En la imagen: Cuadro de Fra Angélico de la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo y el centurión que clava su lanza en el costado, comprobando su muerte real, pero a la vez brotando de allí Sangre y Agua de la Eucaristía Eterna.
Por Antonio Caponnetto
El modo de sufrir no era el de todos,
tampoco la mirada compasiva,
ni el perdón dado al mundo que se iba
mancillado de afrentas y de lodos.
¿Qué notó en esos ojos postrimeros
lavados por el llanto y la plegaria,
a quién solo en la cumbre solitaria
llamó Padre con labios pregoneros?
¿Por qué su sed tenía otros clamores
ajenos al rencor del condenado,
por qué su cuerpo allí, crucificado,
semejaba un altar pleno de honores?
Creyó saber de antigua profecía
sobre huesos que nunca han de quebrarse,
tembló al ver a su madre arrodillarse,
augusta entre la cruenta judería.
Acaso por llamados presentidos
o por quebrar agorerías densas,
tomó su lanza entre las manos tensas
y la hundió en ese pecho sin latidos.
Esa lanza castigo del ilirio
escarmiento imperial para Judea,
bruñida de rigor en la pelea
era ahora testigo del Martirio.
Lo estremeció aquel cielo recubierto,
cayó agua y sangre sobre su cabeza,
rezó en voz alta su mejor certeza:
Era el Hijo de Dios este hombre muerto.
Danos, Señor, la Fe de las legiones
cuando son de la Cruz sus herederos,
alista nuestros cuerpos , prisioneros.
Somos tuyos, Señor, tus centuriones.
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