Presentamos la primera homilía del
P. Jeffrey Steenson, ordinario del nuevo Ordinariato personal de la
Cátedra de San Pedro, erigido en Estados Unidos para aquellos fieles
anglicanos que desean volver a la plena comunión con la Iglesia
católica, de acuerdo a las disposiciones de Benedicto XVI en la
Constitución Apostólica Anglicanorum Coetibus.
***
“¡Qué
bueno y agradable que los hermanos vivan unidos!” (Salmo 133, 1). Damos
gracias de todo corazón al Papa Benedicto XVI por este don bellísimo,
el Ordinariato Personal de la Cátedra de San Pedro, y rezamos para que
pueda promover la causa de la unidad católica. Cuando el Cardenal Wuerl
me dijo que el Santo Padre quería instituir el Ordinariato bajo este
nombre, realmente me llené de alegría porque esto va al corazón de lo
que debe ser nuestra misión, y nos ayuda sobre todo a comprender por qué
Nuestro Señor ha confiado Su Iglesia a San Pedro.
Ríos
de tinta han corrido sobre la interpretación de aquellas palabras del
Evangelio que Jesús dirigió a Pedro en Cesarea de Filipo: “Tú eres Pedro
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16, 18). Ciertamente,
para los católicos la interpretación autorizada de estas palabras viene
del Concilio Vaticano I. Pero debemos reconocer honestamente que los
cristianos han leído ese texto de modos diferentes. Incluso entre los
Padres de la Iglesia no había unanimidad sobre el significado preciso de
“sobre esta piedra”. El gran San Agustín mismo dijo: “el lector debe
elegir: ¿esta piedra significa Cristo o Pedro?” (Retractaciones 1 ,20).
Pero San Agustín, sabiamente, no planteaba la cuestión sobre la base de
una cosa u otra, ya que Pedro lleva todo a Cristo. El camino es claro:
nosotros somos de Cristo y Cristo es de Dios (1Cor. 3, 23).
Estoy
agradecido de que, en el curso de mi ministerio, las enseñanzas del
Beato Juan Pablo II y del Papa Benedicto XVI siempre han sido clarísimas
sobre este punto: la Iglesia existe para llevar las almas a Cristo.
Pero como afirma sencillamente el texto, Jesús ha investido a Pedro de
un ministerio de fundamental importancia, y lo hace usando tres verbos
en tiempo futuro: “edificaré mi Iglesia… las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella… te daré las llaves del Reino de los Cielos”.
Cuando Jesús habla en tiempo futuro, Él atrae todo hacia sí, por eso
sabemos que tal concesión no cesa con el Pedro histórico. En el momento
en que el Señor pronuncia aquellas palabras, es anticipada toda la
existencia de la Iglesia sobre la tierra hasta el final de los tiempos.
Al
respecto, escuchad lo qué escribió San Anselmo, el 37º Arzobispo de
Canterbury, tal vez el más grande teólogo, que dio brillo a la amena y
verde Inglaterra: “Este poder fue confiado de modo particular a Pedro,
de modo que nosotros fuésemos invitados a la unidad. Por eso Cristo lo
nombró cabeza de los apóstoles, para que la Iglesia tuviese un principal
Vicario de Cristo al cual pudiesen recurrir los distintos miembros de
la Iglesia, en el caso de disensos entre ellos. Pero si hubiese más
cabezas en la Iglesia, el vínculo de la unidad se rompería” (Cat. Aur.
Mt. 16,19).
La
primera vez que encontramos el versículo de Mt. 16, 18 aplicado
específicamente a los sucesores de Pedro fue con ocasión de una
controversia entre el Papa Esteban y San Cipriano de Cartago a mediados
del siglo III. Con el riesgo de parecer pedante, espero que me permitáis
hablaros brevemente de esto, ya que es muy relevante para el
Ordinariato. En la tradición anglicana, los Padres de la Iglesia son
tenidos en gran estima y nos han enseñado que es precisamente de ellos
que debemos sacar orientación para afrontar las cuestiones teológicas.
Yo
considero héroes a los Papas del siglo III, porque eran pastores
valientes que buscaban recuperar a aquellos hermanos que, saliendo de
la Iglesia católica, habían roto la plena comunión con ella. En un
tiempo en que muchos obispos eran severos e intransigentes sobre la
pureza de la Iglesia, Dios nos ha dado Papas que comprendieron que
volver a acoger a los fugitivos y a los caídos forma parte de la misma
esencia del ministerio conferido por Jesús a los apóstoles. En las
cartas de San Cipriano, se encuentra una notable correspondencia
reveladora con San Firmiliano de Cesarea sobre el Papa Esteban (Ep. 75
ca. 255): “¿Pero lo ves, Cipriano? ¡Realmente Esteban piensa que se
sienta en la cátedra de Pedro, ya que nos manda aceptar el bautismo de
estos grupos separados! ¡Realmente quiere que nosotros los consideremos
cristianos!”.
