También me gustaban las excursiones. Llegué a dejarme llegar algunas veces a confesar y comulgar. Para decir la verdad, no tenía nada para confesar. Los pensamientos y las palabras no significaban nada para mí. Y para acciones más groseras todavía no estaba madura.
Un día me llamaste la atención: “Ana, si no rezas más, te perderás”. Realmente, yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad. Sin duda tenías razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron poco. La oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo. Especialmente la oración a Aquella que es la madre de Cristo, cuyo nombre no nos es lícito pronunciar. La devoción a Ella arranca innumerables almas al demonio, almas a las que sus pecados las habrían lanzado infaliblemente en sus manos.
Furiosa continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y justamente de esto, que es facilísimo, Dios hace depender nuestra salvación. Al que reza con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo fortalece de tal modo, que hasta el más empedernido pecador puede recuperarse, aunque se encuentre hundido en un pantano hasta el cuello. Durante los últimos años de mi vida ya no rezaba más, privándome así de las gracias, sin las que nadie se puede salvar.
Aquí, no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la rechazaríamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia terrenal terminaron en esta otra vida. En la tierra, el hombre puede pasar del estado de pecado al estado de gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas veces caí por debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en un estado final, fijo e inalterable. A medida que se avanza en edad, los cambios se hacen más difíciles. Es cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para unirse a Dios o para darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera arrastrado por una correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos de su voluntad debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda su vida.
El hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la que lo arrastra en el momento supremo. Así ocurrió conmigo. Viví años enteros apartada de Dios. En consecuencia, en el último llamado de la gracia, me decidí contra Dios. La fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que no quise levantarme más. Muchas veces me invitaste para que asistiera a las predicaciones o que leyera libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso podría querer aumentar mis dudas interiores? Finalmente, tengo que dejar constancia de lo siguiente: al llegar a este punto crítico, poco antes de salir de la “Asociación de Jóvenes”, me habría sido muy difícil cambiar de rumbo. Me sentía insegura y desdichada. Pero frente a la conversión se levantaba una muralla.
No sospechaste que fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple, que un día me dijiste: “Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo volverá a ser normal”. Me daba cuenta que sería así. Pero el mundo, el demonio y la carne, me retenían demasiado firme entre sus garras. Nunca creí en la influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que el demonio actúa poderosamente sobre las personas que están en las condiciones en que yo me encontraba entonces. Sólo muchas oraciones, propias y ajenas, junto con sacrificios y sufrimientos, podrían haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los que están poseídos internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar el libre albedrío de los que se abandonan a su influencia. Pero, como castigo por su casi total apostasía, Dios permite que el “maligno” se anide en ellos. Yo también odio al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de arruinarlos a todos ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que cayeron con él desde el principio de los tiempos. Son millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de moscas; ustedes no los perciben. A los réprobos no nos incumbe tentar: eso les corresponde a los espíritus caídos.
Cada vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún más sus tormentos. Pero, ¡de qué no es capaz el odio! Aunque andaba por caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino para la gracia, con actos de caridad natural, que hacía muchas veces por una inclinación de mi temperamento. A veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí, sentía una cierta nostalgia. Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi trabajo en la oficina durante el día, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de Dios actuaban poderosamente. Una vez fue en la capilla del hospital, adonde me llevaste durante el descanso del mediodía. Quedé tan impresionada, que estuve sólo a un paso de mi conversión. Lloraba. Pero, en seguida, llegaba el placer del mundo, derramándose como un torrente sobre la gracia. Las espinas ahogaron el trigo. Con la explicación de que la religión es sentimentalismo, como siempre se decía en la oficina, rechacé también esta gracia, como todas las otras.
En otra ocasión, me llamaste la atención porque, en lugar de una genuflexión hasta el piso, hice solamente una ligera inclinación con la cabeza. Pensaste que eso lo hacía por pereza, sin sospechar que, ya entonces, había dejado de creer en la presencia de Cristo en el Sacramento. Ahora creo, aunque sólo materialmente, tal como se cree en la tempestad, cuyas señales y efectos se perciben. En este interín, me había fabricado mi propia religión. Me gustó la opinión generalizada en la oficina, de que después de la muerte el alma volvería a este mundo en otro ser, reencarnándose sucesivamente, sin llegar nunca al fin.
