Por Enrique Graci Susini
Plutarco escribió sus Vidas Paralelas con un propósito ejemplar:
mostrar, desde los aciertos y la sabiduría de los mejores y también
desde el honor y el heroísmo manifestado en sus hechos, ejemplos que nos
sirvieran para superar nuestras propias miserias. No ocultó tampoco
cobardías, traiciones o actos de altivez desmesurada que debieron ser
pagados por los pueblos a quienes gobernaban los peores, o, simplemente,
los más inútiles para buscar y alcanzar el bien de todos. El autor
estaba imbuído de ideas religiosas, filosóficas y éticas que
lo llevaron siempre a distinguir lo bueno de lo malo, alejándolo de
toda forma de indeferentismo o relativismo moral y político. Fue lectura
y cita habitual de muchos grandes políticos -el general Perón entre
ellos- cuando en ese difícil arte, a los mejores no les bastaba con que
se los alabara por su astucia, o por su viveza, o simplemente por su
capacidad para multiplicar sus patrimonios personales y no los peces y
los panes para saciar a quienes tenían hambre y sed de justicia.
¿Será necesario resaltar que la modestia de mi
propósito no procura iniciar una nueva serie caracterizada por el
alejamiento moral y político de las figuras confrontadas sino sólo
mostrar la distancia inmensa que separa a uno de los otros en el caso de
que me ocuparé?
Falleció hace muy poco tiempo un gran amigo: el
Dr. Julio Herrera Molina, catamarqueño de origen y entrerriano por
adopción; era inteligente, era sutil, alegre, culto, valeroso y
consecuente. Cuando éramos jóvenes -hace ya demasiado tiempo- daba gusto
escucharlo en los pasillos de la Facultad, o en las mesas de los bares y
cafés que frecuentábamos, o en las casas de amigos, camaradas y
compañeros adonde nos juntábamos para compartir un locro o unas
empanadas y algún vaso de vino entre recuerdos y canciones de la Patria
vieja y pensamientos doctrinarios y anécdotas de los movimientos
nacionales y revolucionarios que fueron en el mundo antes de que cuajara
en nuestra Patria el peronismo. Era un gran orador y cuando, subido a
una tarima improvisada o a un palco más formal, levantaba su voz bien
timbrada y montaba el gesto desafiante con que su nacionalismo
peronista, o su peronismo nacionalista, describía la realidad que nos
asqueaba, proponía caminos de un patriotismo liberador y combativo que
resultaban capaces de ennoblecer a quienes aceptaran el convite de la
pelea a la que nos convocaba.
Radicado en Paraná desde hacía muchos años, fue
Ministro de Educación de la Provincia entre el 25 de Mayo de 1973 y el
24 de marzo de 1976 y emprendió con alegría la tarea que -estaba
convencido- debía llevarse adelante. Ninguna concesión a las formas y
contenidos socialdemócratas que hoy envilecen y esterilizan a las nuevas
generaciones argentinas; ningún pudor para cantarle a la Patria, a sus
raíces católicas e hispánicas, o a la generosidad con que acogió a
quienes llegaron a ella para construir aquí su laborioso destino; ningún
temor para defender a la autoridad -que siempre está fundada en el
saber- frente a las insolencias que comenzaban a asomar; convicción para
hacer desfilar a los estudiantes, frente al autor de la "Marcha del
Trabajo", Dr.Oscar Ivanisevich, entonando aquellos versos que decían,
"Hoy es la Fiesta del Trabajo, unidos por el amor de Dios, al pie de la
bandera sacrosanta, juremos defenderla con honor...".
Hoy, cuando un personaje de la Corte de los
Milagros de la obsecuencia kirchnerista, apellidado Kiciloff, anuncia
muy suelto de cuerpo que "la seguridad jurídica es un concepto
horrible", un personaje de cultivado aspecto luciferino cuyo rasgo más
saliente parecen ser sus patillas -curiosamente así, "patillas", en
plural, uno de los sinónimos del nombre del demonio, según el
diccionario de la Real Academia Española-; y cuando campea en la otra
Corte, la Suprema de Justicia, un personaje repugnante como Zaffaroni,
un "ochocuarenta" según la antigua lunfardía porteña designaba a quienes
facilitaban la prostitución, que supo jactarse ante la Comisión de
Acuerdos del Senado de la Nación -interrogado por el Senador Terragno-
por haber jurado a lo largo de su vida profesional por todo lo que le
pusieron adelante: la Constitución reformada en el 57, los Estatutos de
la Revolución Argentina, la Constitución modificada en el final de aquel
período por el general Lanusse, y, también, por las Actas del Proceso
de Reorganización Nacional cuando el general Videla lo designó Juez;
hoy, repito, cuando estas cosas ocurren y estos personajes excrementales
son protagonistas, quiero recordar a Julio Herrera Molina a través de
una anécdota para que corra un poco de aire fresco en este ambiente
prostibulario.
Corría el año 77 ó 78 cuando en la ciudad de
Paraná, donde estaba radicado desde antes de su casamiento, fue visitado
por una de los ministros de la Corte Suprema provincial para
comunicarle que iba a ser propuesto como conjuez ya que había causas en
las que algunos de los miembros deberían excusarse y que tenían un
significativo contenido económico; agregó que todos le reconocían no
sólo sus conocimientos jurídicos sino también su honorabilidad, por lo
que creían que era la persona adecuada para ser propuesta. Julio le
contestó que agradecía el concepto en el que lo tenían pero que no podía
aceptar ya que no estaba dispuesto a jurar por los Estatutos del Proceso de Reorganización Nacional. En una segunda visita, ya de todos
los miembros del Tribunal, le propusieron una forma de zanjar el
problema: olvidarse de los Estatutos y tomarle juramente sólo por las
constituciones Nacional y Provincial. Julio afirmó entonces que eso sí
podía aceptarlo ya que no violentaba sus convicciones.
En la conversación que siguió -eran todos
viejos conocidos y, en algúnos casos, amigos, alguien le dijo: "No te
entiendo, te hemos escuchado siempre denostar aspectos de la
Constitución y hasta la forma en que fue sancionada, y ahora resulta que
es lo único que aceptás como pilar del orden jurídico". La respuesta de
nuestro querido y respetado amigo fue una lección para los hombres de
la Corte y debería serlo para muchos otros: "Esta no es una República de
cafres; y si alguien quiere convertirla en eso no será con mi
complicidad. Me guste o no la Constitución - y les aseguro que hay
muchísimas cosas que no me gustan- tenemos la obligación de respetarla
y, también, de fundar en ella un orden jurídico civilizado hasta que se
la pueda modificar".
Ningún Kiciloff o Zaffaroni, podrán comprender
jamás la nobleza de nuestro amigo; tampoco el tropel de alcahuetes que
acuden siempre en apoyo de quienes ejercen el poder y en refuerzo de sus
razones o sinrazones. Pero no quisiera encubrir, tampoco,a la caterva
de repetidores de lugares comunes que se han cansado de decir, durante
años, que, cualquiera fuese la opinión que se tuviera acerca del
gobierno, había que reconocerle la modificación de la Corte como un
acierto. Si a éstos últimos les damos tiempo van a reconocer también al
módico Kiciloff, cuando les convenga, como un Keynes redivivo y a Máximo
como al estadista que "hace falta en la Argentina".
Un envío de: CARLOS ALBERTO FALCHI
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