martes, 30 de noviembre de 2010

DE LA ABUNDANCIA DEL CORAZÓN HABLA LA BOCA (1) *

Segwald Benedicto XVI Luz del Mundo

Por Jorge Bosco
Brooksville, Estados Unidos
26-XI-2010
jorgeabosco@gmail.com

“Y así, avisando el Ángel a Tobías en qué manera podría rechazar la fuerza del demonio, le dijo: “Yo te mostraré quiénes son aquellos contra los cuales puede prevalecer el demonio. Aquellos que toman el Matrimonio de suerte que excluyan de sí y de su alma a Dios, y se entregan a la liviandad, como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento, sobre éstos tiene potestad el demonio.” Y luego añadió: “Recibirás la doncella con temor de Dios por amor de los hijos, más que llevado de liviandad, para que en el linaje de Abrahán consigas la bendición de los hijos” (Tob. 6). Y esta fue también la causa porque Dios instituyó en el principio del mundo el Matrimonio. Por tanto, es gravísima la maldad de aquellos casados que, o impiden con medicinas la concepción, o procuran aborto. Porque esto se debe tener por una cruel conspiración de homicidas.” (Catecismo del Santo Concilio de Trento, edición de 1887, pp. 355-356)


Y diga usté que el Catecismo habla de “aquellos casados”, y no de aquellos…


Una razón de profundo y sincero pudor nos impediría hablar de estos asuntos, si no tuviéramos en frente un motivo de mucho mayor peso: la defensa de la moral católica, puesta en el tapete inmundo de los medios de comunicación. El asunto que nos toca es bravísimo, y confesamos un interior malabarismo –espiritual y lingüístico- para hablar del tema sin caer a la orilla indecente, ni al costado puritano de las aguas que hoy mojan los pies del mundo: hablando en plata, desde el Concilio Vaticano II: “ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha” (I Juan IV, 5).

Si el personaje fuera un viejo verde cualunque de mi barrio, de esos que yacentes en sus reposeras están siempre prestos a la charla trivial y fácil con los jóvenes transeúntes, de cierto que el sólo nombrarlo bastaría para que mi madre, rebosante de cordura, me apostrofara un: “en esta casa no se hablan cochinadas”. Esa es la mejor definición que hasta ahora he escuchado del caso: la agreste y porqueriza palabra “cochino”.

“Quien escandalizare a uno de estos pequeñitos que creen, más le valdría que le atasen alrededor de su cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y que lo echasen al mar” (Marcos IX, 42). Se ha ocasionado un escándalo gravísimo, perniciosísimo para las almas, en especial aquellas de los más débiles y desprotegidos, que van figurados en aquel “pequeñitos” que dijera Nuestro Señor. Y doblemente ha sido escandaloso, en razón del cargo que “ocupa”.

Antes de pasar a nuestro tema, la anécdota personal: todo este sucio palabrerío que ha girado por el mundo, nos recuerda nuestra infancia, cuando siendo alumnos en la escuela el cura que nos tenía a cargo, terco y bravo como buen gallego, nos mandaba a lavar la boca con jabón cuando decíamos una mala palabra.

Al grano. Nos proponemos analizar brevemente –tanto cuanto nos lo permita la gravedad del caso- el discurso del personaje de marras, a la luz de los básicos principios morales de la doctrina católica y el Magisterio de la Iglesia. Pues que, como en tantísimas ocasiones, tenemos ante nuestros ojos el triple panorama de aquellos que callan avergonzados (“¡es un cochino!”); de aquellos que callan desvergonzados (“¡tenemos vía libre!”); y por último, de aquellos que vergonzosamente callan (“en realidad quiso decir…”). Por todos ellos hablaremos nosotros, advirtiendo que esos últimos son los peores, porque mientras los primeros muestran un sano y elemental pudor, y los segundos demuestran su obstinada impudicia, los postreros ocultan el gravísimo alcance de las groseras declaraciones –con el agravante de la boca que las pronunció, y por eso intitulamos irónicamente: “de la abundancia del corazón habla la boca”-. Echan la mar de tinta en el afán farisaico de cubrir con el manto del silencio –o de la confusión, que es peor- el putrefacto sepulcro: en esta ocasión se ha caído tan bajo, que no hay pintura que resista para blanquear la sepultura (ver Mateo XXIII, 27).

Por nuestra parte… aquí van las redes sobre el río revuelto.