Con esto, estaba resuelto el angustiante problema del más allá. Imaginé haberlo hecho inofensivo. ¿Por qué no me recordaste la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, en la que el narrador, Cristo, envió después de la muerte a uno al infierno y al otro al Cielo? Pero, ¿qué habrías conseguido? No mucho más de lo que conseguiste con todos tus otros discursos beatos. Poco a poco me fui fabricando un dios: con atributos suficientes para ser llamado así. Bastante lejos de mí, como para que no me obligara a tener relaciones con él. Suficientemente confuso, como para poder transformarlo a mi antojo. De este modo, sin cambiar de religión, yo podía imaginarlo como el dios panteísta del mundo o pensarlo, poéticamente, como un dios solitario.
Este “dios” no tenía Cielo para premiarme, ni infierno para asustarme. Yo lo dejaba en paz. En esto consistía mi culto de adoración. Es fácil creer en lo que agrada. Con el transcurso de los años, estaba bastante persuadida de mi religión. Se vivía bien así, sin molestias. Sólo una cosa podría haber roto mi suficiencia: un dolor profundo y prolongado. Pero este sufrimiento no llegó. ¿Comprendes ahora el significado de “Dios castiga a aquellos que ama”? Durante un domingo de julio, la Asociación de Jóvenes organizaba un paseo de A. Me gustaban las excursiones, pero no los discursos insípidos y demás beaterías. Otra imagen, muy diferente de la de Nuestra Señora de las Gracias de A., estaba desde hacía poco en el altar de mi corazón. Era el distinguido Max, del almacén de al lado. Ya habíamos conversado entretenidos, varias veces. Justamente ese domingo me invitó a pasear. La otra, con la que acostumbraba a salir, estaba enferma en el hospital.
El había comprendido que lo miraba mucho. Pero yo no pensaba en casarme todavía. Su posición económica era muy buena, pero también demasiado amable con todas las otras jovencitas. En aquel entonces yo quería un hombre que me perteneciera exclusivamente, como única mujer. Siempre conservé una cierta educación natural. (Eso es verdad. A pesar de su indiferencia religiosa, Ani tenía algo noble en su persona. Me desconcierta que también las personas “honestas” puedan caer en el infierno, si son deshonestas al huir del encuentro con Dios).
En ese paseo, Max me colmó de amabilidades. Nuestras conversaciones, es claro, no eran sobre la vida de los santos, como las de ustedes. Al día siguiente, en la oficina, me reprendiste por no haber ido al paseo de la Asociación. Cuando te conté mi diversión del domingo, tu primera pregunta fue: “¿Escuchaste Misa?”. Tonta! ¿Cómo podríamos ir a Misa si salimos a las 6 de la mañana? Me acuerdo que, muy exaltada, te dije: “El buen Dios no es tan mezquino como lo son los curas”. Ahora debo confesar que Dios, a pesar de su infinita bondad, considera todo con más seriedad que todos los sacerdotes juntos. Después de este primer paseo con Max, fui solamente una vez más a la Asociación, en las fiestas de Navidad. Algunas cosas me atraían. Pero en mi interior, ya me había separado de todas ustedes.
Los bailes, el cine, los paseos, continuaban. A veces peleábamos con Max, pero yo sabía cómo retenerlo. Odié mucho a mi rival que, al salir del hospital, se puso furiosa. En realidad, eso me favoreció. La calma distinguida que yo mostraba produjo una gran impresión en Max, que se inclinó definitivamente por mí. Conseguí encontrar la forma de denigrarla. Me expresaba con calma: por fuera, realidades objetivas, por dentro, vomitando hiel. Estos sentimientos y actitudes conducen rápidamente al infierno. Son diabólicos, en el sentido estricto del término. ¿Por qué te cuento todo esto? Para explicarte que así me aparté definitivamente de Dios. En realidad, Max y yo no llegamos muchas veces al extremo de la familiaridad. Me daba cuenta que me rebajaría a sus ojos si le concedía toda la libertad antes de tiempo. Por eso, supe controlarme. Realmente, yo estaba siempre dispuesta para todo lo que consideraba útil. Tenía que conquistar a Max. Para eso, ningún precio era demasiado alto.
