Por Hugo Reinaldo Abete
Para quienes no aceptamos el concepto de que la democracia es “un estilo de vida” y la reconocemos sólo como una de las formas de gobierno, debemos aceptar que, en general, es la forma que el hombre moderno ha elegido como sistema político preferido. Sea porque no conoce otra, sea porque está convencido que es la mejor, o porque a lo largo de su vida fue educado en esa exclusiva dirección.
Quiénes sostenemos que la forma de gobierno debe ser propia de cada pueblo, conforme a su idiosincrasia, su tradición, su cultura o simplemente su forma de ser, entendemos en consecuencia, que cada pueblo debe encontrar en las distintas formas de gobierno o en la combinación de ellas, cuál es la que más lo ayuda a conseguir la justicia y el bien común. Una forma de gobierno puede resultar perfecta en un determinado país que privilegia las instituciones y un fracaso en otro donde lo que prima por sobre todas las cosas es el hombre, el conductor, el líder. Sea cual fuere la forma de gobierno, la misma debe estar iluminada por valores y principios religiosos y filosóficos que sí conforman un verdadero estilo de vida. Cuando estos no son tenidos en cuenta, esa forma de gobierno se degenera.
En el caso particular de Argentina, aunque los principales beneficiarios del sistema imperante se rasguen las vestiduras, la democracia tiene la particularidad de ser una tiranía disfrazada. En efecto, por esa peculiar inclinación de los argentinos hacia el autoritarismo, todos los gobiernos que se han definido como democráticos, han hecho todo cuanto han querido en el ejercicio de sus funciones sin ningún tipo de límites ni controles. Los únicos límites que a lo largo de nuestra historia tuvieron los gobiernos democráticos, han sido los golpes de estado cívico militares, ya que la costumbre de la democracia en Argentina, consiste en que, al llegar al poder, el Ejecutivo elimina todo tipo de limitaciones, controles o resistencias que puedan surgir de los otros poderes. Así modifica la conformación de la Corte Suprema poniendo jueces adictos, y en el caso del Congreso, comprando voluntades de los representantes de la oposición. Por sólo mencionar los ejemplos de la época moderna, podemos decir que esto ha sido así en los gobiernos de Alfonsín, Menem, De La Rúa y los Kirchner. Es más, en el imaginario colectivo se ve como una fortaleza que el poder Ejecutivo logre sacarse de encima los controles de los otros poderes. No importa la trampa que se haga si aparentemente todo es legal. No importa si para obtener un rédito político se extorsiona a un juez con una carpeta de contenido escandaloso. Es lo que en el sistema suelen llamar “construir el poder”.
Y no vengamos con que somos una democracia joven, que tenemos mucho que aprender de los errores y toda esa cantinela, porque eso no es cierto. La cultura de los argentinos, su idiosincrasia y su forma de ser, nos indican que la democracia en la Argentina más que una forma de gobierno es una forma muy eficiente de hacer pingües negocios desde el poder y beneficiar a la clase política de turno. De ahí también, la explicación de que la democracia en nuestro país se agote en la lucha por el poder.
Esto provoca que la revolución anticristiana (que en extrema síntesis busca apartar al hombre de vivir como Dios manda), encuentre en políticos inescrupulosos o corruptos a los cuales sólo les interesa el poder para enriquecerse, el campo propicio para avanzar sobre los valores éticos y morales de ese pueblo. Y esta deformación está tan arraigada en nuestra cultura que quienes resultan perjudicados por este sistema, aceptan con resignación las arbitrariedades e injusticias… “pero por suerte estamos en democracia”, aducen.
En el caso particular del gobierno que hoy “conduce” los destinos de la Nación, podemos decir que, en su seno, tienen lugar absolutamente todos los abusos y arbitrariedades y no hay mecanismo que se le oponga o logre detenerlos. En efecto, si lo expresado no fuese cierto ¿cómo pueden explicarse o justificarse los casos de corrupción más resonantes como los de Zaffaroni, Schoklender, Jaime, Bonafini y otros tantos y no pase absolutamente nada porque el juez actúa conforme con las órdenes que recibe del poder ejecutivo?.
