Por Antonio Caponnetto
Una clásica enseñanza de la filosofía realista nos permite distinguir entre el bien honesto, el útil y el deleitable. Puede identificarse al primero con la virtud, con lo que es digno de alabarse por sí mismo, desposeído de todo cálculo, provecho o interés subalterno. A él se dirigen los esfuerzos de los óptimos, aclarará Cicerón. Mientras que el bien útil tiene carácter de medio, de instrumento o herramienta necesaria. Y si no quiere caerse en el vulgar pragmatismo, ha de guardar subordinación al primero desechando las alternativas ilícitas. La complacencia al final del viaje recto y virtuoso, es el bien deleitable.
Lo que se nos impone hoy en nombre de la política —dándole al término se acepción más abarcativa— es exactamente la negación de estos bienes. Ya no pecados aislados manifiestan los hombres públicos en el ejercicio de sus funciones, sino vicios sórdidos y estables, lacras infames exhibidas con desvergüenza e insolentemente cultivadas, culpas propias del relapso, esto es, de quien no quiere enmendarse y medra con la malicia. Analogada con las heces —mas sin el eufemismo que el recato impone— la dirigencia vernácula ha sido al fin nombrada con exactitud, por alguien que tiene ciencia empírica en la materia. Y si todo la convierte en tan hedionda sustancia, no es lo menor su pérdida absoluta del patriotismo, su congratulación ante la dependencia, su servilismo inescrupuloso, su complicidad con el invasor, y ese afán indigno de reclinarse ante las plantas de los usureros internacionales, como ha venido a confirmarlo el reciente pacto fiscal, de un modo tan oprobioso cuanto evidente.
Estamos pues ante el mal de la deshonestidad, segador de todas las categorías posibles de la decencia.
Mas podría suponer alguien —con equívoca filosofía— que careciendo de honestidad, los tales políticos y gobernantes se han abocado al menos a la consecución de utilidades, expresión ésta que podría constituirse en una versión algo más atildada del consabido “roban pero hacen” con el que suele señalarse vulgarmente la conformidad con los corruptos eficientes. No hay ni puede haber nada de eso. A no ser para engrosar sus coimas, o asegurar el destino de sus sobornos, o calmar los requerimientos del amo financiero, o sobrevivir en sus cargos opulentamente rentados, o competir en las aventuras electorales, todos se han mostrado aquí y ahora escandalosamente ineptos, inidóneos, inhábiles e inservibles. Una verdadera coalición de nulos, que llaman gobernar a la dócil administración de la colonia que se les ha encargado, y que procuran convencerse recíprocamente de su condición de estadistas porque han sido nombrados suministradores de divisas a los titulares del Imperialismo Internacional del Dinero.
La recesión y el desempleo, los recortes salariales, los impuestos abusivos, la destrucción de nuestra moneda, el crecimiento desorbitado de la deuda externa, el derrumbe de las economías domésticas y aun de las pequeñas y medianas empresas, el malestar en todos los rubros de la actividad laboral, profesional y productiva, los desórdenes sociales alimentados por el terrorismo en avanzada, son nada más que síntomas de la enorme inservibilidad que los caracteriza. El Orden Mundial los contrata y a él le cumplen; los presiona y ellos acatan; los apisona y se convierten en sus felpudos; los apura y al unísono aceleran; los reta y ellos se sonrojan; los amenaza y les da el soponcio.
Fuera de tan lacaya destreza, estamos ante el mal de la inutilidad, y grave mal en este caso, puesto que lo inútil aquí reprobado no lo es por honesto u ocioso, que sería su gloria, sino por traición al elemental deber de asegurar de un modo práctico el bienestar de los ciudadanos. Profanan la metafísica de la Patria tanto como derrumban su más vital organización física.
Faltos de honestidad y de utilidad, no podían sino resultar insoportables, desagradables e insufribles. Es el común de la gente el que ya no puede verlos, el que siente rechazo a sus palabras, desdén ante sus promesas, temor frente a sus iniciativas, hondo y creciente disgusto con sólo constatar sus apariciones públicas. Un disgusto cuyos nombres más sonoros y ciertos son asco y náusea, indisimulables ya, fuera de toda cortesía. Pero son el deleite del Banco Mundial, el dulzor del Wall Street, el encanto y el placer de la Casa Blanca, el sabroso y lisonjero fruto de ese árbol podrido de la plutocracia, como diría Hugo Wast.
Deshonestos, inútiles e insoportables: he aquí los tres males y el denominador común de quienes nos gobiernan. Los calificativos hechos a medida para juzgar a los políticamente correctos. Los nombres propios de esta estirpe execrable de demócratas, que se alternan en el poder para deshonor de la Patria.
La Argentina necesita la honestidad de una política arquitectónica orientada al Bien Común Completo. Que supone el bienestar suficiente, pero ordenado por la virtud, y todas las virtudes esenciales y sustantivas encaminadas a la salvación. Porque los pueblos, como los hombres, no son sólo manojos de carne sepultable y corrompible, sino almas vocadas a la eternidad. Necesitan de la soberanía como del aire lozano que otorga frescor a la alborada; del señorío sobre sus posesiones y hasta sobre sus orfandades, como la cima del sol para relumbrar en el paisaje. Necesitan la preferencia del ser mejor —aun en el combate sin tregua— por sobre la decisión burguesa de vivir sin sobresaltos en la esclavitud consentida. Necesitan su historia y su misión, y no su presente ni el destino fijado por las multinacionales. Necesitan la Cruz para resucitar y no los clavos para morir.
Marechal ya nos dijo que esa cruz se entreteje de santos y de héroes. Todo es cuestión de encolumnar los trazos del madero, con una acción perseverante y sostenida. Para que nuestra horizontal no sea la molicie sino la marcha marcial y vigorosa. Para que nuestra vertical no sea la del arribismo, sino la de la ascensión. Entonces, con el encolumnamiento firme y orgánico de los patriotas, sobrevendrá el rescate. Será el tiempo de los bienes y el final de los deshonestos, inútiles e insoportables.
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