IMAGEN: Víctimas del Genocidio Armenio en la ciudad siria de Alepo. La violencia contra los armenios en las regiones orientales del moribundo Imperio Otomano. Los historiadores lo consideran el primer genocidio del siglo 20.
Por Benjamin Bidder, Daniel Steinvorth y Bernhard Zand.
Antes del aniversario del 24 de abril por los arrestos en Constantinopla, más parlamentos aprueban resoluciones que reconocen el genocidio: Francia 2001, Suiza 2003, y ahora el Comité de RREE de la Cámara de EEUU.
Tigranui Asartyan cumplirá 100 años esta semana. Descartó sus cuchillos y tenedores hace dos, cuando perdió su sentido del gusto, y el año pasado dejó los anteojos tras quedar ciega. Vive en la capital armenia, Ereván, y no ha salido de su pieza hace meses.
“Estoy esperando morir”, dice ella.
Hace 92 años estaba en una aldea del lado turco de la frontera actual, escondida en el subterráneo de una casa. El cuerpo de un niño golpeado hasta la muerte yacía en la calle. Las mujeres estaban siendo violadas en la casa del lado y ella podía escuchar los gritos.
“Hay turcos buenos y turcos malos”, dice.
Los malos golpearon al niño, los buenos la ayudaron a ella y su familia a huir siguiendo a las tropas rusas en retirada.
El granjero Avadis Demirci tiene 97 años. Si alguien en su país mantiene registros de estas cosas, él es probablemente el último armenio en Turquía que sobrevivió al genocidio.
Demirci mira por su ventana en la aldea de Vakifli. El Mediterráneo es visible a la distancia. En julio de 1915, unidades turcas entraron a la aldea.
“Mi padre me ató a su espalda cuando huimos”, dice Demirci. “Al menos eso me dijeron mis padres”.
Armados con escopetas, los habitantes de su aldea y de otras se atrincheraron en Musa Dagh, o Moisés. Dieciocho años más tarde, el austriaco Franz Werfel describió esta resistencia en “Los cuarenta días de Musa Dagh”.
Demirci dice que “la historia es verdadera. Yo la viví, aunque la recuerdo por los relatos”.
Evitando la Palabra
Aparte del libro (y de la vista, desde el memorial en el cerro Zizernakaberd cerca de Ereván, del nevado e inaccesible monte Ararat) quedan pocos recuerdos del genocidio armenio a medida que sus sobrevivientes se acercan a la muerte.
De 1915 a 1918, entre 800 mil y 1,5 millones fueron asesinados en lo que ahora es Turquía oriental, o murieron en marchas de la muerte en el desierto sirio del norte.
Fue uno de los primeros genocidios del siglo XX. Otros han desde entonces ocupado su lugar.
Al pueblo armenio, tras sufrir una aniquilación parcial, luego desparramado por el mundo y obligado a regresar a un país que ha permanecido aislado, le ha tomado décadas avenirse a su catástrofe.
Sólo en los ’60, tras un prolongado debate con Moscú, los armenios erigieron un memorial.
Turquía, en cuyo territorio se cometieron los crímenes, sigue negando los actos.
Alemania, aliada del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, y la URSS, bien dispuestos hacia la joven república turca, no tenían interés en publicitar el genocidio.
Alemania aún no lo ha reconocido.
En 2005, el Bundestag llamó a Turquía a aceptar su “responsabilidad histórica”, pero evitó el uso de la palabra “genocidio”.
Debido a la importancia de Ankara en la guerra fría, los occidentales no consideraron oportuno un debate. La falta de fotos y películas ha hecho más difícil examinar la catástrofe.
Pero hay testigos, especialmente alemanes y estadounidenses, cuyos relatos y correspondencia se conservan en archivos, donde han sido estudiados por especialistas.
Ayer 9 de abril se conmemoró el 95º aniversario del genocidio y el canal alemán de televisión ARD emitió el documental “Aghet” (“catástrofe” en armenio), que entrega palabras de diplomáticos, ingenieros y misioneros. El primer protagonista es el actor y escritor Hanns Zischler. Lee las palabras de Leslie Davis, hasta 1917 cónsul de EEUU en Harput, en la Anatolia oriental, donde fueron apiñados cientos de armenios y luego enviados a una marcha de la muerte.
“El sábado 28 de junio”, escribió, “se anunció que todos los armenios y sirios (asirios de la fe apostólica armenia) debían irse. El significado de esa orden puede apenas ser imaginado por quienes no están familiarizados con las peculiares condiciones de esta aislada región. Una masacre, por horrible que pueda sonar la palabra, sería humana en comparación”.
Friedrich von Thun, que actuó en “La lista de Schindler”, encarna al embajador de EEUU Henry Morgenthau. Describe reuniones con el ministro del Interior otomano Talaat Pasha, que enfrentó a Morgenthau con la “decisión irrevocable” de hacer “inofensivos” a los armenios.
