Por Alberto Asseff *
Es tan vasto y devastador el descrédito de la política en nuestro país – y en menor o similar medida, en el mundo – que la reacción ante la disyuntiva del título es que haya menos. Si nos causa tantos males, pues que se vaya diluyendo hasta extinguirse. ¡Para qué queremos política si sólo nos depara degradación, falacias y fracasos!
La sensación generalizada es que la política es el ámbito donde prosperan los cleptómanos, los trepadores, los advenedizos y los aduladores. Ese territorio de la política es expulsor de los valores, del genuino civismo, de la participación y de la capacidad para la gestión de la cosa pública. Es más, la política actual parece más propensa a ocuparse de la cosa personal y, a lo sumo, sectorial que de la común. Se desnaturalizó la esencia pública de la política. Ahí radica su estrepitoso desbarrancamiento.
Este proceso destructivo de la política – a raíz de los pésimos protagonistas, sedicentes políticos – ha suscitado espejismos cual si fuesen soluciones. El más conocido – y sufrido – fue y es ese concepto de que la mejor política es el imperio del mercado. Nadie más apto que el mercado para gobernar la economía, dicen. Y como la economía es la supermandante – en esta época de colosales distorsiones -, al dirigir la economía, conducirá al gobierno. Porque, ¿qué es el gobierno, sino una buena economía?. Esta concepción explica uno de los factores contribuyentes para el derrumbe de los valores, esa parte intangible de la sociedad que clama y reclama por una visión de mando que ultrapase lo económico, inclusive para darle reaseguros a la propia economía.
A pesar del astigmatismo de los mercadistas, que les inhabilita ver el panorama, los valores morales son ínsitos e inescindibles de la buena economía. Ahorrar, invertir, emprender, investigar, innovar, crear, ampliar una actividad, buscar nuevos mercados, crear trabajo, transformar la realidad son actos que llevan consigo valores, de los buenos, de los tradicionales y también de los aprendidos y aprehendidos con el avance de la civilización. Al desatender, con más cinismo que reflexión, a esos valores se atenta contra la solidez de la economía. ¿Qué son las perversas ‘burbujas’, esas que cuando se desinflan dejan un tendal de dolor, que ausencia de valores?
Porque nos rigió una política sin valores pudimos creer que sin ensanchar nuestra economía y paralelamente nuestra educación, nuestra cultura, nuestro civismo, nuestra política en el mayor de sus significados, podíamos forjar una riqueza de laboratorio con el 1 a 1. Nuestra confusión fue mayúscula porque no comprendimos que una medida coyuntural era inextendible como estrategia. Nos faltaron esos auxiliares básicos llamados valores morales.
Hoy estamos replicando aquel escenario: porque nos pagan bien nuestra producción, pensamos que todo es una maravilla. Gastamos y ¡dale que va! Ni siquiera un fondo anticíclico y un plan orientativo de desarrollo nacional. Otra vez sin límites institucionales y nuevamente la ‘re-re’. ¡No aprendemos más! Es porque persistimos en menospreciar al colosal factor que implica gozar de buena política
Hoy lo ilegítimo nos desborda. Todo es trampa o apariencia de transgresión. ¡Qué va! Si la mayoría cree que hay ‘gato encerrado’, ni siquiera sirve que un caso puntual medie la prolijidad.
No existe otra que la política para delimitar la frontera de lo legítimo. Esto vale para la economía y para todo. La putrefacción ambiente no decaerá sin buena política. El mayor tributo que reciben los apóstatas que se ponen ropaje de políticos es la desplegada y falsa idea de que toda la política es sucia insalvable e irremediablemente.
Recordaba una articulista de EL PAIS de Madrid que Franco tenía una frase célebre: “Haga usted como yo, no se meta en política”. Más allá de ideologías, si quieres que nada cambie y todo empeore, sigue denostando a la política, embolsando a todos por igual, descalificándolos en bloque, no metiéndote, refugiándote vaya a saberse en qué recoveco del país.
Empero, si se busca otro ciclo, perspectivas distintas, cambios y reformas tan necesarias como posibles, entonces llegó la hora de distinguir – esa aptitud que nos permite elevarnos un poco de la medianía – entre política que trae náuseas y política que apareja dones y bondades colectivos.
Para poner algo de orden en este estado de cosas caótico, la solución no es menos política, sino más.
A la mala política sólo la puede desplazar y reemplazar la buena política. Todo lo otro es pura fantasía, magia o mistificación.
*Docente y político
Dirigente del partido UNIR
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