Ante la pregunta, "¿La Iglesia católica no está fundamentalmente contra la utilización de preservativos?", el Sumo Pontífice responde: "[La Iglesia] no lo contempla como una solución real o moral pero, en ciertos casos, cuando la intención es reducir el riesgo de contaminación [del VIH], puede ser un primer paso para abrir la vía a una sexualidad más humana, vivida de otro modo".

El Sumo Pontífice cita un único ejemplo: el de una persona que se prostituye.

"Puede haber casos individuales, como cuando una persona que se prostituye utiliza un preservativo, donde puede ser un primer paso hacia una moralización, un debut de responsabilidad que permita tomar una nueva consciencia de que no todo está permitido y de que no se puede hacer todo lo que uno quiera", afirma.

Aunque el Papa concede que los condones pueden ser permisibles en estos casos para frenar la "contaminación" del VIH, matiza: "Este no es el modo, hablando con propiedad, de acabar con la infección del virus del sida. Eso debe producirse realmente dentro de la humanización de la sexualidad", añade.” 2 [el resaltado nos pertenece]

Alguien podría decir que, citando desde el diario liberal “El Mundo” de España, no estamos siendo de lo más cuerdos para argumentar… Tomemos entonces la noticia desde la “catoliquísima” ACI-PRENSA:

Benedicto XVI señala que “concentrarse sólo en el profiláctico quiere decir banalizar la sexualidad y esta banalización representa la peligrosa razón por la cual tantas y tantas personas en la sexualidad no ven más la expresión de su amor, sino una especie de droga, que se suministran consigo mismos”.

Por ello, precisa, “también la lucha contra la banalización de la sexualidad es gran parte del esfuerzo para que la sexualidad sea valorada positivamente y pueda ejercer su efecto positivo en el ser humano en su totalidad”.

El Papa usa luego el ejemplo de una prostituta (n.d.r según la traducción de L'Osservatore Romano) que usa un preservativo y lo presenta como un primer paso hacia la moralización. En tal caso, afirma, este uso podría considerarse como su primer paso de responsabilidad para “desarrollar de nuevo la conciencia del hecho de que no todo está permitido y que no se puede hacer todo lo que uno quiere. Sin embargo, este no es el modo verdadero y adecuado para vencer la infección del HIV. Es verdaderamente necesaria una humanización de la sexualidad”.3 [el resaltado nos pertenece]


Hasta allí, parte de la cochinada. En nuestra pesquisa, descubrimos esta sentencia de San Agustín, citada en la Encíclica “Casti Connubii” de Pío XI, que debajo revisaremos: “Alguna vez -dice- llega a tal punto la crueldad lasciva o la lascivia cruel, que procura también venenos de esterilidad”, es decir, el Santo nombra aquí la lujuria horrible que lleva a las partes al uso pecaminoso de medios para anticoncebir. “Venenos”, venenos para el cuerpo y para el alma: digámoslo de una vez, la anticoncepción –como el aborto- obstaculizan –o destruyen- la generación de una nueva vida corporal, al mismo tiempo que matan la vida espiritual de quienes usan de ellos. No hay punto medio posible, porque se trata aquí del quebranto objetivo de la ley natural, y de la ley sobrenatural: así como el trato íntimo tiene por naturaleza un fin propio, que es la procreación, así también es mandato divino: “sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla” (Génesis I, 28). No hay componenda, no hay pacto, no hay acomodo posible entre los dos términos, conforme San Pablo al mandar que “no hemos de hacer males para que vengan bienes” (Romanos III, 8).

Pero, advertidos de aquellas versiones que pretenden mitigar el efecto de tamañas afirmaciones, diciendo que “el Papa‟ no lo ha aprobado, sino aceptado en ciertos casos simplemente como un primer paso hacia la moralización”, les diremos que no lanzamos estas líneas para probar “que aprobó el uso”, sino para probar que el sólo permitir o admitir el tal uso aunque más no sea en una uniquísima situación es contrario a la moral católica, porque no hay moral alguna en la acción pecaminosa, y un pecado no puede constituir una posibilidad moral. Es una obviedad: nos duele tener que probarla.

Benedicto XVI señala que “concentrarse sólo en el profiláctico quiere decir banalizar la sexualidad y esta banalización representa la peligrosa razón por la cual tantas y tantas personas en la sexualidad no ven más la expresión de su amor, sino una especie de droga, que se suministran consigo mismos”.4 [el resaltado nos pertenece]

Esa es la otra parte de las indecorosas declaraciones. Se desprende de ellas que el trato íntimo entre las partes se ordena a “la expresión de su amor”, lo cual nos preocupa doblemente: primero, porque no alcanzamos a ver la aplicación del tal principio en el ejemplo que presenta. ¿Qué “amor” puede haber en el trato carnal por comercio; en el alquiler de la carne a costa del precio del espíritu? Nos REPUGNA el solo pensarlo.

