Por Alberto Asseff *
Estados Unidos ha dado una nueva lección del porqué un pueblo es poderoso, más allá de sus defectos. Con motivo de la muerte de Ben Laden otra vez irrumpió la autoestima, esa que es esencial en las duras y en las maduras.
Un vasto sector de los EE.UU. estaba cuestionando los métodos brutales empleados en la cárcel de Guantánamo, sobre todo cuando aparecieron a la luz los cables que propaló WikiLeak. Sin embargo, el orgullo nacional pudo más que esa reacción moral. Explotó en Nueva York y en todo el país esa sensación –un delicioso sabor– de que Norteamérica puede sobreponerse y cuando se propone algo lo consigue.
Es evidente una nota: el patriotismo es mucho más emocional que producto de la razón. En un país forjado por un altísimo respeto a ciertos valores fundamentales que nunca fueron disociados de la riqueza material – la contante y sonante – a la que, lejos de demonizar, se consagró con fruición, la recurrente expresión patriótica posee una inmensa significación.
Creo que se puede ser asertivo y decir que el patriotismo norteamericano obra y actúa cual cimiento o plataforma a partir del cual se erige la construcción nacional. Todo parte de él. Siempre está, sobre todo en las horas decisivas. Cuando debe jugar su destino, por caso en las dos grandes Guerras del s.XX, cuando se ve ante la opción de lanzar dos bombas devastadoras como las de 1945, cuando debe superar la Gran Depresión o cuando tiene que vencer al terrorismo que lo acecha y amenaza.
Es ese patriotismo básico el que une a todos en los momentos cruciales. En esas circunstancias, todo lo demás se relega, hasta –peligrosamente – las consideraciones humanistas esenciales como el respeto de los derechos humanos. Porque Osama Ben Laden tenía, in extremis, el derecho a una piadosa sepultura, pero fue directamente al mar. Como para terminar de cuajo. Definitivamente. Sin contemplaciones.
Un obrar de ese modo sólo es posible en el contexto del patriotismo. Es éste el ordenador de los factores y conceptos, el que licua o acota reservas morales y el que justifica a los gobernantes. Nadie se atreve a poner en la picota a Obama por haber cumplido con su deber de darles seguridad nacional a los norteamericanos.
Muchos norteamericanos protestan – y también se angustian – por las muertes de miles de sus hijos en causas bélicas, en varios casos no debidamente justificadas – no para nosotros, con nuestra mirada iberoamericana, sino para ellos mismos. No obstante, el patriotismo subordina hasta a esos legítimos sentimientos humanos. Se deponen en aras de los intereses colectivos o de lo que suponen – o les hacen inferir – que son esos intereses.
Por eso los EE.UU. son gobernables a pesar de la formidable constelación de problemas que afronta, domésticos y planetarios. El patriotismo torna asequible la dirección de la nave. Facilita. El pilotaje.
El gobernante norteamericano sabe que en esas ocasiones trascendentes dispondrá del auxilio del patriotismo del pueblo. El patriotismo modera conflictos internos, amortigua confrontaciones, disimula desencuentros, une. ¡Nada mejor para un gobernante que un pueblo unido en lo esencial! Es el patriotismo el proveedor de esa ayuda.
Me atrevería a decir que los norteamericanos son ariscos al populismo porque son patriotas. No necesitan de artificios y falacias – el populismo es un colosal engaño, un espejismo en el que sólo pueden caer los infantilismos disfrazados de política – porque cuentan con el patriotismo.
El patriotismo fortalece al poder nacional y éste es presupuesto para generar más riqueza. Y, en algo que resulta capital, el patriotismo mitiga la natural tendencia – vía la codicia – que desemboca en la corrupción. El patriotismo no extingue esa degeneración, pero la limita y mucho.
El patriotismo no por ser medularmente emotivo deja de tener racionalidad. En el fondo cuando un patriota reflexiona cae en la cuenta de que el patriotismo es pura ganancia. Se gana en tener menos litigios internos, en abdicar de reclamos extremos porque se priorizan los intereses comunes, en comprender a los gobernantes, sin importar cuán enfrentados estén a nuestra postura o idea. El patriotismo estabiliza, pacifica. Es institucionalista porque el patriotismo no nace con un líder y se inhuma con él. El patriotismo siempre es un sobreviviente. Es un habitante permanente, perpetuo. Por eso mismo abona y sustenta las instituciones por encima de los hombres de cada turno político.
En suma, ¡es bueno el patriotismo! Y lo es la autoestima que exhibe Norteamérica. Aunque a nosotros nos haya costado muchos dolores de cabeza y hasta menguas para derechos – como las Malvinas,en 1832/3 y en 1982 o conlos fallos de los presidentes Hayes y Cleveland – e intereses. Empero, ¿no será que más que estigmatizar a EE.UU. deberíamos proponernos, con empeño y denuedo, forjar más sólidamente al patriotismo argentino, muchas veces dolorosamente ausente?
* Dirigente de UNIR-Docente. Especialista en Estrategia
www.pnc-unir.org.ar
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