Yo creo que éste es precisamente el contexto para comprender lo que el Papa Benedicto nos dice en la Anglicanorum coetibus.
Algunos objetan que la Iglesia católica hace demasiado difícil el
camino para alcanzar la unidad de los cristianos. ¡Pero mirad lo que se
pide a aquellos que consideran entrar en el Ordinariato! Los anglicanos
no sólo deben ser acogidos sino confirmados en su estado, y su clero
ordenado en forma absoluta. ¿Acaso se pide volver a empezar todo desde
cero? ¡Ciertamente no! Desde Ceferino hasta Calixto, Cornelio y Esteban –
los Papas del siglo III, que casi todos ofrecieron su vida como
mártires y que gobernaron la Iglesia en tiempos en que parecía que
realmente las puertas del infierno podían prevalecer, amenazando con
destruir su unidad esencial -, la Iglesia católica simplemente pedía que
los vínculos de caridad fueran restablecidos sacramentalmente invocando
la presencia del Espíritu Santo. Estos son hermanos y hermanas que
vuelven a casa.
El
primer principio del Ordinariato es, por lo tanto, la unidad de los
cristianos. San Basilio Magno, el más grande ecumenista de la Iglesia,
gastó literalmente su vida para construir puentes entre hermanos
ortodoxos que participaban de la misma fe pero que se habían dividido
entre ellos en una Iglesia tristemente fragmentada por la herejía y la
controversia. Él enseñaba que se requiere un decidido e incesante
esfuerzo para alcanzar la unidad de los cristianos. Así como un viejo
abrigo se vuelve cada vez más roto y más difícil de enmendar, la unidad
de la Iglesia nunca se debe dar por descontada sino que exige gran
diligencia y valentía por parte de sus pastores (Bas. Ep. 113). San
Basilio hablaba a menudo con nostalgia de la archaia agape, del
antiguo amor de la comunidad apostólica, tan raramente visible en la
Iglesia de sus tiempos. Este amor, enseñaba, es un signo visible de que
el Espíritu Santo está realmente presente y activo, absolutamente
esencial para la salud de la Iglesia. No hay mejor ilustración de esto
que en la gran escultura de la Cátedra de San Pedro, en el ábside de la
Basílica de San Pedro: la cátedra de Pedro está sostenida por los
grandes Padres de la Iglesia, mientras que suspendida en lo alto por
encima de todo, está la luminosa paloma de alabastro, el Espíritu Santo,
que sumerge todo en la irradiación del amor divino.
Hay
mucho por celebrar en el patrimonio del anglicanismo, sus tradiciones
litúrgicas, espirituales y pastorales, que la Iglesia católica acoge
como un tesoro para compartir. Pero debemos ser claros sobre nuestros
principios. Durante 477 años en los cuales los anglicanos han estado
separados de Roma, muchos fieles han rezado con fervor y haciendo
grandes sacrificios para el acontecimiento de este día. En obediencia y
confianza han abrazado generosamente lo que Jesús pide en la oración por
la unidad de sus discípulos (Jn. 17, 21). De hecho, no es coincidencia
que tal reconciliación tenga lugar precisamente en el tiempo en que el
Papa Benedicto ha puesto la nueva evangelización en lo más alto de la
agenda de la Iglesia. Convertirse y conformarse a imagen de Cristo
significa que Su Iglesia será transformada y renovada completamente. Me
gusta mucho el concepto que ha expresado nuestra canciller, la Dra.
Margaret Chalmers: “nuestro patrimonio son los fieles”. Abramos, por lo
tanto, nuestros corazones, en humildad y amor, a todos los cristianos
divididos por la cultura, por las circunstancias y por las
incomprensiones. Tendamos la mano con amistad a todos aquellos que
buscan la Verdad. Ellos son nuestros compañeros de viaje. Comenzamos
firmes en la fe de que Dios nos ha dado a Pedro, con la mano firme sobre
el timón, que nos restituye a Jesús, “el Pastor y el Obispo de nuestras
almas” (1 Pedro 2, 25).
***
Fuente: Diócesis de Porto-Santa Rufina
Traducción: La Buhardilla de Jeronimo
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