Este es el Sol y éste es
el Cielo que en
la bandera
victoriosa nos
hermanan.
Éste es el Sol que une
los cuerpos y éste es el
Cielo cuyo
amor une las
almas.
Ambos están sobre
nosotros para mostrarnos el cami-
no que no
engaña.
Y levantarnos de
la Tierra con
la energía de las cosas
sobrehumanas.
Su luz nos junta en el
recuerdo y al mismo tiempo nos
congrega en la esperanza.
Mientras su fuego nos
domine seremos libres como el
vuelo de sus
llamas.
Si alguna vez nos
dividimos, quiera el Señor que
levantemos la
mirada.
Y contemplemos en
el Cielo celeste
y blanco la bandera
de la
patria.
En su virtud
encontraremos aquella fuerza que
una
vez nos hizo
falta.
Y volveremos a estar
juntos como los hijos bajo el techo
de la
casa.
Su limpia
historia es
la del río que se desborda por
amor y
fertiliza.
Cruzó desiertos y
montañas para calmar la sed de un
mundo en sus
orillas.
Bajó del Cielo de la patria para
mostrarnos la razón de
nuestra
vida.
Para enseñarnos a ser
libres como el espacio que en sus
pliegues nos
traía.
Hombres de ayer la
recibieron en la raíz del
corazón,
con
alegría.
Y la llevaron en los
ojos llenos de fuego y en las manos
decididas.
Desde aquel día, su
carrera fue la del Sol que la
besaba
y la
encendía.
Y que, al pasar sobre
los pueblos, los despertaba de la
muerte y los
unía.
Con su calor fundió
cadenas y con su luz abrió las
cárceles
sombrías.
Donde alumbró se
disiparon todas las sombras y em-
pezó la luz del
día.
Pero también hubo la noche sin compasión, la
noche,
ciega del
fracaso.
La oscuridad de la
derrota llenaba el mundo con su voz
y con su
llanto.
Noche de labios
temblorosos, noche de frentes
escondi-
das en las
manos.
Noche de gritos
reprimidos, noche de dientes y de
pu-
ños
apretados.
Noche final en que
la Historia
ya estaba a punto de
volver sobre sus
pasos.
Y en que el camino de
las horas ya no llevaba al por-
venir, sino al pasado.
Pero la patria no moría,
porque algo suyo era invenci-
ble, sin
embargo.
Un resto limpio de
bandera se defendía entre la
muerte y sobre el
caos.
Y era la chispa de otro
fuego que despertaba más
glorioso que el de
antaño.
La roca viva entre las olas y la semilla junto al
árbol
desplomado.
En torno al resto de
bandera, la patria entera en un
momento estaba
junta.
Todos los vivos que
quedaban y hasta los muertos
arrancados de las
tumbas.
La patria eterna
convocaba sus energías más remotas
y profundas.
Y en un impulso de
victoria se derramaba como un mar
lleno de furia.
Olas inmensas de
caballos y de caballos inundaban la
llanura.
Y reventaban en los
pechos que se oponían vanamente
a su
locura.
En lo más alto de las
olas, aquel jirón que iba flotando
era la
espuma.
Cuando se hundía entre
las lanzas era un relámpago
perdido entre la
lluvia.
Al fin llegaba la
victoria, para mecer al pueblo
fuerte
con su
música.
Y aquel jirón se
adormecía, vivo y glorioso como nadie
y como
nunca.
Esta bandera es la
bandera que nos congrega en un
solar y en una
historia.
Esta es el alma de la
patria: su voluntad, su entendi-
miento y su memoria.
Si algo valemos es por
ella, que nos agranda con su
fuerza
generosa.
Y que, después de
agigantarnos, nos da el ejemplo
soberano de sus
obras.
El elemento en que
palpita ya no es el aire, sino el
viento de la
gloria.
Y el resplandor que la
ilumina ya no es el
del Sol, sino
del Ser que hizo las
cosas.
Su luz de Cielo nos alumbra, su sombra
de árbol nos
ampara y nos
convoca.
Mientras vivamos en
la Tierra,
seamos dignos de su
luz y de su
sombra.
Quiera el Señor que la
sigamos cuando nos llame como
ayer a la
victoria.
Y, si la muerte no nos
deja, que por nosotros nuestros
hijos le
respondan.
Saludo en el Día de la Bandera enviado por Info-Exposición del Libro Católico
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