Talaat convocó al embajador estadounidense y le hizo una petición que Morgenthau dijo que era “tal vez la cosa más asombrosa que jamás yo había oído”. Quería las listas de los clientes armenios de las compañías de seguros New York Life y Equitable Life. Los armenios estaban ahora muertos y sin herederos, dijo, y el gobierno tenía derecho a sus beneficios.
“Naturalmente, rechacé su petición”, escribió Morgenthau. Las actrices Martina Gedeck y Catarina Schüttler relatan las memorias de dos monjas misioneras, una sueca y otra suiza. Hannah Herzprung y Ludwig Trepte narran las experiencias de dos sobrevivientes, y Peter Lohmeyer lee partes del diario del cónsul alemán Wilhelm Litten.
El 31 de enero de 1916, Litten iba por el camino entre Deir al-Zor y Tibni, hoy Siria, cuando escribió lo siguiente:
“Una de la tarde. A la izquierda del camino hay una mujer joven, desnuda, vistiendo sólo calcetines café en sus pies, con su espalda hacia arriba y su cabeza oculta entre sus brazos cruzados. Una y media de la tarde. En una zanja al lado derecho hay un viejo de barba blanca, desnudo, tendido de espaldas. Dos pasos más allá, un niño, desnudo, con la espalda hacia arriba y su nalga izquierda cercenada”.
Igual de fría y calculada fue la respuesta del canciller del Reich Theobald von Bethmann-Hollweg a la propuesta de su embajador de censurar a los otomanos de Alemania por el crimen. El documental muestra por primera vez algunos incidentes, como el ostentoso re-entierro de 1943 en Turquía de los restos de Talaat Pasha, asesinado en Berlín en 1921.
Pilar de la identidad nacional
El debate actual en torno del genocidio está emergiendo en Turquía recién ahora, casi un siglo después.
El Primer Ministro, Recep Tayyip Erdogan, afirma que Turquía jamás reconocerá el genocidio.
Durante una exposición sobre Armenia, ultranacionalistas indignados arrancaron fotos de las murallas y luego, como si hubiesen perdido la razón, atacaron un auto que llevaba al Nobel de Literatura Orhan Pamuk tras una comparecencia porque dijo lo que los historiadores han demostrado hace mucho.
Durante décadas, los armenios nacidos tras el genocidio se sintieron torturados y perturbados.
“La tragedia”, dijo Hayk Demoran, director del Memorial al Genocidio de Ereván, se ha convertido en “un pilar de nuestra identidad nacional”. Y el Presidente armenio Serge Sarkisian dijo a Spiegel: “La mejor manera de evitar la repetición de tal atrocidad es condenarla”.
La generación turca posgenocidio no tiene problemas para dormir. Atatürk, el fundador de la República, ejecutó un quiebre radical con el Imperio y con los tres hombres que fueron responsables: Talaat, Enver y Cemal Pasha.
Attatürk reconoció que se habían cometido “equivocaciones” (que sus sucesores niegan hasta hoy), pero permitió que funcionarios y militares implicados participaran en su gobierno.
Una memoria viviente y escondida
Los demonios del pasado están despertando en respuesta a las presiones de la diáspora armenia.
Antes del aniversario del 24 de abril por los arrestos de políticos e intelectuales armenios en la entonces Constantinopla (que señalan el inicio de las deportaciones en 1915), más parlamentos nacionales aprueban resoluciones que reconocen el genocidio: Francia en 2001, Suiza en 2003, y ahora el Comité de RREE de la Cámara de Representantes de EEUU y el Parlamento sueco. Y cada vez Ankara amenaza con consecuencias y finalmente no pasa nada. Ya es un ritual, cuyo propósito ha sido cuestionado por hombres como Hrant Dink.
El editor del diario turco-armenio Agos no se conformaba con la definición de la palabra “genocidio”. Quería que Turquía enfrentara su pasado. Pagó sus opiniones con su vida. El 19 de enero de 2007 fue asesinado. Los 200 mil turcos que marcharon por las calles de Estambul en su funeral, enarbolando letreros que decían “Somos todos armenios”, humillaron a su gobierno. Una realidad que enfrentan miles de turcos en sus familias y que parecen tener más impacto que las presiones diplomáticas.
A comienzos de los ’80, la abogada Fethiye Çetin descubrió que tenía raíces armenias. Su abuela Ser se lo había confidenciado tras décadas de angustia. En 1915, Ser, bautizada con el nombre armenio Heranush, vio cómo degollaban a los hombres de su aldea. Sobrevivió, fue acogida por la familia de un oficial turco, criada como musulmana y se casó con un turco. Está entre las decenas de miles de “armenios escondidos” que escaparon de los asesinatos. La revelación de su abuela fue un shock. En 2004, Çetin escribió un libro en el que reseñó la historia de su familia.
“Anneanmen” (“Mi abuela”) se convirtió en un best seller e innumerables lectores le escribieron, muchos con palabras de aprecio. Otros la acusaron de “traidora”.
Pero el tabú se había roto.
FUENTE:
Citado por Guía Menk,
http://www.spiegel.de/international/world/0,1518,687449,00.html
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