Existe una tendencia a mostrar la caridad
casi exclusivamente como si fuera la virtud por la cual se busca sólo aliviar
los sufrimientos del cuerpo. Parecen olvidar que Nuestro Señor enseñó que
primero se debe a amar a Dios y, en segundo lugar, al prójimo como a uno mismo.
¿Dónde está el equilibrio?
Plinio Corrêa de Oliveira
Así como el agua verdaderamente
pura no nace en los valles sombríos sino que, saliendo de lo más profundo de
las entrañas de la tierra, se eleva hasta las cumbres de los montes, de donde
brota en arroyos cristalinos; así también la verdadera caridad no es el
sentimiento que tiene su origen en las afecciones naturales, transitorias y
caprichosas de los hombres entre sí, sino en el amor que, saliendo de lo más
profundo del corazón humano, se eleva hasta Dios, y desde allá, como de una
vertiente limpia y cristalina en lo alto de una montaña, desciende sobre todas
las criaturas.
La primera caridad, por lo tanto,
la caridad verdadera y exenta del lodo de los afectos humanos, es la que se
eleva directamente a Dios.
Pero el amor de Dios bien
entendido no se limita a una adoración inerte y exclusiva, sino que se refleja
sobre los hombres, criaturas del propio Dios.
Son éstos los datos que nos
proporciona la Fe. Y la observación directa de los hechos que nos cercan
confirma claramente la Fe, ya que el verdadero amor al prójimo sólo se
encuentra en las criaturas que tienen verdadero amor a Dios.
Nunca se ha visto a un ateo
besar, en un delirio de amor, las llagas repelentes de un leproso, como hizo
San Francisco de Asís.
Y nunca se consiguió mantener un
hospital con enfermeras sin Fe, con el celo y la perfección continua con que lo
hacen las Hermanas de la Caridad.
El verdadero amor al prójimo, por
lo tanto, sólo puede ser entendido como un reflejo del amor de Dios.
Pero los hombres son animales
racionales, dotados de un cuerpo material y mortal, y de un alma inmaterial e
inmortal. La importancia del alma, evidentemente, es mucho mayor que la del
cuerpo. El cuerpo sano nada es para un alma infeliz sino una prisión
insoportable, cuyas cadenas son tantas veces quebrantadas por el suicidio.
Así, los males del alma, los
pecados, las infelicidades de todo tipo, constituyen para el individuo un peso
mucho más doloroso y mucho más terrible que todos los padecimientos físicos.
Efectivamente, cuando muere el
cuerpo, desaparecen con él todas las enfermedades. El alma no muere y pagará
sus pecados eternamente.
Por eso el Cristianismo muestra
el inmenso deseo que tuvo Dios Nuestro Señor de salvar nuestras almas. No fue
para salvar cuerpos que el Redentor vino al mundo y que un Dios se hizo inmolar
en expiación de los pecados de sus criaturas. No fue para salvar los cuerpos
que la Iglesia fue instituida, ni es para salvar cuerpos que los Sacramentos
existen. Almas, almas y siempre almas, es lo que desea Jesús. Cuando curaba
cuerpos, fue constantemente con el fin principal de salvar almas. Y, por el
contrario, muchas veces envía grandes dolores físicos a algunas personas para
atraerlas a la penitencia por medio del sufrimiento. Esto significa que El
permite que los cuerpos se enfermen para que las almas se salven.
Por consiguiente, las verdaderas
obras de caridad en la vida activa no son únicamente aquellas que se destinan
al alivio de los sufrimientos físicos, sino, y de un modo especial, a curar las
almas.
Si estas verdades hubiesen sido
comprendidas, hace mucho tiempo que habríamos organizado una acción social católica
en este sentido. Y nuestro País, en vez de debatirse en la más terrible crisis
moral, daría al mundo un ejemplo de carácter, digno de nuestro pasado.
Pero los fondos destinados a las
asociaciones piadosas han sido casi exclusivamente empleados por las almas
caritativas en hospitales y en limosnas para los pobres: ciertamente una acción
muy loable, pero menos noble y menos agradable a Dios que las que tienden a
propagar el Reino de Cristo.
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