Por Hugo Esteva
Así como las palabras “gratis” y “nuevo”
(free y new) son, según se sabe, las que más han vendido en el comercio
norteamericano, las palabras “libertad” y “democracia” vienen también
“vendiendo” como nadie entre las inteligencias políticas a partir de la
Revolución Francesa, fecha de comienzo de su popularización. Lo singular es que
quienes compran unas y otras de estas palabras mágicas saben que, aplicadas en
el contexto en que se las aplica, son mentira. Y, sin embargo, las compran.
Está
claro, la mayor parte de los productos que se anuncian como nuevos son más o
menos los mismos que ya estaban en el mercado, apenas cambiados de envase o de
envoltorio. Por su parte, el empleo de la palabra gratis es sólo un modo de
llamar la atención para vender cosas que se pagan tanto o más de lo que se
pagaban. El asunto, se dirá, es una convención sobreentendida en el marketing y aceptada por los
compradores. No del todo grave, aunque someta a ese pequeño mundo de verdades a
medias que, por supuesto, no son verdad. Pero la cosa es mucho más seria cuando
se trata de una forma de gobierno, como la democracia, y mucho más, de la
libertad, a la que quiero referirme una vez más con cierto detalle.
Sin
ir más lejos, me consta cuánta más gente era libre a mi alrededor hace
cincuenta años que ahora. No teoricemos, como les gusta a los representantes de
ideologías cada vez más despobladas de fieles ingenuos. Miremos la realidad:
hace medio siglo nuestra sociedad estaba proporcionalmente constituida por
muchos más pequeños comerciantes, artesanos, técnicos y profesionales que
trabajaban por su cuenta sin caer en la lamentable categoría actual de
“cuentapropistas”. Hoy hay tantos más empleados de grandes cadenas comerciales,
de centros masivos de producción, de emporios profesionales en expansión. La
capacidad de decisión sobre su destino de la que gozaban aquéllos no tiene nada
que ver con la vida bajo la espada de Damocles del despido que sufren los
actuales. Y esto, a pesar de las vacaciones y del aguinaldo que, por su parte,
ya están hoy cada día más “pre-digeridos” por la necesidad o la propaganda en
el momento en que se los otorga.
Para no hablar de la serie de
controles que la cibernética ha posado sobre nuestra intimidad. Tarjetas de
crédito, computadoras, teléfonos celulares, cabinas de peaje y ahora hasta los
pases para viajar, son trazadores capaces de contar detalles sobre nosotros que
nuestros más cercanos no conocen. Ni los mejores directores espirituales han de
haber estado tan bien informados.
Pero, además y paso a paso, hemos
sido acondicionados para ir perdiendo nuestra libertad de espíritu. En lo
grosero, aquella propaganda de jeans
que en los años setenta decía “Lee
identifica”, como sugiriendo que usarlos otorgaba identidad, nos fue en efecto
haciendo idénticos, unos iguales a otros en nuestra falsa diversidad. Más
profundamente, medio siglo ha servido para desnaturalizar a las naciones, hasta
el punto de que si a uno lo largan recién despierto en Buenos Aires, en
Chicago, en Madrid o en Shanghai, tarda un buen rato, abrumado por idénticas
propagandas de grandes cadenas, en adivinar en qué continente está. Ayudan
todavía algunos colores de piel, algunos ojos rasgados, pero hasta eso se va
diluyendo poco a poco. Con el agravante de que la pretendida integración
cultural que esto podría indicar, difícilmente pasa en los grandes números de
una aceptación más o menos voluntaria de usos y costumbres apenas exteriores.
Que, eso sí y paradójicamente, sólo reúne alrededor del abandono de lo más
profundo de cada cultura, de cada tradición, para adoptar con despreocupación
sólo lo más superficial. La violencia, tan evidente en Europa y tan claramente
fomentada por el indigenismo en Iberoamérica, es la resultante obvia de este
choque capaz de engendros tales como el que azota al Ecuador, campeón de la
charlatanería sobre etnias originarias pero país despojado de moneda propia,
vuelto al dólar que fabrica la Reserva Federal norteamericana.