Nos fuimos amando poco a poco, porque ambos teníamos valiosas cualidades que podíamos apreciar mutuamente. Yo era habilidosa, eficiente, de trato agradable. Retuve a Max con firmeza y conseguí, al menos durante los últimos meses antes del casamiento, ser la única que lo poseía. En eso consistió mi apostasía, en hacer mi dios con una criatura. En ninguna otra cosa puede realizarse más plenamente la apostasía como en el amor a una persona del otro sexo, cuando ese amor se ahoga en la materia. Esto es su encanto, su aguijón y su veneno. La “adoración” que tenía por Max se convirtió en mi religión. En ese tiempo, en la oficina, yo arremetía virulentamente contra los curas, los fieles, las indulgencias, los rosarios y demás estupideces.
Trataste de defender con una cierta inteligencia todo lo que yo atacada, aunque quizás sin sospechar que en realidad el problema no estaba en esas cosas. Lo que yo buscaba era un punto de apoyo. Todavía lo necesitaba para justificar racionalmente mi apostasía. Estaba sublevada contra Dios. No te dabas cuenta. Creías que todavía era católica. Por otra parte, yo quería ser llamada así; inclusive pagaba la contribución para el culto. Porque un cierto “reaseguro” nunca viene mal. Es posible que tus respuestas a veces dieran en el blanco. Pero no me alcanzaban, porque no te concedía razón. A raíz de estas relaciones sobre bases falsas, fue pequeño el dolor de nuestra separación, con motivo de mi casamiento.
Antes de casarme, me confesé y comulgué una vez más. Era una formalidad. Mi marido pensaba igual. Si era una formalidad, ¿por qué no cumplirla? Ustedes dicen que una comunión así es “indigna”. Bien, después de esa comunión “indigna”, logré un cierto sosiego en mi conciencia. Esa comunión fue la última. Nuestra vida conyugal transcurría, en general, en armonía. En casi todos los puntos teníamos la misma opinión. También en esto: no queríamos cargar con hijos. En realidad, mi marido quería tener uno, uno solo, naturalmente. Finalmente conseguí que él renunciara a ese deseo. Lo que más me gustaba eran los vestidos, los muebles lujosos, las reuniones mundanas, los paseos en automóvil y otras distracciones. Fue un año de placer el que medió entre mi casamiento y mi muerte repentina.
Todos los domingos íbamos a pasear en auto o visitábamos a los parientes de mi marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos parientes se destacaban en la vida social, igual que nosotros. Pero en mi interior, sin embargo, nunca fui feliz. Había algo indeterminado que me corroía. Mi deseo era que, al llegar la muerte – la que sin duda demoraría mucho todavía – todo acabara. Ocurría tal como yo lo había escuchado de niña, durante una plática: Dios recompensa en este mundo toda obra buena que se haga. Si no puede premiarla en la otra vida, lo hace en la tierra. Inesperadamente, recibí una herencia de la tía Lote. Mi marido tuvo la suerte de ver sus ingresos notablemente aumentados. Así pude instalar, confortablemente, una casa nueva.
Mi religión estaba muriendo, como un resplandor crepuscular en un firmamento lejano. Los bares de la ciudad, los hoteles y los restaurantes por los que pasábamos en nuestros viajes, no nos acercaban a Dios. Todos los que los frecuentaban vivían como nosotros: de fuera hacia adentro, no de dentro hacia afuera. Si durante los viajes de vacaciones visitábamos una célebre catedral, tratábamos de divertirnos con el valor artístico de sus obras primas. Los sentimientos religiosos que irradiaban – especialmente las iglesias medievales – yo los neutralizaba criticando circunstancias accesorias de un hermano lego que nos guiaba, criticaba su negligencia en el aseo, criticaba el comercio de los piadosos monjes que fabricaban y vendían licor, criticaba el eterno repique de campanas llamando a los sagrados oficios, diciendo que el único fin era ganar dinero…
Así era como conseguía apartar a la gracia, cada vez que me llamaba. Especialmente descargaba mi mal humor frente a algunas pinturas de la Edad Media representando al Infierno en libros, cementerios y otros lugares. Allí el demonio asaba a las almas sobre fuego rojo o amarillo, mientras sus compañeros, con largas colas, le traen más víctimas. Clara, el infierno puede ser dibujado, pero nunca exagerado! Siempre me burlaba del fuego del infierno. Acuérdate de una conversación durante la cual te puse un fósforo encendido bajo la nariz, preguntándote: “¿Así huele?”
