Por Alberto Asseff*
Con respeto frente al ser humano fallecido,
debo decir que Hugo Chávez es el
nombre de una oportunidad perdida. De otra más en nuestra América. Y van…
El populismo no tiene arreglo. Es así y
nadie lo podrá ni cambiar ni mejorar. Es resueltamente un formidable engaño por
no decir literalmente un fraude. Mientras sentido o vocación popular implica y
significa trabajar para que el pueblo se eleve moral y materialmente, populismo
es un sistémico modo de seguir manteniéndolo donde está –marginado, excluido,
empobrecido, deseducado, desentrenado para los desafíos del trabajo– o, peor,
hundiéndolo aún más, todo en nombre de un falaz distribucionismo combinado con
una red arcaica de asistencialismo. Nunca tan cierto ese refrán de “pan para hoy, hambre para mañana”.
Detectar cuándo una política es popular y
cuándo es populista es un ejercicio sencillo: si se van generando puestos de
trabajo en cada vez mayor cantidad y provenientes de la actividad e iniciativa
privada nos hallamos ante un gobierno popular. Si, en contraste, el gran
empleador es el Estado –sea nacional, provinciales o municipales, con sus
alambicados e infinitos organismos-, estamos ineluctablemente ante el populismo
en acción.
Un empleo privado libera al trabajador de
toda subordinación psicológica. Es un escudo antipresiones o antiextorsiones
punteriles. Un trabajador en esas condiciones es un votante desatado para
expresar su voluntad política genuinamente. Un puesto público –o una
“cooperativa” engendrada por el Ministerio de Desarrollo Social o un “asistido”–
es sinónimo de cercenamiento de la capacidad política. Es un ciudadano
maniatado. Está vinculado al sistema imperante, sobre todo porque los
operadores del oficialismo – todos rentados por las arcas públicas, obviamente,
ya que nadie a estas alturas puede pensar que existen esos nobles ciudadanos
que se llaman ‘militantes’- se encargan, desembozadamente, de avisar que “si pierde el gobierno, se evaporan los
planes y el “trabajo” dependiente del Estado”.
Me parece que la diferencia nítida, el
deslinde, lo expresa la cultura del trabajo: si el gobierno la propicia como
estrategia, nos encontramos con una dirección popular. Si se desinteresa de
ella, estamos frente al monstruo disfrazado que se llama populismo.
Ciertamente,
en Venezuela existió durante 190 años una clase social sumergida en los
túneles oscuros de la más mayúscula marginación. Una injusticia tan flagrante
como irritante. Chávez, a no dudarlo, dedicó empeños y dineros para arrancarla
de esa condición indigna. Y lo obtuvo, en alta medida, pero a un costo
fenomenal: desequilibró la economía, de modo que hoy Venezuela tiene trabados los
caminos, salvo que produzca un dolorosísimo ajuste que, claramente, perjudicará
a los pobres hasta ahora beneficiados. Luego del pan, vuelve el hambre. Así
acaece con la falsificación populista.
¿Por qué la distribución benéfica para los
necesitados afectó el funcionamiento de la economía? El motivo es el populismo,
ese enemigo con cara de bueno. Si ese proceso de justicia social no va
acompañado por otro de diversificación de la estructura económica a horcajadas
de mucha inversión privada – del ahorro interno y también del externo -, la
sustentabilidad del distribucionismo sin más creación de trabajo se agota. Así,
antes de morir el presidente, el chavismo debió devaluar su moneda en un 46% y
hoy Miami es más venezolana que cubana. Allí, en la más latinoamericana ciudad
de EE.UU., se vuelcan los ahorros venezolanos, como los de casi toda nuestra
América. Lastimosísimo.
Una devaluación tipo shock no es la causa,
sino el cruel síntoma de que las bases económicas están distorsionadas ¿Cómo
explicarse que con bonísimos precios del petróleo – como podríamos decir de la
soja – se produzca esta situación de cuasi derrumbe? La cuestión es simple: si
no se apuesta todo al trabajo libre y, en cambio, rige el famoso “exprópiese” – como Chávez formuló por televisión en una ocasión memorable por lo
farsesca, ridícula y ruinosa -, los capitales se espantan y el único inversor
pasa a ser el Estado que por más carisma y magia que ostente el líder, llega
inexorablemente a un punto de agote. Las arcas estatales no se multiplican al
son de la demagogia política. Suelen quedar exhaustas antes de que el líder
enmudezca. Así emergen los ominosos déficits que preludian tormentosos días no
sólo para la economía, sino para la sociedad, primordialmente para los pobres,
ese estamento presuntamente privilegiado por el populismo imperante.
Malo es un gobierno débil, tanto como un
gobierno fuerte. Los dos pierden el control. El débil primero, claro está. El
fuerte, a la larga, de controlarlo todo deviene en un cuadro donde todo cruje y
se resquebraja. El gobierno ideal es el que se asienta en el equilibrio. No
estatiza, pero vigila con experticia. No se entromete, pero mete mano cuando
detecta una deformación. Donde hay un monopolio, genera las condiciones para
que surja la competencia, esa señora magnífica que suele ser mejor controladora
que los inspectores oficiales.
Recuerdo la inhumación de un grande de verdad,
el nacionalista francés Charles de
Gaulle. Nacionalista que impulsó la economía de Francia con apertura y con
la integración de Europa. Fue en 1970 en
Colombey-les-Deux-Églises, con la
modestia de la grandeza. Las oleadas de gente en Caracas son emocionantes, pero
¿sacarán adelante a Venezuela? Si sostienen a un gobierno que reequilibre la
sociedad –terminando con la fractura del odio interno– y a la economía –atrayendo
los capitales en lugar de impulsarlos a la fuga– seguramente la querida
Venezuela tendrá buen horizonte. Por ahora, Chávez es el nombre de una oportunidad perdida: su legado es la
ruina socio-económica, todo minado por la feroz división de clases y por la
sombría perspectiva de la economía de monocultivo que fragiliza al país, en el
marco de un gasto público exorbitado e insustentable.
Necesitamos más sensibilidad popular y menos populismo
falaz. Sería el colofón que sintetiza estas reflexiones.
*Diputado
nacional por UNIR
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