La historia más triste de la historia (XX)
–¿Puede decirme por qué está usted tan seguro de eso, si no me conoce de nada?
– Por su cara, en algunas personas la cara no es el reflejo del alma, es el espejo de algo más elevado y místico. El alma en su rostro es sólo una sonrisa, una expresión de sosiego. El resto es un insondable y maravilloso misterio que contagia esperanza, y revaloriza la vida.
María no estaba para piropos filosóficos, de hecho, era uno de los motivos de su espantada, llevaba toda la vida soportando oleadas de insinuaciones huecas, de adulaciones interesadas, de atenciones desmedidas de quienes —en el mejor de los casos— apenas habían compartido un “buenos días” con ella, fuese cual fuera la situación y el escenario, los halagos le llovían: de profesores asaltacunas; de curas dispuestos a sustituir a Dios y a toda su corte celestial por una Diosa cuyas caderas crucificaban su entrepierna; de amigos que jamás aspiraron a serlo; de maridos en busca de una favorita para su harén; de familiares degenerados; incluso de un ahogado imberbe al que le practicó el boca a boca; ya fuese en el metro; en los semáforos; en las sala de espera de los hospitales; desayunando; en el mercado; en las bodas; dando el pésame en los funerales…
En su relación con los hombres —exceptuando a su padre— nunca había tenido la certeza de comprender el significado real de las palabras. Todo lo contrario que con las mujeres, donde, al menos, estaba segura de que la envidia era la mitad de lo que sentían por ella, y que por tanto, sus conversaciones siempre tendrían un cierto transfondo de reproche.
–Mire usted, he tenido un día —por no decir una vida— para olvidar, estoy agotada, y lo último que quiero hacer en este momento es tenerle que explicar por qué odio que me adulen, así que le rogaría que obviase mi presencia el resto del viaje. ..
– Por su cara, en algunas personas la cara no es el reflejo del alma, es el espejo de algo más elevado y místico. El alma en su rostro es sólo una sonrisa, una expresión de sosiego. El resto es un insondable y maravilloso misterio que contagia esperanza, y revaloriza la vida.
María no estaba para piropos filosóficos, de hecho, era uno de los motivos de su espantada, llevaba toda la vida soportando oleadas de insinuaciones huecas, de adulaciones interesadas, de atenciones desmedidas de quienes —en el mejor de los casos— apenas habían compartido un “buenos días” con ella, fuese cual fuera la situación y el escenario, los halagos le llovían: de profesores asaltacunas; de curas dispuestos a sustituir a Dios y a toda su corte celestial por una Diosa cuyas caderas crucificaban su entrepierna; de amigos que jamás aspiraron a serlo; de maridos en busca de una favorita para su harén; de familiares degenerados; incluso de un ahogado imberbe al que le practicó el boca a boca; ya fuese en el metro; en los semáforos; en las sala de espera de los hospitales; desayunando; en el mercado; en las bodas; dando el pésame en los funerales…
En su relación con los hombres —exceptuando a su padre— nunca había tenido la certeza de comprender el significado real de las palabras. Todo lo contrario que con las mujeres, donde, al menos, estaba segura de que la envidia era la mitad de lo que sentían por ella, y que por tanto, sus conversaciones siempre tendrían un cierto transfondo de reproche.
–Mire usted, he tenido un día —por no decir una vida— para olvidar, estoy agotada, y lo último que quiero hacer en este momento es tenerle que explicar por qué odio que me adulen, así que le rogaría que obviase mi presencia el resto del viaje. ..
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