Homilía del Jueves Santo en la Parroquia Santa Lucía de Tolosa (La Plata), 1º de abril de 2010, por Mons.. Antonio Marino, Obispo Auxiliar de La Plata
Con la Eucaristía del Jueves Santo, entramos en el triduo pascual. Tiempo sagrado. Son las vísperas de su entrega. Él es el Hijo que el Padre nos ha entregado, mostrando su amor por nosotros: “(Dios…) –nos dice San Pablo– no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8,32). Él mismo se entrega libremente al Padre por nosotros: “El Padre me ama –nos dice Jesús en el Evangelio de San Juan–porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo” (Jn 10,17-18). Pero esta libre entrega de amor del Padre y del Hijo por nosotros, se nos manifiesta en la traición de Judas, “el mismo que lo entregó” (Mc 3,19). La entrega del Padre y la del Hijo tienen su origen en el amor. La de Judas en la traición.
Tres palabras resumen el sentido y la riqueza de esta Eucaristía. Tres palabras donde se vuelve realidad su entrega por nosotros: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes” (1Cor 11,24). “Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11,24.25). “Hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,15). Institución de la Eucaristía. Institución del sacerdocio. Mandamiento nuevo de la caridad.
“Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes” (1Cor 11,24)
“Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes” (1Cor 11,24). “Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi sangre” (1Cor 11,25). Antes de partir de este mundo al Padre, Jesús anticipa y perpetúa su muerte redentora, en el signo del pan que se partía bendiciendo a Dios, antes de la comida del cordero, y en el signo de la “copa de bendición” (1Cor 10,16), que se bebía al cerrar el rito principal de la antigua Pascua.
Su amor extremo quedaría perpetuado por los siglos de la historia, en el velo de los signos del pan y del vino. Desde entonces, “la Iglesia vive de la Eucaristía”. Desde entonces, todo gira en torno a ella. A ella conducen la predicación, la celebración de los sacramentos y las obras de apostolado. De ella toma su fuerza toda la tarea evangelizadora de la Iglesia.
Entre la Última Cena y el banquete definitivo del Reino de Dios, nuestras celebraciones eucarísticas nos traen la realidad de su sacrificio redentor y anticipan la fiesta sin fin de la gloria. Se trata del sacramento donde se actualiza sin repetirse el mismo sacrificio de la cruz, pues cada vez que celebramos la Cena del Señor “se ejerce la obra de nuestra redención” (SC 2) y nos asociamos a su ofrenda. Es el sacramento de su presencia real entre nosotros, donde cobran sentido más pleno sus promesas de permanecer siempre con nosotros: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En cada Eucaristía que celebramos, nos unimos más íntimamente a Él y entre nosotros: “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1Cor 10,17).
“Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad” (SC 47). Causa pena comprobar que este sacramento admirable sea a veces tan fácilmente olvidado por los cristianos. ¡Qué calidad adquiriría nuestra vida, si participáramos con frecuencia regular de este sacrificio que el mismo Señor nos regala y de esta mesa a la cual nos invita! ¡Qué fuerza tendría en la sociedad el testimonio de los cristianos! ¡Cuánta vitalidad mostrarían nuestras comunidades parroquiales! El Señor nos invita ¡y nosotros, a veces, le damos la espalda!
“Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11,24.25)
“Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11,24.25). Al mismo tiempo que instituía el memorial de su amor redentor, constituía a sus apóstoles ministros de la Nueva Alianza, sacerdotes del Nuevo Testamento. Y desde el principio ellos cumplieron esta orden. El sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza quiso valerse de representantes humanos, limitados y frágiles como los doce apóstoles, para perpetuar su misión en la historia hasta su retorno. A través de ellos, y con la gracia del Espíritu Santo, sigue enseñando, santificando y gobernando a los hombres congregados en la unidad del cuerpo de la Iglesia, con la potestad y autoridad del mismo Cristo. La enseñanza, la gracia y la autoridad de nuestro Salvador, se comunican a los fieles más allá de la santidad o del pecado de los ministros de la Iglesia.
Como enseña el último Concilio, este triple oficio sagrado de enseñar, santificar y gobernar al “rebaño de Dios” (1Ped 5,2) lo ejercen los obispos y los presbíteros “sobre todo, en el culto o asamblea eucarística” (LG 28). ¡Misterio del sacerdocio católico, que al Cura de Ars, San Juan María Vianney, lo llevaba a exclamar: “El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús”!
Pero ante esta visión grandiosa que nos presenta la fe, se contrapone el espectáculo sumamente doloroso del pecado y la fragilidad de los ministros de la Iglesia, que no podemos ni queremos disimular. De allí que todos cuantos hemos recibido el sacramento del Orden Sagrado, deberemos conservar siempre la conciencia que San Pablo expresaba en estos términos: “nosotros llevamos el tesoro en vasos de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no proviene de nosotros sino de Dios” (2Cor 4,7).
