Por Hugo Esteva
El pingüino, como también había hecho la calandria –lo que explica que ella hubiera dejado sus estudios por la mitad-, se ufanaba de no haber leído. ¿Qué necesidad tenía de perder tiempo dando vuelta a las hojas de tanto libro si con lo que ya sabía le había alcanzado para llegar a reinar y mantener su poder? No le hacía ninguna falta ser uno más de esos diletantes, hubiera dicho si supiera algo de galicismos. Y, dentro de sus parámetros, hasta podía llegar a tener razón porque tampoco habían sido grandes lectores en su mayoría quienes le habían precedido en el mando.
Pero hete aquí que cayó en sus manos una versión de Robin Hood y, un poco por las películas, un poco por las historietas juveniles, un poco porque andaba medio al divino botón esa siesta en la quinta mientras la calandria se paseaba, se largó a leer. Leyó de un tirón y, digamos, la sorpresa de ver cómo tantas y tantas generaciones, por todas partes del mundo, se habían equivocado con el héroe no fue su menor incentivo. Si no hubiera sido por algunas moscas que como siempre le andaban atrás, hubiese leído sin levantar la vista, tal fue su entusiasmo de converso.
Para el pingüino no cabía la menor duda sobre la legitimidad de Juan sin Tierra. ¿Qué otra cosa sino legítimo podía ser quien había llegado al gobierno sin fervor popular, es cierto, pero con el espaldarazo de su razonabilidad y su capacidad para aprovechar la ocasión? Porque, sin duda, ya nadie podía tomarse en serio al loquito de Ricardo Corazón de León, más papista que el Papa, que se había largado a la Cruzada dejando desprotegida a Inglaterra. A partir de allí había que reconstruir el poder de la corona, tan alicaído a causa del irresponsable dedicado a la caballería y a la religión.
El poder es cosa seria, se decía el pingüino, y hay un solo modo de “construirlo”: la caja. Por eso era explicable que Juan sin Tierra se hubiera apoyado en Hugo de Reinault, el astuto y ambicioso abad, amigo de la coima. ¡Ese sí se las sabía todas en materia de cobrar y evadir impuestos! Y, entre paréntesis, al pingüino le hubiera venido tan bien un cura así…; pero para cuando él había llegado al gobierno los obispos adheribles ya estaban en su mayoría viejos y gastados por sus predecesores en la primera magistratura.
En la foto: El Príncipe Juan de Nottingham, usurpador del trono, tirano explotador del pueblo
Pero claro, el abad estaba rodeado de inútiles que hubieran provocado más de una explosión del pingüino, que no solo tenía irritable el colon. El primero era Robert, su hermano, pura masa y poco seso como raviol de fonda, compadrón y tan poco imaginativo como para no haber nunca sabido emplear bien la carta brava que tenía por ser tutor de la linda Mariana –casi una coparticipación federal, pensó nuestro pingüino- y dejársela captar por Robin. Y el otro imbécil de Guy de Gisborne, ridículo sheriff de Nottingham, que vivía diciendo y desdiciéndose bajo unos bigotazos de cotillón, como en el caso de los frailes y las valijas llenas de caudales que le incautaron los de Sherwood. Lo de siempre: el gran jefe tiene todo claro pero no faltan subordinados imbéciles. ¡Que bien entendía el pingüino al acorralado Juan sin Tierra, sin opciones entre el lirismo de su hermano caballeresco y sus propias necesidades materiales!
Él mismo había estado, mucho tiempo atrás, en esa disyuntiva: la rebelión revolucionaria o el arduo realismo de la política especulativa. No había errado al elegir la segunda: muchos de sus compañeros de otrora habían muerto en enfrentamientos, se habían suicidado, habían estado presos o por lo menos exilados. Y si bien algunos vivos habían vuelto para encaramarse en los escalones del poder y hacerse ricos desde allí, mientras otros seguían trabajando con sueldo seguro para la inteligencia extranjera, él había realizado la situación mejor que nadie. De hecho, cuando vio que la cosa se ponía espesa, levantó sus pocos petates de la zona de lucha, alzó a la calandria todavía pichona y voló hacia el Sur, buscando el fresco cobijo de su niñez. Una vez allí, ya se sabe: flamante diploma de avenegra y el viejo oficio heredado de prestamista, todo un capital. Que supo hacer producir. Empleados en apremios, deudores morosos, propietarios fundidos y toda clase de desprotegidos recibieron su ayuda financiera. Con un pequeño interés, claro está, porque de algo hay que vivir.
No faltó quien se quiso hacer el piola y dejar de cumplir con las cuotas; pero para entonces la gente del Proceso había inventado la indexación, facilitado los desalojos y tomado todas las medidas como para que se cumpliera lo de “el que la hace, la paga”. Y a él siempre le había gustado el “todos ponen” de la perinola.
Es cierto que alguna vez se vio medio apretado por los de la dictadura, con los que sin embargo no se llevó tan mal. Toda la vida supo manejarse ante las preguntas indiscretas, y si tuvo que contar algo fue poco, lo menos posible. Así que eso de alcahuete, que se lo digan a otro.
En la foto: Robin Hood, el justiciero
Después llegaron la derrota de Malvinas y la “democracia” acollaradas. Se subió al tren y convivió de perillas con el neoliberalismo, que le giró unos dolarcitos hoy “desaparecidos”. Cuando el vacío de poder lo vino a buscar -¿ven?, igual que a Juan sin Tierra- él estaba preparado. ¿Con qué derecho va ahora a reclamar ningún Robin Hood? Ni aunque se presentara Corazón de León en persona, vestido de Caballero Negro. Si, total, el tipo toda la vida fue un seco y él, hoy por hoy, es el pingüino Gardel.
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