DIOS ACREDITA A SUS ENVIADOS CON MILAGROS
Un filósofo desengañado.
Un miembro del Directorio francés, llamado Lepaux, había conseguido, tras muchos quebraderos de cabeza, descubrir una nueva religión, llamada por él Religión de la Filantropía (palabra griega que significa amor a los hombres), pero no conseguía conquistar ningún adepto. Llegóse en esto al ministro Talleyrand para quejarse de su mala fortuna, el cual le contestó con gran agudeza: "Ninguna maravilla me produce su fracaso. Si desea usted un éxito lisonjero, vaya y haga milagros: cure a los enfermos, resucite a los muertos, y luego hágase crucificar y sepultar y resucite al tercer día. Yo le garantizo que todo el mundo le seguirá.” El filósofo retiróse de la entrevista corrido y avergonzado. Los enviados de Dios deben confirmar sus palabras con milagros.
Dadnos las pruebas
En la India Oriental, donde San Francisco Javier trabajó con tan admirable éxito con sus misiones, se hallan aún diseminadas algunas pequeñas cristiandades, cuya conversión se remonta al tiempo de las predicaciones de aquel gran Apóstol de las Indias. A uno de estos villorrios católicos, situado en la montaña, llegó un misionero protestante, el cual reunió la comunidad y le predicó su evangelio. Aquellas gentes, empero, le preguntaron si había sido enviado a ellas por el Papa de Roma, como Francisco, a lo que el protestante contestó con una sarta de groseros insultos contra el Papa y la religión católica, a la cual calificaba de idolatría. Adelantóse entonces el jefe del villorrio y dijo al pastor: «Dadnos pruebas de ello, como las daba San Francisco, y creeremos en lo que nos enseñáis." Quiso saber el protestante de qué pruebas se trataba, y ellos le refirieron tres estupendos milagros que en su comunidad había obrado San Francisco. El protestante no pudo dar otra respuesta que callarse y largarse en seguida. También nosotros, al presentársenos los protestantes, los mahometanos y otros predicadores de religiones falsas, hemos de decir como aquel anciano: “¿Donde están las pruebas?” Sabido es, en efecto, que ni Mahoma, ni Lutero, obraron milagro alguno.
(Francisco Spirago, Catecismo en ejemplos, Ed. Políglota, Barcelona, 1941, pg. 45-46)
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