Segundo, el deshonesto define al trato íntimo entre las partes como “la expresión de su amor”, lo cual nada tiene que hacer con la doctrina católica al respecto. Y para eso, vayamos a la maravillosa Encíclica “Casti Connubii”, del Papa Pío XI:

Hay, pues, tanto en el mismo matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios -verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia-, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin primario.” (S.S. Pío XI, Encíclica “Casti connubii quanta sit dignitas”, 31 de Diciembre de 1930)

O a la clarísima definición del Código de Derecho Canónico:

La procreación y la educación de la prole es el fin primario del matrimonio, la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia es su fin secundario.” 5

Nada de esto, que es la doctrina católica, aparece en las declaraciones antes citadas. En ellas, se sugiere que en el uso de la consabida forma anticonceptiva se corre el peligro de considerar las relaciones íntimas “no como una expresión de amor”, como si la tal cosa importara grandemente, siendo un mero fin secundario, subordinado al fin primario siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto (cf. cita de Pío XI); naturaleza intrínseca que en el supuesto, en el ejemplo explícito, queda totalmente destruida. El fin del acto conyugal (y no comercial, como propone) es la procreación. “La expresión del amor” entre las partes es un fin secundario, que no está vedado en la medida en que el fin primario, y por lo tanto el modo de alcanzarlo, son conformes al recto orden natural y sobrenatural –todo lo cual no figura ni por pienso en el ejemplo citado por Ratzinger-.

Por eso, la afirmación efectuada destruye todo fundamento moral, pues está admitiendo un acto inmoral “bajo ciertas circunstancias”, siendo que un hecho intrínsecamente perverso no admite atenuación, y mucho menos excepción. Eso es una regla moral básica: “Ningún motivo, sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza”.6 Y esto es exactamente lo que pretende Ratzinger: hacer de un hecho intrínsecamente perverso, un primer paso de moralidad, siendo ambas cosas contrarias en su misma definición. Si se acepta la propuesta no vemos, lógicamente, impedimento alguno para el aborto, por ejemplo, en los casos en los que el nacimiento del niño pondría en riesgo la vida de la madre. La moral católica afirmaría contundentemente que no se puede provocar el aborto para salvar a la madre, sencillamente, porque el fin no justifica los medios. No nos sorprendería escuchar en algún tiempo que “para un asesino, el matar sólo una persona, en vez de diez, “puede ser un primer paso hacia una moralización, un debut de responsabilidad”.

Asimismo, y siguiendo al teólogo dominico Antonio Royo-Marín, decimos que “tan grave es, en efecto, la malicia de un pecado /…/ en cuanto ofensa a Dios, que no debería cometerse aunque con él pudiéramos sacar todas las almas del purgatorio y aun extinguir para siempre las llamas del infierno” 7. Ahora bien, extendamos esa definición a la malicia de un pecado mortal, que es verdadero “deseo de las creaturas, con aversión y aborrecimiento de Dios y su Ley”. ¿Qué podría justificar un acto de tan grave pecaminosidad? ¿Qué alegato podría levantarse para “admitir una excepción” a tan profundísima herida, que de cierto causa la muerte de la gracia en el alma y merece por ello la eternidad de las penas del infierno? Pero esto no está en la boca grosera: él habla del “primer paso hacia una moralización, un debut de responsabilidad”. Nada, nada: ninguna concesión al pecado, ningún permiso a la inmoralidad; tolerancia nula al odio de Dios, en su Ley sobrenatural revelada, y natural creada.

Aún más: ¿qué es el pecado? “Pecado es un dicho o hecho o deseo contra la ley eterna”, dice Santo Tomás en cita de San Agustín (I-IIæ, q. 71, a. 6). ¿Y qué es la “ley eterna”? “La ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios, que manda conservar el orden natural y veda perturbarlo”. Agrega Santo Tomás: “si se refiere al derecho natural, que se contiene ante todo en la ley eterna, y secundariamente en el natural judicatorio de la razón humana, así todo pecado es malo, porque está prohibido; pues, por lo mismo que es desordenado, repugna al derecho natural”. 8 ¿Es claro? Dios no puede admitir excepciones en aquello que contraría su propia voluntad, incluso, su propia esencia. Pretender otra cosa –como Ratzinger pretende- es sencillamente buscar la cuadratura del círculo. Y esto nos causaría risa si la materia no fuera tan grave: nos causa espanto.

