Por Denes Martos
14/Septiembre/2010
Los dichos populares suelen ser categóricos y, por regla general, dan en el blanco. Como, por ejemplo, aquél que dice que “el que tiene plata, hace lo que quiere”. En términos generales el dicho en cuestión describe una realidad bastante palpable. Sobre todo considerando nuestras sociedades actuales porque, aunque muchos no lo crean, hace un par de siglos atrás no era tan así. Pero concedámoslo: Don Dinero siempre ha sido un poderoso caballero. Eso es innegable. Por algo ya lo decía Don Quevedo allá por el Siglo XVII. Volvamos, sin embargo, a nuestros días.
En nuestro problemático y febril Siglo XXI, la lista de las cosas que se consiguen con dinero sería fabulosamente larga: auto, casa, televisor, ropa, calzado, viajes, comida, bebida, teléfono celular . . . podría llenar con el etcétera las páginas de un buen par de volúmenes. Pero, así y todo, el dicho popular, a pesar de su acierto, no lo cubre todo; y eso no es de extrañar porque los dichos populares nunca tienen pretensiones de exactitud científica. Funcionan como metáforas que cubren buena parte de la realidad y, por fuerza, deben dejar de lado una cantidad de cosas.
Por de pronto, las cosas que se compran están orientadas a satisfacer nuestros deseos y, en alguna medida – y yo diría que en buena medida – ahí está justamente la gran trampa de la sociedad de consumo. Porque nuestros deseos materiales y nuestros deseos de placer son esencialmente insaciables. Cada vez que satisfacemos un deseo se nos despierta otro más fuerte. O el mismo con más fuerza. Con lo que al final terminamos gastando una vida entera queriendo llenar un barril sin fondo. Además, como apuntaría Epicteto, con el agravante de que nos convertimos en esclavos del barril porque nos hemos permitido ser esclavos de nuestros deseos. No obstante, concedamos también que pasarse la vida rumiando tan sólo deseos insatisfechos tampoco es precisamente algo agradable. Vivir eternamente insatisfecho, tampoco es vida. A menos que uno sea decididamente masoquista o tenga vocación de anacoreta, asceta, eremita o monje budista.
Con todo, a pesar de la humorada aquella de “el dinero no lo es todo pero es todo lo demás”, hay realmente cosas que el dinero no puede comprar. Por ejemplo, el talento. Ese don natural, innato, que otorga una aptitud extraordinaria para algunas actividades. Eso que, por la época en que todavía nadie se preocupaba de ser políticamente correcto, acuñó el dicho aquél de “Lo que natura non da, Salamanca non presta”. Por supuesto, a natura hay que sumarle una buena dosis de trabajo, disciplina y constancia. Pero, sea como fuere, lo cierto es que el talento no se encuentra a la venta en la góndola de ningún supermercado. Como que no se lo compra con la cuota mensual de una universidad privada. Ni siquiera se lo distribuye gratis en ninguna universidad pública.
Lo mismo pasa con la inteligencia. Aun cuando últimamente se han querido manipular las definiciones inventando aquello de la “inteligencia emocional”, sigue habiendo por allí una capacidad concreta para resolver problemas. Es decir: para resolverlos después de analizarlos y comprenderlos en absoluto. Y no de cualquier manera sino hallando la solución más directa, más genérica y – muchas veces – más simple. Esa capacidad es la que nos permite superar hoy situaciones ante las cuales sucumbíamos en el pasado. Es lo que nos permite construir lo que antes no había y lo que nunca hubiese existido si no lo construíamos. Sin la inteligencia seguiríamos en las cavernas, no hubiéramos inventado la piedra tallada y, de haberla inventado, no la hubiéramos mejorado para convertirla en el hacha de piedra porque, como decía John Ruskin, la calidad nunca es un accidente; siempre es el resultado de un esfuerzo inteligente. En el mercado podremos comprar las soluciones hechas, pero no la capacidad para construirlas.
