El 6 de agosto de 2010, se cumplen 135 años del asesinato del Dr. Gabriel García Moreno, quien fuera asesinado en odio a la Fe y por causa de ser fiel a la Patria.
Fue asesinado el 6 de agosto de 1875, por instigación de la masonería. En 1874 había consagrado la nación al Sagrado Corazón de Jesús, y sus últimas palabras, al caer acuchillado, fueron: “¡Dios no muere!”.
Gabriel García Moreno, fue Presidente de la República del Ecuador, y eran demasiado perversas las sectas masónicas, para que le perdonasen su purísimo catolicismo en el gobierno de su pueblo. El progreso y la paz que florecían en el Ecuador, bajo el mando de García Moreno, no le salvaron del odio masónico, en todos los lugares donde la secta existía, se formó una vasta conjura, con el fin manifiesto de asesinarlo, como lo ha hecho tantas veces la masonería con los que estorban a sus planes.
A unos amigos que le aconsejaban que tomase precauciones, decía: “¿Y bien, ¡qué anhela un peregrino sino llegar cuanto antes a término de la jornada!? No me guardaré, no; en manos de Dios está mi suerte. El me sacará del mundo cuando y como quiera”.
El 17 de julio de 1875 escribió a Su Santidad Pío IX una carta en la que decía: “...ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por Alemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y de calumnias horribles procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa, y de esta pequeña República que Dios ha querido que siga yo gobernando. ¡Qué fortuna para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!”
El 4 de agosto de 1875 escribía a su amigo Juan Aguirre una carta en que, recordándole su postrera despedida, le decía: “Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa Fe. Nos veremos en el Cielo.”
Era el 6 de agosto, día de la Trasfiguración del Señor y primer viernes de mes (por una casualidad que el tema amerita mencionar, el 6 de agosto de este año fue viernes primero de mes), como de costumbre, el Presidente comulgó a las seis de la mañana, y perseveró en acción de gracias hasta las ocho. Salió a su casa. Los asesinos espiaban sus pasos y acechaban la ocasión. El Presidente después de haber estado un rato con su familia, se retiró a dar la última mano al Mensaje que aquel día pensaba presentar a los ministros. A la una salió llevando consigo el Mensaje, y pasó por casa de los parientes de su mejer, donde le advirtieron nuevamente del peligro. De allí pasó al palacio del Gobierno, pero antes de pasar a él quiso adorar al Santísimo, que por ser primer viernes de mes estaba expuesto en la Catedral, que con el Palacio forma un ángulo de la Plaza Mayor.
Como quien sentía los peligros que le rodeaban, prolongó también allí su oración largo tiempo, y la hubiera prolongado aún más, si un hombre desconocido no se hubiese acercado y le hubiera avisado que se estaba esperando para un negocio muy urgente. Se levantó al punto el Presidente, salió, subió las escaleras de Palacio, y avanzaba ya hacia la puerta, cuando un hombre de apellido Rayo que le venía siguiendo, sacó de debajo de su capa un machete, y se lo descargó por la espalda.
-¡Asesino! —exclamó el Presidente... pero en un instante salieron de detrás de las columnas varios conjurados; una nueva cuchillada de Rayo le rajó la cabeza, otra le partió el codo, otra le abrió la mano, dos balas le atravesaron la frente y un empujón lo derribó del atrio a la plaza de una altura de cuatro metros. Allí estaba tendido en el suelo cuando Rayo bajó airado las escaleras, y acometiéndole de nuevo, le descargó la última cuchillada, surcándole la cabeza y exclamando:
- ¡Muere! ¡Verdugo de la libertad!
-¡Dios no muere!—respondió el heroico Presidente.
Mientras los sicarios se esparcían gritando: “¡Revolución! ¡Viva la libertad!”, la plaza se llenaba de gente que acudía a los tiros y al espectáculo, sobrecogida de terror y encendida de ira. Aún vivía el héroe. Conducido a la Catedral y reclinado al pie del altar de Nuestra Señora de los Dolores, recibió los últimos auxilios del cuerpo, que fueron inútiles; tomó los últimos sacramentos; perdonó a sus enemigos, y entregó su alma generosa a Dios; precisamente el primer viernes de mes.
Sobre su pecho llevaba, cundo murió, una reliquia de la verdadera Cruz, un escapulario de la Pasión y del Sagrado Corazón de Jesús, un rosario con una medalla del Papa Pío IX y del Concilio Vaticano I, que estaba teñida de sangre fresca. En su bolsillo tenía una agenda con apuntes diarios, en los primeros renglones de la última página de aquel día había tres líneas de lápiz que decían: “¡Señor mío Jesucristo, dadme amor y humildad y hacedme conocer lo que hoy debo hacer en vuestro servicio!”
Así fue como entregó su vida García Moreno, convirtiéndose en el mártir del Corazón de Jesús y en modelo para otros cristianos, como lo fue para Anacleto González Flores; quien se enfrentó tranquilamente con sus enemigos, teniendo la calma de perdonarlos y de recordar las postreras palabras del primero: “¡Dios no muere!”
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