Pero todavía más: aquí va la explicación que de las anteriores inmundicias dio “Monseñor Rino Fisichella, Presidente del Consejo Pontificio para la promoción de la nueva evangelización” (Agencia AICA):

“Benedicto XVI busca "con cautela y valor una manera pragmática a través de la cual los misioneros y otros operadores eclesiales puedan ayudar a superar la pandemia del SIDA sin aprobar, pero sin excluir -en casos particulares- el uso del profiláctico.” 9 [el resaltado nos pertenece]

Allí se ve, en ese par de palabras del zonzo Fisichella (¡no aclares que oscurece!) cómo se resume todo el asunto. Lo vimos en el párrafo anterior, y baste contraponer la porquería de explanación que “Monseñor Rino Fisichella” presentó en la reunión de prensa en el Vaticano, con la clarísima advertencia del Papa Pío XI:

“Por lo demás, establece la doctrina cristiana, y consta con toda certeza por la luz natural de la razón, que los mismos hombres, privados, no tienen otro dominio en los miembros de su cuerpo sino el que pertenece a sus fines naturales, y no pueden, consiguientemente, destruirlos, mutilarlos o, por cualquier otro medio, inutilizarlos para dichas naturales funciones (S.S. Pío XI, Encíclica “Casti connubii quanta sit dignitas”, 31 de Diciembre de 1930)

“43. Condenación del onanismo conyugal 10

Ningún motivo, sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza; y estando destinado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta.

Por lo cual no es de admirar que las mismas Sagradas Letras atestigüen con cuánto aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefasto delito, castigándolo a veces con la pena de muerte, como recuerda San Agustín: Porque ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que evita la concepción de la prole. Que es lo que hizo Onán, hijo de Judas, por lo cual Dios le quitó la vida.

Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar otra doctrina, la Iglesia católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su divina legación, eleva solemne su voz por Nuestros labios y una vez más promulga que cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito.” (S.S. Pío XI, Encíclica “Casti connubii quanta sit dignitas”, 31 de Diciembre de 1930)

 

Por eso, por esas mismas palabras definidas solemnemente por el Papa Pío XI, las declaraciones de Ratzinger lo apartan de la verdad de la Fe y la Moral católicas, lo separan del redil de la Iglesia, lo ubican en la plaza de los acusados, y es él mismo con sus obscenas declaraciones quien se juzga, pues “de toda palabra ociosa que hablaren los hombres, darán cuenta de ella en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mateo XII, 36-37). Pues que el Magisterio de la Iglesia se ha declarado ya: “cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito”, y esto no admite atenuantes, porque se trata de un hecho intrínsecamente perverso, cuya misma naturaleza y definición atentan contra la Ley de Dios y la ley natural.

Lo que ha hecho Ratzinger es una enormidad: ha hecho colapsar el fundamento de la moral católica, y ha invertido el precepto divino: “no hemos de hacer males para que vengan bienes” (Romanos III, 8). Ha escandalizado a las almas, y las ha conducido falsamente al error y al vicio.

Lo ha hecho con toda claridad, sin sombra de duda: ha admitido la excepción a la Ley de Dios.

Ha tratado este asunto, ejemplificándolo en torno a la ocasión infame del trato íntimo fuera del matrimonio: cosa que ni Pío XI, tan clarividente en su Encíclica, pudo haber imaginado, pues en ella refiere a todos los puntos concernientes al sagrado matrimonio, y no a la unión perversa de los lujuriosos. Por ello, si el alcance de las palabras de “Casti Connubii” se aplican tan rigurosamente al Santo Sacramento del Matrimonio, ¿qué diremos del ejemplo que Ratzinger presentó? Si en circunstancias lícitas se prohíbe el acto desordenado, ¿qué diremos de las ocasiones ilícitas?

