miércoles, 15 de febrero de 2012

LA FREGONA DE BUCKINGHAM



Por Antonio Caponnetto
           No sabemos a ciencia cierta si las actuales controversias sobre Malvinas responden al calculado montaje político del Gobierno para desviar la atención de una ciudadanía cada vez más castigada por los desaciertos cometidos, principalmente en los ámbitos de la seguridad pública y del bienestar económico. Sabemos sí, que no gobiernan políticos que delinquen, sino delincuentes dedicados a la política. Crápulas dispuestos a las peores acciones con tal de conservar e incrementar el poder. En tal sentido, nada podría sorprendernos que se manipulara una gran causa nacional con fines facciosos. Específicamente, que el kirchnerismo quisiera fraguar un 2 de abril democrático y pacifista, para eclipsar toda memoria del originario, cuyo perfil bélico y épico le repugna, según declara la presidenta, con insistente y apátrida frecuencia.
 Sean cuales fueren las motivaciones reales u oscuras de esta trama, algunas aclaraciones se imponen, y no debemos callarlas.
 Por lo pronto, que la versión oficial del 2 de abril de 1982 –cuya principal exponente es la misma Cristina Fernández de Kirchner- es una mentira escandalosa, funcional en todas sus partes a los intereses británicos. Si nuestra guerra justa no fue tal sino una prolongación del supuesto genocidio castrense; si no debe llamarse al hecho gloriosa reconquista sino invasión bajo los efectos de una borrachera; si el gesto recuperador careció de todo apoyo popular y sólo mediante el engaño de los medios se logró la masiva adhesión social; si nuestra Patria es tan poca cosa como para confundir la realidad de su soberanía con la ficción mediática; si nuestro honor recuperado con sangre sólo fue un espejismo de las corporaciones periodísticas; si el único saldo de la honrosa contienda fueron más de cuatrocientos suicidios y una larga tanda de locos para los cuales el Estado dispone la creación de un hospital de salud mental, y si gracias a la rendición del 14 de junio tenemos plenitud democrática, no se necesita de Inglaterra para hundirnos en el oprobio. El enemigo ya tiene aquí su sirvienta y su fámula. Ya tiene quien le elabore la pieza del relato nativo que se acople exactamente al discurso de la Corona. Fregatriz tan dócil y atenta que aprendió a incorporar modismos ingleses a su verba tilinga, cada vez más reñida con la sintaxis y concorde con la histeria.
 Cabe decir, en segundo lugar, que esta argumentación funcional al aparato británico, desplegada públicamente el pasado 7 de febrero desde la Casa de Gobierno, en el acto de firma del Decreto de Desclasificación del Informe Rattenbach, se completa con un razonamiento vil, cuya nocividad ya quedó probada en la historia argentina. Según el mismo, una guerra librada contra el extranjero bajo una dictadura, carece de legitimidad y de justicia. Sin la soberanía popular y la democracia –dice textualmente Cristina- no puede haber ningún otro gesto de soberanía. Amparados en esta turbia ficción liberal, los unitarios cometieron la felonía de desacreditar las contiendas internacionales de Rosas, y la traición de aliarse activamente con la extranjería. Para aquellos descastados ideólogos iluministas, como para la presidenta, “ningún acto de la dictadura podía ser revalorizado ni relegitimado”.
Agravia, pues, la lógica y la recta inteligencia del pasado nacional, que la viuda de Kirchner se haya permitido citar en abono de su postura a los reconquistadores de 1806 y 1807, al gaucho Antonio Rivero y al mismísimo Don Juan Manuel de Rosas. Ninguno de estos tres protagonismos soberanos sucedió bajo regímenes democráticos. Como tampoco tenían el amparo de la impostura rusoniana ninguno de los grandes caudillos que libraron nuestras batallas decisivas por la soberanía política. La posición del gobierno no es ideológicamente solidaria con ninguno de estos actos heroicos del pasado. Su antecedente luctuoso hay que buscarlo en la traición del partido unitario. Cristina más la partidocracia –con sus obras tanto como con sus ideas- cumplieron en 1982, y cumplen ahora, el mismo y trágico y siniestro papel que cumplieron “los auxiliares”, como eufemísticamente llamaba el Imperialismo a los traidores locales, cuando quiso llevarse por delante a la Confederación Argentina.
 Lo tercero por decir es que el Gral. Benjamín Rattenbach, tenido ahora por “orgullo de los argentinos y un verdadero hijo del ejército sanmartiniano”, según cristínicas palabras, fue el prototipo del milico liberal y masón, la encarnadura de la línea Mayo-Caseros, y un protagónico cuadro antiperonista desde antes de 1955 y en adelante, lo que se supone que debería inhibir a la presidenta de prodigarle tamaño elogio. Quedará para el repertorio de incompetencias de esta mujer obtusa, ignorante y pretenciosa, la ridiculez de haber ponderado a quien en 1963 firmó el Decreto 2712 que proscribió al peronismo, a quien en el 5 de noviembre de 1975 pidió la renuncia presidencial de Isabel Martínez, “primero por su sexo, segundo por su sistema nervioso delicado, y tercero, por su limitada capacidad para desempeñarse con eficiencia en dicho cargo en momentos tan difíciles”. Pero hay algo mucho más grave aún.