Apagaste en seguida la llama. Aquí nadie consigue hacerlo. Te digo más: el fuego del que habla la Biblia no es el tormento de la consciencia. Fuego es fuego! Debe ser interpretado al pie de la letra cuando Aquel dijo: “Apartáos de mí, malditos, id al fuego eterno”. Al pie de la letra! ¿Y cómo puede ser tocado un espíritu por el fuego material? Preguntarás. ¿Y cómo puede sufrir tu alma, en la tierra, si pones el dedo sobre una llama? Tampoco tu alma se quema, mientras tanto el dolor lo sufre todo el individuo. Del mismo modo, nosotros estamos aquí espiritualmente presos al fuego de nuestro ser y de nuestras facultades. Nuestra alma carece de la agilidad que le sería natural; no podemos pensar ni querer lo que querríamos.
No te sorprendas de mis palabras. Es un misterio contrario a las leyes de la naturaleza material: el fuego del infierno quema sin consumir. Nuestro mayor tormento consiste en saber que nunca veremos a Dios. ¿Cómo puede atormentarnos tanto esto, si en la tierra nos era indiferente? Mientras el cuchillo está sobre la mesa, no te impresiona. Le ves el filo, pero no lo sientes. Pero si el cuchillo entra en tus carnes, gritarás de dolor. Ahora, sentimos la pérdida de Dios. Antes, sólo pensábamos en ella.
No todas las almas sufren igual. Cuanto mayor fue la maldad, cuanto más frívolo y decidido, tanto más le pesa al condenado la pérdida de Dios, tanto más lo sofoca la criatura de que abusó. Los católicos que se condenan sufren más que los de otras religiones, porque recibieron y desaprovecharon, por lo general, más luces y mayores gracias. Los que tuvieron mayores conocimientos sufren más duramente que los que tuvieron menos. El que pecó por maldad sufre más que el que cayó por debilidad. Pero ninguno sufre más de lo que mereció. Oh, si esto no fuera verdad, tendría un motivo para odiar!
Un día me dijiste: nadie va al infierno sin saberlo. Eso le habría sido revelado a una santa. Yo me reía, mientras me atrincheraba en esta reflexión: “siendo así, siempre tendré tiempos suficiente para volver atrás”. Esta revelación es exacta. Antes de mi muerte repentina, es verdad, no conocía al infierno tal como es. Ningún ser humano lo conoce. Pero estaba perfectamente enterada de algo: “Si mueres, me decía, entrarás en la eternidad como una flecha, directamente contra Dios; habrá que aguantar las consecuencias”. Como te dije, no volví atrás. Perseveré en la misma dirección, arrastrada por la costumbre, con la que los hombres actúan cuanto más envejecen.
Mi muerte ocurrió así: Hace una semana – digo según las cuentas que llevan ustedes, porque si calculara por mis dolores, podría estar ardiendo en el infierno desde hace diez años – mi marido y yo salimos en otra excursión dominguera, que fue la última para mí. El día estaba radiante de sol. Me sentía muy bien, como pocas veces. Sin embargo, me traspasaba un presentimiento siniestro. Inesperadamente, en el viaje de regreso, mi marido y yo fuimos enceguecidos por los faros de un automóvil que venía en sentido contrario, a gran velocidad. Max perdió el control del vehículo. Jesús! Se escapó de mis labios, no como oración sino como grito. Sentí un dolor aplastante: comparado con el tormento actual, una bagatela. Después perdí el sentido.
¡Qué extraño! Aquella misma mañana, sin explicación, había surgido en mi mente este pensamiento. “Por una vez, podrías ir a Misa”. Era como una súplica. Un “¡no!” claro y decidido cortó el curso de la idea. “Con esas cosas tengo que terminar definitivamente”. Es decir, asumí todas las consecuencias. Ahora las soporto.
Lo que ocurrió después de mi muerte lo sabes. La suerte de mi marido, de mi madre, lo que ocurrió con mi cadáver, mi entierro, lo sé por una intuición natural que tenemos todos los que estamos aquí. Del resto de lo que ocurre en el mundo poseemos un conocimiento confuso. Sabemos lo que se refiere a nosotros. De este modo veo el lugar donde vives. Desperté de improviso en el momento de mi muerte. Me encontré inundada por una luz ofuscante. Era el mismo sitio donde había caído mi cadáver. Sucedió como en el teatro, cuando se apagan las luces de la sala, sube el telón y aparece una escena trágicamente iluminada. La escena de mi vida. Como en un espejo, mi alma se mostró a sí misma. Vi las gracias despreciadas y pisoteadas, desde mi juventud hasta el último “no” frente a Dios.
