Por M. Virginia O. de Gristelli
2 de noviembre de 2012
Siempre habrá dos
miradas, como hay dos banderas, y es preciso enrolarse fielmente sólo en una, y
aprender a mirar…
La mirada del mundo:
numerolátrica, meteorológica, eficientista y siempre miope.
La mirada de los hijos
de Dios: arraigada en su Palabra viva, en la Tradición bimilenaria de su única
Iglesia y el testimonio de miles de hermanos nuestros que ya contemplando cara
a cara su Divina Faz, nos señalan el rumbo, con sus huellas en la Historia, la
historia de la verdadera Libertad -que nada tiene que ver con la Revolución
Francesa anticristiana- sino con la docilidad a la Verdad, porque sólo Ella
libera (Jn. 8,31), aún –y sobre todo- desde la Cruz.
La Providencia quiso
que el 1 de noviembre, Fiesta de Todos los Santos, en el Año de la Fe, se
congregara un “Pequeño Rebaño” de hombres y mujeres que pretendimos demostrar
al mundo que el deber –pues ya no es sólo derecho- de defender los templos y
signos sagrados, es la defensa de nuestra propia médula de católicos, hijos de
la Iglesia, cuya fe nos gloriamos de profesar en razón de nuestro bautismo.
No son paredes, ni
meros monumentos históricos, sino el alma de la civilización cristiana que hoy
se ataca por doquier atacando a la Familia, a la vida inocente del niño por
nacer, a la Verdad Una y singular, al Orden Natural, a la Belleza y a la Luz.
Nosotros vivimos en
esta circunstancia, un destello de esa Luz: vivimos la unidad de la oración y
la acción. Así como en la catedral unas piedras sostienen a las otras,
nosotros, piedras vivas, nos sostuvimos mutuamente, cada uno con las gracias
que Dios le había dado: la mirada atenta, la palabra, el canto, la astucia, la
energía, la reacción; sin contraposiciones estériles que abonan un lenguaje
dialéctico completamente ajeno al sentir católico (que es un “y…y” inclusivo,
cuidando siempre el orden de la caridad).
En un principio, los
cálculos mundanos pretendieron “escondernos” en una calle lateral considerando
el absurdo de que la presencia de católicos ante un templo católico resultaría
“provocadora” para los pregoneros de la muerte, que pretendían agraviarla. Pero
María Santísima, “terrible como ejército formado en batalla” nos alentó a
mantenernos unánimemente firmes en la negativa a retirarnos, y las fuerzas
policiales debieron pedir refuerzos para protegernos, recordándoles que su
deber era proteger nuestros derechos, y no fundar la paz en conculcarlos.
El templo iba a
permanecer cerrado, y Ella también seguramente, como Reina de todos los Santos,
dispuso todo para que antes de llegar las hordas, viviésemos juntos unas
Vísperas solemnes, con el Santísimo Sacramento expuesto, antes del enfrentamiento.
Luego la Santa Misa se
celebró dignamente, mientras afuera, un ejército de Rosarios velaba por ello,
como los guardias cuidan el Tesoro.
La invocación a San
Miguel Arcángel y a todos los santos, especialmente a Santiago, a San Bernardo,
a Santa Juana, iluminaron los semblantes, como los Vivas a Cristo Rey durante
varios momentos, como un himno marcial, tapando las voces discordantes del odio
impío y la blasfemia.
Un regalo impredecible
e inestimable, digno de párrafo aparte, lo constituyó la presencia permanente
de un fiel sacerdote de Cristo –vestido de rigurosa sotana, e incluso sin
arredrarse luego de haber sido alcanzado por uno de los elementos que arrojaban
del otro lado- recorriendo nuestra “trinchera”, y cosechando algunas
confesiones tal vez largamente demoradas, cuya valía sólo en el cielo
contemplaremos cabalmente. ¡Ay, si su ejemplo valiente cundiera, se
multiplicarían sin duda los ramilletes de almas para ofrecer al Padre!. Vaya
desde estas humildes líneas, nuestro más profundo y sincero agradecimiento.
Al término de los
“incidentes” (como le gusta titular a los medios, que minimizan todo lo grande
y enaltecen todo lo sórdido y minúsculo), retirados los nubarrones de la
tormenta, sin que los enemigos de la Fe y de la Patria hayan logrado su
objetivo, aún nos quedamos un buen rato, y en acción de gracias compartimos un
último rosario –el de los misterios luminosos- a María Auxiliadora, Reina de
Lepanto, Nuestra Señora de las Victorias, Madre de la Merced, pidiendo luz
abundante de conversión para todos los corazones, de ambos lados de las vallas,
para que Ella nos reúna un día en el seno del Padre. Suplicamos gracias de
conversión abundantes, y no dudamos de que las habrá, aún entre los policías –a
quienes habiéndole quitado con los últimos gobiernos la formación religiosa,
esto puede haberles servido tal vez como incentivo para buscarla-, a algunos de
los cuales pudimos luego recomendar el uso del Escapulario, y repartir alguno,
antes de retirarnos cantando a voz en cuello la Salve Regina, donde unas horas
antes se ventilaron blasfemias. Porque no concebimos la defensa de la vida al
margen de la Madre del Autor de la Vida; porque “de Santa María, nunca
bastante”, como nos enseña San Bernardo, sin necesidad de someterlo a
plebiscito. Pues nos parece lastimoso que algunos limiten la defensa de la vida
a una dimensión política, acomodándola al sufragio popular o a componendas
ecuménicas, atendiendo así sólo a las consecuencias sin mirar a las causas. Es
hora de afirmar con energía que el aborto es sólo una punta del iceberg, y que
NO es ese el mayor pecado, sino la apostasía escandalosa del Pueblo de Dios,
que claudica ante el cáncer demoliberal.