Podríamos seguir con el saber. En la actualidad muchas veces se lo confunde con la información y con los blasones académicos. Pero la información enciclopédica y la especialización profesional constituyen solamente una parte – y una parte relativamente bastante pequeña – del auténtico saber. Es que el saber auténtico no proviene tanto de una acumulación de datos sino de la comprensión de los mismos. Si se me permite la expresión, el auténtico saber no solamente “sabe”; el auténtico saber comprende. Una colección de datos es información. Recién la comprensión profunda de esos datos es saber. Y esa comprensión profunda no se compra. Algunos la obtienen luego de largos años de dedicación y, en la mayoría de los casos, al costo de unos cuantos fracasos. Los demás se dedican a coleccionar datos y, en el mejor de los casos, se las ingenian para combinarlos de alguna forma.
Integrando talento, inteligencia y saber lo que obtenemos es sabiduría. Eso que nos permite ir al fondo de las cuestiones, aprehender la esencia de las cosas, diferenciar lo accesorio de lo primordial, distinguir lo urgente de lo importante. Así como el auténtico saber no consiste en almacenar datos sino en comprenderlos, la sabiduría no consiste en saber mucho sino en el discernimiento de las prioridades, las relaciones y los valores. El que sabe, conoce la naturaleza de las cosas; el sabio conoce su importancia. El inteligente aprehende la utilidad de las cosas; el sabio ve las relaciones que guardan entre sí y las categoriza por relevancia. El talentoso hace un empleo brillante de las cosas; el sabio puede explicar ese empleo. La sabiduría es el límite superior de la capacidad cognitiva del ser humano.
Pero no sólo en el ámbito del conocimiento tenemos cosas sin precio. También las tenemos en otros ámbitos. Por ejemplo, la amistad. Esa camaradería que surge de pronto con algunas personas a las que les permitimos acceder a nuestra intimidad. Porque sabemos que no nos traicionarán. Porque sabemos que tratarán de entendernos hasta desde el disenso. La amistad es la relación que cultivamos con aquellos a quienes podemos recurrir para pedir un consejo sincero. No por nada José Hernández nos recuerda que “un padre que da consejos, más que padre es un amigo”. Consejos que, por supuesto, no seguimos la mayoría de las veces pero que, de alguna manera u otra, nos permiten ver nuestros problemas bajo una luz diferente. Y eso nos enriquece; así como nuestra devolución nos permitirá, quizás, enriquecer al otro.
Por su parte la amistad nos acerca al amor. Y no me refiero a esa especie de sensiblería nebulosa que se le ha adjudicado a uno de los múltiples significados de la palabra. Me refiero a eso que nos pasa cuando de pronto la otra persona se hace más importante que nosotros mismos. Cuando damos y, sin embargo, de algún modo tenemos la sensación de estar recibiendo más de lo que damos. Por lo que sentimos un inmenso deseo de dar más. A pesar de los pequeños disgustos y los inconvenientes superficiales que inevitablemente se cruzan por el camino. El amor, el verdadero, nos lleva a compartir una vida entera, incluso una vida difícil, y no solamente un buen momento. El amor, el verdadero, genera compromisos que no acepta ningún mercenario.
Y podría terminar esta pequeña lista con la fe. Ésa que mueve montañas. Ésa que desecha probabilidades y se atreve. Ésa que se sabe respaldada por algo superior y salta por sobre los obstáculos de una adversidad aparentemente insuperable. La fe es esa fortaleza de espíritu que nos permite aventurarnos por los senderos que ningún ser humano ha hollado, con la certeza íntima de que el sendero está puesto para ser transitado y hay un objetivo válido, trascendente, al final del camino. Y también es esa íntima certeza acerca del sentido esencial de un Universo que no surgió por casualidad ni tiene leyes por puro capricho.
Talento, inteligencia, saber, sabiduría, amistad, amor, fe. Ninguna de estas cosas cotiza en Bolsa. No son gratis, pero tampoco tienen valor de venta. No hay fábrica en el mundo que las produzca. No se compran por la sencilla razón de que nadie las vende. Es más: nadie las puede comprar porque nadie las puede vender. No es que todo el dinero del mundo no alcanza para comprarlas. Ni siquiera están en venta. El dinero es completamente impotente ante ellas.
No tienen precio.
Y para lo demás . . . Bueno, para lo demás están las tarjetas de crédito.
Cualquiera de ellas. Da lo mismo.
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