Me sentí como un asesino, al que llevan ante el tribunal para ver a la víctima exánime. ¿Arrepentirme? ¡Nunca! ¿Avergonzarme? ¡Jamás!
Mientras tanto, no conseguía permanecer bajo la mirada de Dios, a quien rechazaba. Sólo tenía una salida: la fuga. Así como Caín huyó del cadáver de Abel, así mi alma se proyectó lejos de esta visión de horror.
Este era el Juicio particular.
Habló el invisible juez: “APÁRTATE DE MI”. De inmediato mi alma, como una sombra amarilla de azufre, se despeñó al lugar del eterno tormento.
Epílogo de Clara:
Así terminó la carta de Anita sobre el Infierno. Las últimas palabras eran casi ilegibles, tan torcidas estaban las letras. Cuando terminé de leer la última línea, la carta se convirtió en cenizas. ¿Qué es lo que escucho? En medio de los duros términos de las palabras que imaginaba haber leído, resonó el dulce tañido de una campana. Me desperté de inmediato. Estaba acostada en mi cuarto. La luz matinal entraba por la ventana. Las campanadas de las Avemarías llegaban de la iglesia parroquial. ¿Todo había sido un sueño?
Nunca había sentido antes en el Angelus tanto consuelo como después de ese sueño. Lentamente, fui rezando las oraciones. Entonces comprendí: la bendita Madre del Señor quiere defenderte. Venera a María filialmente, si no quieres tener el destino que te contó – aunque fuera en sueños – un alma que jamás verá a Dios. Temblando todavía por la visión nocturna, me levanté, me vestí con prisa y huí a la capilla de la casa. Mi corazón palpitaba con violencia. Los huéspedes que estaban más cerca me miraban con preocupación. Quizás pensaban que estaba agitada por correr escaleras abajo.
Una bondadosa señora de Budapest, un alma sacrificada, pequeña como una niña, miope, aún fervorosa en el servicio de Dios, de gran penetración espiritual, me dijo por la tarde en el jardín: “Señorita, Nuestro Señor no quiere ser servido con excitación”. Pero ella advertía que otra cosa me había excitado y aún me preocupaba. Agregó, bondadosamente: “Nada te turbe – conoces el aviso de Santa Teresa – nada te espante. Todo pasa. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”. Mientras susurraba esto, sin adoptar un aire magisterial, parecía estar leyendo mi alma.
“Sólo Dios basta”. Sí, El ha de bastarme, en éste o en el otro mundo. Quiero poseerlo allí un día, por más sacrificios que tenga que hacer aquí para vencer. No quiero caer en el infierno.
Algunas consideraciones finales
Quizás no como objeción, pero no puede eludirse una pregunta: ¿Cómo puede haber recordado Clara con tal precisión todas las palabras de la carta de la condenada? Respondemos: quien hace lo más, puede hacer lo menos. Quien comienza una obra, puede también concluirla. Si la manifestación de ultratumba es un hecho preternatural, Clara debe haber tenido también una asistencia preternatural para escribir con exactitud todas las palabras leídas durante la visión.
La eternidad de las penas del infierno es un dogma. Seguramente, el más terrible de todos. Tiene su fundamento en las Sagradas Escrituras. Ver San Mateo XXV, 41 y 46; II a los Tesalonicenses, 1, 9; Judith XIII; Apocalipsis XIV, 11 y XX, 10; todos estos textos son irrefutables, en los que la expresión “eterno” no puede interpretarse como “largo o prolongado”. De la conveniencia de ilustrar este dogma con un caso particular, nos da ejemplo Nuestro Señor Jesucristo en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Allí se encuentra una descripción del infierno y del peligro de caer en él. No es otra la intención de este trabajo. Expresa también nuestra finalidad el siguiente consejo: “Vayamos al infierno mientras estemos vivos, para no caer allí después de la muerte”.
Fuente: http://angelicapajares.wordpress.com/