Por José Luis Milia
Desde hace años, siempre vi ese cogote cubierto, al menos,
de cuatro vueltas de perlas o piedras. Era algo que la edad demandaba y el
dinero “de todos”, satisfacía.
Estuve veinte días sin noticias de lo que acá sucedía, es
cierto, y esa tendencia tan humana y a veces tan cobarde de apartarse cansado
de todo lo sórdido y vil sin hacerle frente hasta me había dado el efímero gozo
de olvidar esa cara que de golpe volvía acompañada de un tajo de degüello,
desnudo y desmadrado, que se habría paso entre los pliegues que siembra la
edad.
Es cierto que el “relato”- ese en el que se especializan
algunos peleles gratificados con la pauta oficial - y en el que se esmeraron para
darle la dimensión de una gesta heroica había llegado a hartarme. Sin tener yo
el más mínimo sentimiento para con Evita, me resultó afrentoso asociar la
extracción de una molleja vieja, a esa foto en la que, comida por el cáncer y
lobotomizada a causa del dolor, la segunda esposa de Perón votaba.
Pero, ¿Había alguna posibilidad de que no se intentara sacar
al menos un mínimo rédito de un sainete con presunción de tragedia? No creo.
Nadie, con el escaso juicio que tiene esa mentalidad de circo criollo que prima
en quienes “dirigen” la República podría dejar escapar esa simpática farsa de
la que nadie sabe aún si era algo grave o solo el problema de una traviesa
avispa. Ocasión única para mostrarle a los enanos que componen estas tristes
Provincias Unidas del Sur siempre absortos en un LCD de ocasión, que allí había
habido riesgo, y del grave.
¡Y que mejor que mostrar una cuchillada en la papada!. No
siempre es mortal pero la cercanía del cerebro, si lo hay, la hace presumir de
peligrosa. Toda una cicatriz militante, toda una muestra del “sacrificio”
diariamente consumado.
Podríamos seguir tomando este tema dentro del aire de
vodevil que los guionistas de la pavada, en su ignorancia y falta de
profesionalismo, se encargaron de otorgarle, pero estamos a sesenta días de que
se cumplan los treinta años de la Gesta de Malvinas y vaya si hay allí
cicatrices de sobra para tener en cuenta. Cicatrices que aún abonan la turba de
las Islas, cicatrices que se mimetizan en las algas del mar helado, cicatrices que
permanecen eternas en las almas de aquellos que perdieron un hijo, un padre o
un marido. ¡Esas son cicatrices!, no un desvergonzado tajo suturado con hilos
de oro.
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