Lanzó además, algunas otras sentencias que serían “célebres”, si no estuvieran harto trilladas y repetidas desde el Concilio Vaticano II y los ocupantes de las sedes jerárquicas. La agencia AICA nos trae las palabras de “Monseñor Rino Fisichella”, ya nombrado:

El Papa "no tiene miedo de usar expresiones como "la pecaminosidad de la Iglesia" y el término "suciedad" para indicar el pecado que está en la Iglesia /…/ "nos regala uno de los aforismos más eficaces del volumen: "Solo porque el mal estaba dentro de la Iglesia los demás han podido utilizarlo contra ella".11 [el resaltado nos pertenece]

Llamar “pecaminosa” a la Esposa de Cristo,llamar “suciedad” a un “pecado que está en la Iglesia” –un cuerno, la Iglesia es Santa; - y una Iglesia que lleva “el mal dentro de ella”. Y Nuestro pobre Señor Jesucristo, que aseguró que “las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia” (Mateo XVI, 18), y que Él estaría con su Iglesia hasta el fin de los tiempos (Mateo XXVIII, 20)… Esposo Inmaculado de la Iglesia Católica, que éstos pretenden manchar en su nombre y dignidad con sus inmundicias… Son los puercos del Evangelio, los cuales han recibido neciamente las perlas preciosas del cristianismo para pisotearlas (Mateo VII, 6).

La hora es ésta. Convertirnos a Dios en palabras y obras; en nuestra mente y nuestro corazón: “no creáis a todo espíritu, sino poned a prueba los espíritus si son de Dios” (I Juan IV, 1). Nada tema el amigo lector: “porque este es el amor de Dios: que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son pesados; porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (I Juan V, 3). Recuerden siempre que “todos los desórdenes del orden moral provienen del desorden en el orden especulativo”.

Por eso, se nos podrá criticar desde varios flancos, e incluso pedimos la debida dispensa a aquellos que puedan angustiarse por nuestras palabras. Pero no se podrá decir que la presentación de la verdadera moral católica ha sido defectuosa, y aún más: se nos deberá aceptar el trato que hemos hecho, del asunto y del personaje, llamándolo “cochinada”; porque de cierto que nadie con sano espíritu negará que tal cosa es.

Ante el ataque que se renueva contra la Santidad de la Moral y la Verdad de la Fe católicas, redoblemos nuestra oración, nuestra humildad, nuestra devoción, que es la prontitud para obrar el bien. Seamos semillas de Caridad Sobrenatural en el Espíritu Santo, amando a las creaturas por amor del Creador; a los hijos por amor del Padre; e incluso a los pecadores, por amor de nuestro común Salvador y Redentor Jesucristo, según aquello de San Agustín: “matar al error, amar al que yerra” y del mismo Evangelio: “rogad por los que os persiguen” (Mateo V, 44).

Y ya que los nuevos enemigos del matrimonio trabajan con todas sus fuerzas, lo mismo de palabra que con libros, folletos y otros mil medios, para pervertir las inteligencias, corromper los corazones, ridiculizar la castidad matrimonial y enaltecer los vicios más inmundos, con mucha más razón vosotros, Venerables Hermanos, a quienes el Espíritu Santo ha instituido Obispos, para regir la Iglesia de Dios, que ha ganado El con su propia sangre, debéis hacer cuanto esté de vuestra parte, ya por vosotros mismos y por vuestros sacerdotes, ya también por medio de seglares oportunamente escogidos entre los afiliados a la Acción Católica, tan vivamente por Nos deseada y recomendada como auxiliar del apostolado jerárquico, a fin de que, poniendo en juego todos los medios razonables, contrapongáis al error la verdad, a la torpeza del vicio el resplandor de la castidad, a la servidumbre de las pasiones la libertad de los hijos de Dios, a la inicua facilidad de los divorcios la perenne estabilidad del verdadero amor matrimonial y de la inviolable fidelidad, hasta la muerte, en el juramento prestado.” (S.S. Pío XI, Encíclica “Casti connubii quanta sit dignitas”, 31 de Diciembre de 1930)

Purifiquémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, santificándonos cada vez más con un santo temor de Dios” (II Corintios VII, 1)

NOTAS:

* El artículo ha sido editado, conservando la idea general de su original, y suprimiendo frases o palabras consideradas ofensivas.

1 Mateo XII, 34.

2 http://www.elmundo.es/elmundo/2010/11/20/internacional/1290270897.html

3 http://www.aciprensa.com/noticia.php?n=31877

4 http://www.aciprensa.com/noticia.php?n=31877

5 Código de Derecho Canónico Pío-Benedictino, Canon 1013, § 1, B.A.C., 1963.

6 S.S. Pío XI, Encíclica “Casti connubii quanta sit dignitas”, 31 de Diciembre de 1930.

7 Antonio Royo-Marín O.P., “Teología de la Perfección Cristiana”, B.A.C., 1955, p. 297.

8 Suma Teológica, I-IIæ, q. 71, a. 6.

9 http://www.aica.org/index.php?module=displaystory&story_id=24476&format=html

10 Anticoncepción.

11 http://www.aica.org/index.php?module=displaystory&story_id=24476&format=html

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