La
pérdida de la libertad de espíritu es directamente proporcional a la de la calidad
de la educación. Como lo demuestran manifiestamente nuestros políticos y
nuestra Presidente en particular, escaso conocimiento es igual a cero de
libertad. Y, peor, la poca libertad se vuelve chabacanería cuando pierde los
límites. Porque, claro, hay más libertad –y más belleza- dentro de los límites
clásicos de una sonata de Bach que en toda la música dodecafónica. Y así en
todas las eternamente reiterativas ramas del arte moderno que, con todas su
aparentemente inconmensurables posibilidades, aburren en el acto bajo la
sensación de que, apenas conocida una, se han visto todas las obras. La
libertad es una dimensión en profundidad, y no en anchura; y no hay nada que
hacerle.
Por eso no se puede tener libertad
para elegir si no se tienen los conocimientos que permitan discernir entre lo
que conviene y lo que debe ser descartado. Pero, justamente, la educación
moderna –que fomenta cada vez menos el ejercicio de la abstracción, atributo
exclusivo de la inteligencia humana que se busca opacar- tiende hacia la
sobresimplificación, al juicio ligero, al pensamiento dirigido, sin
discernimiento. Como la comida chatarra, sacia pero no alimenta y, en cambio,
enferma. De modo que así el ciudadano, a los saltos entre trámites cada vez más
numerosos y sometedores, va perdiendo independencia y se va adaptando, con la
panza llena del peor consumo, a los escasos grados de decisión que le permite
el sistema. Basta ver el listado de nuevas carreras “universitarias”, que de
universales no tienen nada y limitan la enseñanza a un “entrenamiento” con
título sobre cualquier disciplina, a la manera inventada en las del Medio Oeste
norteamericano. Con lo que amputan lo que tradicionalmente se ha establecido
como formación cultural universitaria, que debe tender a la búsqueda de la
verdad general desde lo particular.
Otro
tanto sucede con la llamada democracia, ficción de capacidad para elegir
gobernantes. Todo el mundo sabe que elige dentro de un espectro de lo más
estrecho, desconociendo a los hombres y a las ideas, cada vez más inducido por
las maniobras de los medios de comunicación. Y, lo peor, así como nos limitan,
nos hacen responsables del resultado. De ahí que sobrevuele los espíritus
argentinos una suerte de pesadumbre por haber votado, sucesivamente, a Alfonsín, a Menem, a de la Rúa, a Néstor, a Cristina… ¡Qué ejemplares, pobre sociedad abrumada! Pretendidos
representantes de una sociedad a la que no representan sino en sus peores
aspectos, estos son los políticos que el sistema puede y quiere dar. Un sistema
que se ha reforzado a través de sucesivas reformas constitucionales que apuntan
siempre a lo peor.
Los
caminos parecen cerrados. Y lo están dentro del sistema planeado y probado para
amputar lo mejor de los hombres y de las naciones; donde gobierno y falsa
oposición coinciden y se alternan para su mal, porque de eso viven sirviendo a
sus verdaderos amos, manipuladores de los pueblos.
Sin
embargo, hay salida. Bastaría volver a la Constitución original -que no obliga
a tener partidos políticos, ni permite las recontra-reelecciones- para
encontrar una forma de representación inmediata y genuina que pudiera dar lugar
a una verdadera república. Para eso los argentinos tendríamos que decidirnos al
honesto, austero y duro ejercicio de no comprar ni vender nada nuevo ni nada gratis, nada falsamente libre
ni nada falsamente democrático.
Ni
siquiera si nos lo venden en cuotas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los mensajes son moderados antes de su publicación. No se publican improperios. Escriba con respeto, aunque disienta, y será publicado y respondido su comentario. Modérese Usted mismo, y su aporte será publicado.