Hay que pensar que si
el mundo nos pisotea muchas veces, no es por haber sido fieles testigos del
Señor que venció al mundo, sino tal vez porque como sal, los católicos hemos
perdido el sabor; “Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a
salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres”
(Mt 5,13). Y no podremos restaurar un orden cristiano ni justo en nuestra
Patria al margen de la afirmación contundente del Reinado Social de Cristo.
Esto jamás lo
comprenderán los medios, que como ciegos guías de ciegos, se asombran del
enfrentamiento de “posturas antagónicas sobre el aborto”, y no advierten que se
trata aún más radicalmente, de dos posturas antagónicas sobre el hombre, la
vida y el universo. Y que no pueden conciliarse mediante pactos de convivencia
democrática, sino sólo mediante la conversión de todos los corazones, en el
sacramento de la Penitencia y de rodillas ante el Señor Sacramentado.
Ha sido éste, pues, un
día memorable, en fin, para todos nuestros corazones, porque en medio de tantos
sinsabores que agobian a nuestra Patria, y que son nuestra Cruz, junto a la
Mater Dolorosa -Causa de nuestra alegría- nosotros queremos estar de pie, y
para ello pedimos Su gracia.
Es preciso recordar que
mientras la Iglesia Triunfante nos estimula con su ejemplo desde la gloria, la
Iglesia Purgante es la única porción del Cuerpo Místico que ya únicamente puede
padecer, y no merecer.
Es a nosotros, en
cambio, miembros de este Cuerpo aquí en la tierra, aún sujetos al influjo de
los enemigos del alma, a quienes nos compete librar “el buen combate”. Muchos
olvidan lamentablemente, que además de ser Iglesia Peregrina, el nombre propio
con que la Tradición nos designa es el de Iglesia Militante, pues milicia es la
vida del hombre sobre la tierra (Jb.7, 1-4), y la salvación no está cifrada en
una abstinencia “ecologista” de no hacer el mal (tampoco lo hacen las momias),
sino, a semejanza de Nuestro Señor, pasar la vida haciendo el Bien.
Es preciso afirmar que
no se puede obrar el Bien divorciándolo de la Verdad, y que la corrupción de
las costumbres comienza por el alejamiento de Ella, que es Cristo Rey del
Universo. Al falsear la doctrina católica, desconociendo el Catecismo,
desoyendo al Magisterio, no se puede obrar realmente el bien, porque de buenas
intenciones está empedrado el camino del infierno.
Se explica entonces que
entre las tentaciones opuestas de nuestro obrar a tientas, encontremos por una
parte, el desprecio a las obras, en un quietismo luterano deprimente -como lo
es toda herejía, que recorta la Luz de la Verdad-, y por la otra, el
voluntarismo semipelagiano que pone el acento sólo en los métodos humanos, y
relega la gracia a la mera condición de “bastón”, cuando por el contrario, todo
el bien del hombre, de la Patria y del universo, consiste en secundarla, porque
es ella –es Cristo- quien lleva la delantera y marca el rumbo. El no nos dijo
jamás que sin El podríamos hacer muy poco, o de mala manera, sino que “sin Mí,
NADA podéis hacer”.
Es la hora del combate,
sin duda. Y que rezar es combatir, nadie lo duda, pues sin el sostén de la
oración, corazón de la Iglesia, todo esfuerzo es vano e incompleto, por más
recaudos estratégicos que se tomen del caso.
Pero la tierra no es el
Purgatorio (y es bueno recordarlo, en momentos que, apremiados por las
necesidades presentes y confundidos por la enfermedad del individualismo, se
olvida a menudo el deber de caridad de rezar por nuestros difuntos, y se
predican tan menguadamente las indulgencias…), y eso significa que hasta tanto
no nos llame el Padre, a nadie le es lícito desertar de su puesto en medio de
la batalla, limitándose a las quejas.
¿Que no hay forma
“razonable” de tener esperanza? ¿Y desde cuándo la esperanza de los hijos de
Dios se apoyó sobre las bases razonables de nuestras solas fuerzas? Y ahí asoma
la cola pelagiana… Ni en Covadonga, ni en Lepanto, ni en tantísimos episodios
de la historia sagrada y aún en nuestra historia nacional, Dios requirió las
fuerzas de sus hijos como “garantía”, sino al contrario: “en tu debilidad se
manifiesta mi fuerza”(2 Cor.12,9).
¿Por qué nos insiste
tantas veces Nuestro Señor en el Evangelio, y también Nuestra Señora en sus
múltiples apariciones, en el “No temáis”? Porque precisamente, si miramos con la
mirada secular, todo hace pensar que debemos temer, y mucho. Y por eso el
“escándalo”, el estupor del mundo: “¿Cómo se atreven éstos..?¿Quién los
sostiene…?” Pero ahí está la levadura, para que fermente la masa; ahí están los
peces y los panes, para que El obre las maravillas que quiera, como Rey
Soberano de las almas y el mundo. “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal:
¡ten piedad de nosotros y del mundo entero!” Y Él sí que es el Fiel, porque no
puede desdecirse a Sí mismo.
La hora de la batalla
es la hora de la alegría, de la entrega de corazones jóvenes, que nada conocen
de edades cronológicas, sino todo rebosantes de esperanza. Hija de la esperanza
es la fortaleza, como lo es el canto.
Quiera María Santísima,
Reina y Generala de esta Patria cuya bandera es Su manto, ordenar nuestras
filas de soldados de Cristo, para conducirnos siempre a librar el buen combate,
y como pedía el beato Manuel González, ¡no quiera Ella permitir que nos
cansemos!
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva
la Patria católica y mariana!