Ya en el año 1966, desde las páginas de Combate (Buenos Aires, n. 137, p.3), Jordán Bruno Genta protestaba la peligrosidad ideológica de Rattenbach, con ocasión de la salida de su obra El sector militar de la sociedad (Buenos Aires, Círculo Militar, 1955,156 ps). Libro imbuido del positivismo más craso y de materialismo alberdiano, de haberse guiado por sus enseñanzas -según las cuales, actos castrenses como matar y morir están reñidos con la ética- nuestros hombres de armas no deberían siquiera haberse planteado la licitud de la reconquista militar del territorio malvinero. Con anterioridad había publicado otro libelo, Sociología Militar (Buenos Aires, Librería Perlado, 1958, 158 ps), en el que propone la superación del nacionalismo, que “hoy suele ser rotulado de fascismo y de nazismo”, sustituyéndolo por un “sentimiento supranacional”, en nombre del cual, “si el propio pueblo lo admite”, deberá “admitir el comando de jefes de otras naciones, lucha en lejanos continentes, defender objetivos aparentemente extraños a los intereses del propio país [..]. La Sociología Militar tendrá que evolucionar en el mismo sentido, teniendo en cuenta estas modernas concepciones internacionales” (p.140-141).
Este es el caballero sanmartiniano tomado como emblema de malvinización por el kirchnerismo: alguien para quien se inventó el despreciativo neologismo de gorila, y que con mayor precisión terminológica podríamos llamar simplemente un cipayo.
En cuanto al Informe que lleva su nombre –y que hoy se reflota, bajo la triple necedad de creerlo una novedad, de convocar al hijo del autor para que integre la Comisión Desclasificatoria, y de entregárselo en bandeja al enemigo para que compruebe nuestra presunta ineptitud militar y el merecido castigo del 14 de junio- también supimos expedirnos oportunamente. En el nº 71, de la segunda época de Cabildo, del 9 de diciembre de 1983, páginas 9 y 10, decíamos lo siguiente: “Este Informe recorta la realidad, minimiza los objetivos, cuestiona las intenciones y enloda a todos”. Se trata de “un alegato contra la empresa misma de recuperación de las Malvinas, una velada condena de la guerra, un verdadero escrito acusatorio [...]. Es el triunfo de la clase política que nunca se solidarizó con la causa de las Malvinas [...], y aún hace algo peor: confunde la legitimidad de la guerra con su conducción, y la inspiración histórica con la intencionalidad del momento [...].Toda esa hermosa página [de heroísmo, de dignidad, de efervescencia nacionalista, de sentido religioso de la existencia] que se escribió entonces [durante la guerra], se la ensucia ahora, se la oculta o se la disimula, se pretende que se la olvide”.
Pero esto, lo reiteramos subrayándolo, es exactamente lo que necesita Inglaterra. Lo que necesita, exige y reclama. Una agente del Imperio que, treinta años después de la honrosísima Gesta de Abril, declame combatir por las Malvinas, con el Informe Rattenbach, con la mentalidad de los unitarios, con citas de John Lennon, con los militares del Cemida, con el ejemplo de un general repugnantemente liberal, con un hebreo errante de canciller, con jóvenes camporistas dispuestos a morir en acto de servicio a Onán, con obispos como Arancedo que la felicitan por “la  sensatez y la moderación”.
Esto es, en efecto, lo que el usurpador necesita. Una mujeruca que confiese expresamente como un orgullo, no haber ido “a la plaza de su pueblo, en Río Gallegos, el 2 de mayo [sic], cuando sí fueron muchos habitantes de mi ciudad”. Que mientras el adversario despliega su potencia insolente, declare que “no nos atraen los juegos de las armas ni las guerras” (excepto los de los guerrilleros marxistas que ahora la secundan en el poder), que abomine de “los uniformes y de los trofeos de guerra”, que ordene retirar el cuadro del Capitán Giachino por represor, que mantenga ignominiosamente en cautiverio a muchos héroes de la epopeya del Atlántico Sur, y que permita los pingües negociados de la piratería financiera, actuando siempre impunemente a lo largo y a lo ancho de la geografía patria.
Una fregona de Buckingham. Eso precisa Londres. Eso es Elizabet Wilhelm.
La Argentina, entretanto, y lo decimos quienes desde hace treinta años denunciamos el inicuo plan de desmalvinización que empezara con el mismo Proceso, necesita que cada día de su calendario sea un perpetuo y luminoso 2 de abril, y cada rincón de su espacio un inexpugnable y amurallado Puerto Argentino.

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