¿Cómo se explica que el gobierno haya elaborado una política de derechos humanos para encarcelar militares y dejar en libertad a terroristas y asesinos y cuente con el apoyo de los jueces para hacerlo?. La sola aceptación de dicha política por parte de los jueces adictos al gobierno de turno descalifica por completo lo que debería ser una democracia.
¿Cómo podemos entender siquiera que los periodistas amigos del gobierno, conduzcan por el canal público de TV, un programa cuya única finalidad sea desprestigiar y vituperar a los colegas que trabajan en medios “supuestamente”, contrarios al oficialismo. ¿Cómo entender que expongan fotografías de periodistas opositores en la vía publica y se invite a la población a escupir sobre las mismas para expresar su repudio?... No señor, esto no es democracia, esto es inmoralidad. Y más inmoralidad es que la corporación periodística, en una actitud mediocre y cobarde, no haya salido con toda vehemencia a reprobar el exceso ni a defender a sus colegas. Por el contrario, la mayoría opta por el individualismo egoísta y nadie dice nada. Nunca antes la corporación periodística había perdido tanto prestigio y credibilidad.
Ante tantos abusos y arbitrariedades, debemos intentar una salida distinta. Ya no se trata de que volvamos a lo viejo y que otra vez el poder militar retome sus rutinas de interrupciones “democráticas”, se trata simplemente que los argentinos encontremos los mecanismos que nos permitan abordar una forma de gobierno que nos asegure la justicia y el bien común y, a la vez, controle de manera más eficiente la probable corrupción en la que pudiesen incurrir algunos de sus funcionarios o dirigentes.
O sea, que lo que aquí se está diciendo es que lo que está mal en la Argentina, es el propio sistema político y es lo que debemos cambiar para poder aspirar a ser un gran país que esté a altura de nuestros orígenes Cristiano Católicos y de todas las riquezas con que fue bendecido.
¿Pero cómo cambiar un sistema político si antes no reencontramos al hombre –sujeto principal por el cual funciona ese sistema-, con sus verdaderos orígenes, sus raíces que le dan sentido a su vida?.
Si convenimos en que es el hombre moderno quien está mal porque se ha alejado de Dios y ha establecido sus propias reglas éticas y morales, seguramente también convendremos en que si recuperamos al hombre estaremos recuperando todo lo que él es capaz de generar.
En tal sentido, se hace necesario volver a restaurar todos los valores espirituales, morales y culturales que la revolución anticristiana ha trastocado, subvertido y desnaturalizado. Un hombre que no cree Dios ni en la familia, que procura el aborto, la eutanasia y fomenta la homosexualidad no puede nunca jamás conducir un sistema político virtuoso que tienda al bien común. Debemos volver a los valores permanentes.
Y en cuanto a lo político, debemos cambiar el sistema de representación único de los partidos políticos que históricamente han dividido a los argentinos, por otro en el cual estén representados realmente todos los sectores que conforman la sociedad. Sólo un sistema integral, que se organice a partir de la familia, donde estén todos representados por lo que son y por lo que hacen, integrados en un sistema, dará participación verdadera al pueblo desde la familia al municipio, incorporando la actividad real a la vida política y no la ideología. Hoy gobierna una sola corporación: la política, que pone jueces y hace las leyes a su antojo y según sus necesidades. Una corporación monopólica y oligárquica cuyas únicas disputas internas son el espacio de poder y los dineros mal habidos que ese poder genera.
El sistema de representatividad de los cuerpos intermedios que debe organizarse desde abajo hacia arriba y que no es perfecto, asegurará una mayor y mejor participación de todos los sectores y controlará más eficientemente la posible corrupción.
Si tuviésemos que sintetizar en un sólo párrafo la propuesta que estamos formulando, podríamos cerrar diciendo que, a la revolución anticristiana que a lo largo de muchos años fue provocando la decadencia argentina, debemos oponernos con una contra revolución, esencialmente Cristiana, que nos permita recuperar la recta concepción de la persona humana y un sistema político que asegure la búsqueda del bien común permanente.
¡Por Dios y por la Patria!
Hugo Reinaldo Abete
Ex Mayor E.A.