Dolorosos episodios de gravísimos pecados de sacerdotes en tiempos más o menos lejanos o recientes, son ampliamente difundidos por medio de la radio, la televisión y los periódicos. Como pastores de la Iglesia, no podemos callar ni negar la objetividad de los hechos. La Iglesia Católica ha pedido y sigue pidiendo perdón por los pecados de sus miembros, en especial de sus hijos sacerdotes, mediante los cuales queda desfigurado el verdadero rostro de la Iglesia, llamada a ser “santa e inmaculada” (Ef. 5,27). Aplica, además, severas penas canónicas a los autores de esos delitos.
Pero al mismo tiempo denunciamos la campaña que presuntos moralistas conducen groseramente contra sacerdotes y obispos, y en estos días contra el mismo Papa. Causa pena e indignación la ligereza con que a partir de datos ciertos, hábilmente elegidos y recortados, se busca construir una imagen odiosa del Santo Padre, procurando implicarlo en supuestos ocultamientos de delitos, con argumentos que sólo se sostienen en la voluntad de golpear a la Iglesia en lo más sensible. Afortunadamente, voces nobles, aun entre no creyentes, van poniendo en evidencia esta infamia.
No nos confundamos: si atacan al Papa, es porque les molesta Cristo con su Evangelio que contradice su mentalidad. Si lo agravian a él, es porque desde hace cinco años no toleran la lucidez de un hombre superior, que sin embargo, se expresa con tanta humildad. Si quieren ensuciar su figura, es que no soportan la defensa que la Iglesia hace, en nombre de Cristo, del matrimonio y la familia, la tutela de la vida humana inocente, su doctrina sobre la sexualidad y sobre muchos otros temas.
Oremos por el Santo Padre y por nuestros sacerdotes y pastores, queridos hermanos. Honremos, cuidemos y amemos a los sacerdotes. Que el Señor se digne multiplicarlos por el bien de su Iglesia. Son muchos los que llevan vida santa y heroica, en escasez de recursos y con mucha dignidad, desde el silencio y la soledad, en medio de pruebas y penurias, rodeados de quienes creen entenderlos y en realidad no los entienden. No se dejen engañar, ¡son muchos más los buenos que los malos!
En este año sacerdotal, deseo repetir el testimonio de uno de ellos: “Desde que murió Cristo en la cruz, sabe, hermano mío, que hay muchos buenos sacerdotes; muchos héroes; pero que no se ven. Su heroísmo hermana perfectamente con la oscuridad de la fe. A Cristo no se le escapan. A nosotros, aun a sus hermanos, sí. Muchos viven, al exterior, mal; interiormente, muy bien. Como se puede vivir en la madera de la cruz, compartiendo lecho, y corona, y clavos con Jesús”.
“Hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,15)
“Hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,15). Dentro de unos instantes, repetiremos el gesto de Jesús en la última cena. El Maestro y Señor, ante quien “toda rodilla se dobla en el cielo, en la tierra y en los abismos” (cf.. Flp 2,10), no vaciló en arrodillarse ante sus apóstoles para lavarles el polvo del camino. Oficio de servidor y gloria del Maestro. De este modo les enseñaba con qué espíritu debían ejercer la autoridad. “Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía” (Jn 13,14-15).
El evangelista San Lucas nos trae otra enseñanza coincidente de Jesús, en el contexto de la Cena: “Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más grande que se comporte como el menor, y el que gobierna como un servidor. Porque ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,24-27).
La Eucaristía nos compromete a todos en el servicio, en la humildad, en la sensibilidad con el prójimo, en el perdón de las ofensas, en el amor social, en la reconciliación. Por esto tenemos conciencia de que la Eucaristía, al ser el sacramento del amor, signo de reconciliación y vínculo de unión fraterna, es el aporte más importante que la Iglesia hace a la sociedad. Es la escuela que nos educa en nuestra vida privada y social, para volvernos más plenamente humanos.
Estamos en tiempos de crispación y de violencia verbal crecientes. Los acontecimientos de hace unos cuarenta años atrás, siguen pesando dolorosamente. En el misterio que celebramos debemos encontrar el remedio. Duele escuchar funcionarios que interpretan nuestra prédica de reconciliación traduciéndola como una invitación a la impunidad. No predicamos la impunidad, anhelamos la justicia. ¡Pero la verdadera! Porque una justicia parcial es una parodia de justicia. A quienes sólo ven asesinos culpables de un lado e inocentes idealistas del otro, o viceversa, les recordamos las palabras del Maestro: “Quien esté libre de pecado, tire la primera piedra” (Jn 8,7).
Hermanos, vivamos con plenitud esta Eucaristía, y salgamos de este templo transformados en nuestra mentalidad, conscientes de que la sociedad se transforma desde el corazón de los individuos y sabiendo que el mundo nuevo que anhelamos comienza en cada uno de nosotros.
+ ANTONIO MARINO
Obispo auxiliar de La Plata