Un día el príncipe de los filósofos paganos se puso este grave problema: ¿Si la divinidad se dignase alguna vez descender sobre la Tierra, bajo que figura le convendría mostrarse?
Platón se pasea largo tiempo, silencioso, meditativo, pasando en revista una a una todas las figuras de la humanidad. Las fisonomías más deslumbrantes, aquellas de los potentados, no le parecían bastante puras. Al final, se representa a un hombre dueño de sus afectos, irreprochable en sus menores pensamientos. Platón se complació en retratarlo como extraño a toda resentimiento; respondiendo a los más crueles tratamientos con la dulzura y la bondad; tranquilo y sereno en medio del desencadenamiento de los ultrajes y de los furores de un populacho soliviantado; resplandeciente hasta en el lugar del tormento y de la infamia, donde le habría hecho subir la incomprensibilidad de la virtud.
Platón juzga que, si la humanidad llegase a producir alguna vez una figura semejante, habría cumplido su supremo esfuerzo; que la Tierra no tendría más bello espectáculo que envidiar al Cielo.
Y Platón, con el entusiasmo y la solemnidad de un sabio enunciando una de sus grandes verdades que jamás oído humano haya escuchado, exclama: Si la Divinidad se dignase alguna vez tornarse visible a los hombres, no tendría más que una figura digna de ella, aquella del justo sufriente.
Los paganos habían entrevisto el reflejo y la aureola de belleza y de grandeza que el sufrimiento hace caer sobre la frente de las criaturas.
Extraído de «Fin du monde présent et mystére de la vie future » NEUVIÈME CONFÉRENCE Par l”Abbé Arminjon (1881).
Fuente: Acción Familia
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