Atrapada
en el discurso, embriagada de relato, empapada de narrativa, la Argentina es hoy un país lleno de palabras. Es tan evidente la
prevalencia de la retórica en detrimento de los hechos, que el análisis
político más punzante debería partir precisamente de este hecho. ¿Cuándo fue
que nos secuestraron lo fehacientemente tangible para reemplazarlo por la
ficción dicharachera? No hay que ir demasiado lejos: en el habla cotidiana de la Argentina de hoy, reina impávidamente el “como que”.
Como-que-habló-la-Presidenta, como-que-hubo-una-tragedia,
como-que-están-malvinizando-la-agenda. Ese “como” es la descarnada foto del
hiato que se abrió entre lo que sucede y lo que se dice que sucede. No es lo
mismo. Por eso, en la textura cotidiana de una realidad agobiada de
descripciones pero anémica de hechos incontestables, pataleamos en un vacío de
barroquismos indecentes.
Sobran
las explicaciones. La Presidenta es invencible en ese terreno: nos cuenta que la tarjeta
SUBE le costó tres años de trabajo (no dice que ella prometió concretarla en
tres meses), pero incurre en algo que los periodistas conocemos de cachorros.
Mi primer jefe de redacción me dijo, tras mi primer fracaso: “No me cuente por
qué no pudo hacer la nota, ¡tráigame la nota!”. La Presidenta sobresale en eso: nos cuenta por qué no se hizo lo
que no se hizo en nueve años, pero a nadie le interesa esa racionalización,
sino que las cosas se hagan. ¿O hablamos del tren bala? En esa selva proteica y
fastuosa de narrativas revolucionarias que chorrean una épica transformadora
sin soportes verdaderos, quienes gobiernan se reconocen en el siguiente esquema
de cosas, recuento parcial que propongo.
El
sarcasmo manda. Herramienta predilecta de la gente que manda hoy en la Argentina, el sarcasmo hiere, lastima, agrede, devalúa. Con el
sarcasmo, rasgo de pedantería y hosquedad, nada se explica, pero el
contrincante queda en la cuneta.
El despecho abunda. Ante críticas, revelaciones, denuncias y escándalos, el poder se victimiza desaforadamente. Viven la inquietud pública como vaciamiento de su propia autoridad. Por eso ha tenido tanto relieve estos años la pobre palabra “destituyente”. Despechados, el mandón o la mandona se quejan de que están siendo derrocados.
El despecho abunda. Ante críticas, revelaciones, denuncias y escándalos, el poder se victimiza desaforadamente. Viven la inquietud pública como vaciamiento de su propia autoridad. Por eso ha tenido tanto relieve estos años la pobre palabra “destituyente”. Despechados, el mandón o la mandona se quejan de que están siendo derrocados.
No
puede faltar la ironía. Hijos guachos de algo que dicen asociar con Jauretche,
carecen de la deliciosa y campechana sabiduría que a él le sobraba, y entonces
su zambullida en la ironía se convierte en un ridículo sainete donde, lejos de
ironizar o ser crocantes, son unos patovicas del debate de ideas.
Paradigma de esta manera brutal pero enternecedoramente vulgar del intento de ser irónicos, una escuadra de golpeadores mediáticos deambula por los numerosos medios oficiales pretendiendo exhibir una picardía que no tienen, pero sabedores de que la ironía es también una forma de la negación del otro: no cruzo ideas con la antipatria, me río de ellos, ni siquiera los considero. No recuerdo que los montoneros reales de 1973-1974 fuesen así: al enemigo lo combatían y hasta lo asesinaban, pero lo tenían en cuenta.
Paradigma de esta manera brutal pero enternecedoramente vulgar del intento de ser irónicos, una escuadra de golpeadores mediáticos deambula por los numerosos medios oficiales pretendiendo exhibir una picardía que no tienen, pero sabedores de que la ironía es también una forma de la negación del otro: no cruzo ideas con la antipatria, me río de ellos, ni siquiera los considero. No recuerdo que los montoneros reales de 1973-1974 fuesen así: al enemigo lo combatían y hasta lo asesinaban, pero lo tenían en cuenta.
También
descuella la acidez, esa forma de la dispepsia ideológica tardía. En la mayor
parte de las palabras que emanan desde el poder político de la Argentina de hoy se advierte una leche cortada descomunal. Sin
paz ni equilibrio, sólo sobresale el enojo más filoso. Están muy enojados y les
da placer que muchos les tengan miedo.
El
oficialismo y la Presidenta aman enardecidamente el secreto. Gobiernan desde él
y lo reverencian. Como si fueran una unidad básica revolucionaria con
militantes “encuadrados”, adoran la opacidad informativa. Informar es lujo de
burgueses, manía de liberales, hábito de explotadores. Nada se sabe, nada se
supo, nada se sabrá. Hasta las víctimas oficiales del secretismo se postran ante
la implacable cultura del blindaje. Síndrome de Estocolmo: viven prendidos del
dueño o de la dueña de sus vidas, porque sienten que sus conductores tienen ese
derecho legítimo, y a ellos sólo les queda ser vasallos de un poder que no
reporta a nadie.
La
pasión por el secreto se combina con la paranoia por la traición. El modelo de
Hugo Chávez les va como anillo al dedo. Sin las desmesuras caribeñas del
socialismo bolivariano, nada muy diferente ocurre aquí. Chávez se atiende fuera
de su país porque dentro de él teme ser traicionado. La noción del traidor
tiene raigambre esencialmente peronista, aunque ha campeado en otras
colectividades. Para el kirchnerismo es un capítulo esencial de la agenda.
Denota pasión por una conducción inapelable, el mítico verticalismo, ante el
cual toda divergencia es traición. Es brutal, pero es así, y es inmodificable.
La
imprecisión alevosa o la distorsión más redomada integran este collar de rasgos
distintivos. ¿Designar embajadora en Londres tras cuatro años y de inmediato
ordenar el boicot a las importaciones del Reino Unido? ¿Poner a parir a todo el
país insinuando la intervención y/o confiscación de YPF y después callarse la
boca tras el lobby del gobierno español? ¿Desagraviar como víctima de la
conjura derechista a un Baltasar Garzón que no fue destituido por investigar al
franquismo, sino por espionaje telefónico ilegal? ¿No leen los diarios en la Casa Rosada? ¿Acusar a la Auditoria
General de la Nación de no pedir la intervención o cancelación del
contrato con TBA, decisiones que son atribución explícita del Poder Ejecutivo?
Tantos errores, chapucerías y distorsiones no son mera casualidad, son una
política.
Finalmente,
es pronunciado el recurso a la jactancia. No la inventó el kirchnerismo, pero
Néstor y Cristina vienen hablando bien de ellos mismos desde por lo menos 2003.
¿Eso es jactancia? Sí, porque tanto y tan descontrolado auto elogio jamás se
hizo acompañar de auténticas rendiciones de cuentas realmente autocríticas.
Comparar
siempre es resbaladizo, pero vale la pena pensar en Rusia. Stalin se murió en
1953. En 1956 comenzó la “desestalinizacion”, pero hubo que esperar hasta la
glasnost de fines de los años ochenta, para que hubiera un fehaciente
reconocimiento de los estropicios de la dictadura soviética.
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